Una sola vez en mi vida he visto a Antanas Mockus. Fue en la universidad, en la UPB. Él salía de una conferencia de unos los tantos auditorios que hay en Bolivariana y caminaba con su sencillez de ermitaño hacia la salida. Cuando atravesaba la cafetería de nuestra facultad, alguien que estaba allí lo saludó. Él se acercó, le dio la mano a los que estaban presentes y después de un par de preguntas, explicó a todos los que quisieron sus ideas sobre la política y buen gobierno. Después se despidió y caminó hacia la salida de la universidad, apenas escoltado por un par de asesores.
Ahora que me han llegado un par de girasoles cibernéticos de compañeros que también estuvieron en esa memorable charla, pienso que por fin, después de muchos años de gobiernos gráciles y obstinados, el país tiene la opción de tener un gobierno a la altura de sus circunstancias. Las posibilidades reales de las encuestas para que Antanas Mockus llegue a la presidencia de la República, demuestran que lo quiere el país no es una zona de guerra, sino un territorio de paz, educado, donde la integridad y la honestidad sean los principios de gobierno y no solo la seguridad y la confianza inversionista.
De producirse el milagro que Antanas Mockus llegue a la presidencia, el país, después de muchos años de incompetencia en muchos estamentos públicos, podrá confiar que las personas que rodean al candidato podrán ocupar con altura los cargos del estado. Es más, esta no será la presidencia soberbia de un solo hombre que nunca se equivoca, sino la de cuatro hombres que han demostrado que saben gobernar con honestidad, humildad, visión y sentido social.
Esta garantía nos permitirá creer que los mejores hombres del país, escogidos por sus méritos, serán quienes dirijan los destinos de la patria. En ese sentido, el aporte de Fajardo será vital: él demostró durante sus cuatro años en Medellín que se sabe rodear. Ni qué decir de Peñalosa, y por supuesto de Mockus. Estoy seguro que no habrá cuotas políticas de ineptos ambiciosos o sin ambición, sino hombres y mujeres calificados para estar al frente del engranaje del país.
Además sueño que el gobierno de un maestro sacará la inversión de los cuarteles y la llevará a los salones de clase, a los laboratorios de investigación, a las tablas de los teatros y a los salas de música. Sueño que por fin el país caminará hacia la protección del medio ambiente y no despellejará los bosques para obtener más petróleo. Sueño que este maestro piense la economía como un proyecto solidario y de equidad y se disminuya por fin la brecha entre los ricos y los pobres de este país.
Los retos, por supuesto, son demasiados. Ahora que su campaña se ha disparado, Antanas debe aprender otra cosa de su vice: recorrer el país. En estos dos años, Fajardo comprendió que los problemas de Colombia no eran de seguridad, sino de equidad, solidaridad y justicia. Y esa lección no se puede dictar en los tableros de los cuarteles bogotanos, sino que se aprenden en los campos baldíos, en los tugurios de madera, en el país saqueado.
Ahora que veo a mis compañeros de clase, a mis amigos de otras ciudades entusiasmado con que Antanas llegué a la presidencia, me aferró a la esperanza que me dan los girasoles que me envían todos los días, de que esta nación, por fin, va a tener un Presidente que se sienta, sin escoltas, a charlar con los estudiantes y les enseña a tener un mejor país.
martes, 20 de abril de 2010
viernes, 9 de abril de 2010
Rosario
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Fotos de Natalia Millán "Color y Diseño" 2010 http://taba-miarte.blogspot.com/2010/03/exposicion-color-y-diseno.html
Mamá se murió de repente un jueves a las tres de la tarde. Ese día se levantó temprano como era su costumbre y caminó hacia nuestro cuarto. Aunque solo Tita, mi hermana mayor, era la que tenía que madrugar, después de la muerte de papá no lograba reconocer cuál cama era la de cada una, así que nos despertaba a las dos. Yo me hice la desentendida y seguí en la cama. Ese jueves me levante tarde, con el tiempo preciso para bañarme y salir para la universidad. Ella estaba en el patio de la casa, con los ojos cerrados sentada en la mecedora de mimbre, bajo un toldo playero que había mandando instalar a la semana de la muerte de papá. Cuando salí del baño me la encontré allí. La cabeza estaba levantada hacia el cielo y en su mano derecha tenía una camándula que había traído de su viaje a Roma. Me quedé mirándola un rato, contemplando ese estado en el que caía todos los días por la mañana. Pienso ahora que ese era el momento en que se encontraba con papá y conversaba con él. Le contaba cosas sobre ella, sobre lo bien que iba Tita en el trabajo y que yo también marchaba sobre ruedas en mi carrera de medicina. Lo extrañaba. Pero no tenía mucho tiempo. Volví al cuarto, me cambié y salí apurada. Cuando iba llegando a la esquina la escuché gritar por el balcón de la casa: “Rosario, no se le olvide traerme la leche”. Yo le hice un gesto con la mano y mientras me ubicaba en el bus alcance a ver como me mandaba la bendición con la mano de la camándula.
Cuando regresé, por la noche, la casa estaba llena amigas de mamá vestidas de negro, sentada alrededor del patio. En ese momento, de esa espesura de encajes salió Tita, con los ojos rojos y me dio la noticia: mamá había muerto en el patio de la casa mientras rezaba el rosario. Cuando me lo dijo, debo aceptarlo, yo no sentí nada, solo un vacío que se extendió hasta los pies y allí desapareció. No paso nada más. No me entró el desespero. Fui hasta mi cuarto y me cambié. En esas abrió la puerta la tía Inés. Ella estaba de verdad conmovida y me abrazó con fuerza mientras me decía que ella siempre iba a estar con nosotras. No sé si necesitaríamos su compañía, pero era bueno que estuviera allí en esos momentos y que me diera ese abrazo. Yo salí al patio y me ubiqué en una de las sillas del centro. Apenas me acomodé, comenzó la procesión de pésames. Era una fila india de señoras oscuras y viejas que se acercaban, me daban un abrazo, me decían que lo sentían o cosas por el estilo y me daban la novena de las ánimas. No se cuántas eran, pero se acercaban, unas me daban un beso babiado en la mejilla y me decían que no me preocupara, que Carmencita estaba en el cielo, que todo cabía en la misericordia del Señor. Una mierda. En eso me parezco a mamá. Ella detestaba los velorios. Ella decía que esos momentos ya eran bastantes difíciles para tener que aguantarse a la gente en la casa diciendo tonterías acerca de Dios, de la fuerza y del futuro. Lo decía con objeto de causa: Hace dos años había enterrando, sin velorios ni desfiles a mi papá. A ella que alguien se muriera en Milagros no le daba tristeza sino que le daba pereza. Sacar el vestido, ir hasta la casa del finado, ponerse a rezar y rezar y tomar tinto. Por eso nos dijo a Tita y a mí durante una procesión de Viernes Santo, que nada de entierros ni de velorios, que la cremaran y regaran sus cenizas en el patio de la casa. Tita casi se cae de la impresión y le reclamó, pero ella era irreductible en ese sentido, así que ya no lo deseó sino que lo ordenó, que la cremaran y punto. Ahora puedo ver lo indignada que se sentiría observando el espectáculo después de su muerte. Odio los velorios, odio ver la gente llorar y odiaba este, en el que la principal damnificada era yo; no soportaba el lamento de Tita que estaba inconsolable, no aguantaba un pésame más, así que me levanté de la silla y comencé a sacar a todo el mundo “Para la casa señoras, este velorio se acabó, muchas gracias por su visita”, les dije a todas. Esa fue la única manera que mi hermana dejara de llorar porque se levantó rápidamente y me increpó “Rosario, por amor Dios, qué te pasa ¿Cómo vas a sacar la gente así? No ves que son nuestros amigos”. Yo le respondí que quería llorar y quería hacerlo en paz, sin que nadie me jodiera la puta vida. Apenas lo dije, Tita se calló. La tía Inés permaneció en el centro del comedor y me observó como si no me conociera. Yo me fui para el cuarto de mamá y busqué la manera llorar, pero fue imposible. En cambio tenía un dolor insoportable en el cuello. Pensé en ella, pero su rostro no aparecía por ninguna parte. No había nada, absolutamente nada de ella en mi cabeza. Intenté recordarla en el patio, con sus ojos cerrados y apacibles, pero solo me encontré con la bendición de la mano con la camándula, como una carga en la conciencia.
Tuve un sueño raro. Sentía que atravesaba una sustancia espesa, pegajosa y azul y me quedó la sensación que estuve luchando para salir de allí toda la noche. Quería abrir los ojos pero una opresión en mi cabeza no me dejaba. Después de bregar mucho, logre abrirlos. El cuarto de mamá parecía una iglesia, llena de santos y velas encendidas. Las cortinas cerradas y eran tan gruesas que no permitían la entrada de la luz. Me levante como si llevara otro cuerpo pegado en la espalda, además de un dolor en las manos y los brazos. Observé el lugar como si fuera la primera vez que estaba allí. De alguna forma lo era, desde hacía muchos años que había dejado de dormir con ella, y mientras iba creciendo, mamá se empeñaba más en convertir la pieza en un pequeño templo medieval. La cama era vieja y pesada y sobre ella colgaba un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. En cada una de las mesas de noche habían velas e imágenes de San Nicolás de Tolentino, el santo de su devoción. Me acerqué hasta el closet y lo abrí. Estaban todos sus vestidos, colgados, limpios y bien planchados. Comencé a moverlos como si estuviera buscando algo. Después continué la cacería por el resto del closet. Fue un escrutinio minucioso de cada una de sus cosas para ver si la podía encontrar en alguna parte, pero nada. Toqué los vestidos, saqué su ropa interior y la esparcí sobre la cama, abrí los álbumes de fotos, cuando papá y mamá eran unos bebes, pero no estaba el rostro de ella, al menos como lo quería recordar. Deje todo así y caminé hasta la cocina. No tenía hambre, pero era siempre lo que hacía desde que dejé de dormir con ella; despertarme e ir hasta la cocina por un café o algo de la nevera. Allí estaba la tía Inés. “¿Qué hubo tía?”. “¿Qué hubo mija? Cómo siguió de esa loquera de ayer”. Yo quise contestarle que no había sido ninguna loquera, simplemente que quería estar sola, pero era mejor quedarme callada. La tía Inés siguió en los suyo, creo que estaba cocinando algo para el almuerzo, pero extrañamente había perdido también el olfato, el gusto, las manos, los ojos. La memoria. “Y Tita? ¿Dónde anda?”, le pregunté y ella contestó que se había ido para la funeraria por las cenizas de mamá. Yo me dirigí al patio trasero, donde estaba la ropa tendida que mamá había lavado antes de morirse. Eran las sábanas de la casa. Intenté encontrarla allí. El viento comenzó a bailar con ellas y sentí una extraña placidez. Al fondo, un trueno prolongado anunció la tormenta. Después escuché la puerta, debía ser Tita, así que salí hasta el comedor y allí estaba ella con la cajita en las manos “Dios Santo, no somos nada”, pensé. Mi hermana me miró sin saludarme y mientras ubicaba la caja en la parte alta del bidé, me hizo la misma pregunta de la tía, pero con un tono de reproche impotable “¿Ya se le pasó la bobada?”, A ella sí le iba a responder pero la tía Inés salió de la cocina y le dijo qué como se le ocurría poner a Carmen donde la puso si ella odiaba las alturas. A mi me pareció ridícula la observación y lo dije: “Es una caja de cenizas, mi mamá está muerta. No se dan cuenta (señalé la caja y dije con un mayor énfasis) M-U-E-R-T-A”. Tita no aguantó el comentario y comenzó a llorar de nuevo. Se acomodó contra la pared y lloró de la forma más silenciosa posible. La tía inés se acercó al bidé, bajó la caja y la puso sobre la mesa. Tita intentó calmarse, pero no podía, así que dijo entre lágrimas que a las ocho de la noche nos esperaba para regar las cenizas de mamá en el patio, como ella lo había ordenado y se marchó para nuestro cuarto.
A las ocho de la noche estábamos las tres en el patio. Tita ni me determinaba. El viento de la tarde continuaba y me acariciaba la cabeza con suavidad. Me encanta esa sensación de ser acariciada en la cara. Algunas veces solía ponerme en las piernas de mamá y ella pasaba sus manos secas por mis mejillas. Yo cerraba los ojos y me transportaba a otro lugar. En ese momento era la misma sensación, pero no eran los dedos de mamá, sino la brisa. Tita sacó la bolsa de terciopelo que contenía las cenizas de mamá de la caja de madera, mientras la tía Inés comenzaba a leer el Te Deum “A ti, oh Dios, te alabamos, a Ti, Señor, te reconocemos/ A Ti, eterno Padre, te venera toda la creación...”. De repente sentí que una carcajada comenzaba a subirme desde el estómago. Era inconfundible, era una carcajada grotesca en un momento inoportuno. Lo primero que hice fue cerrar los labios, pero se instaló en el fondo de la boca. Era una especie de aire comprimido que me apretaba el cuello y presionaba para salir. Era imposible, no me podía reír cuando estaban disponiendo los restos de mi mamá, no podía dejar escapar esa bomba de risas burlonas que se parqueaban en la parte posterior de mi cabeza. Apreté más los labios. “Los ángeles todos, los cielos y todas las potestades te honran. / Los querubines y serafines te cantan sin cesar:/ Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los ejércitos...”. No sabía qué hacer. Mamá odiaba ese tipo de actuaciones espontáneas. Siempre iba en orden, con las palabras precisas, adecuadas, ni una más ni una menos. Así había educado a Tita durante muchos años, sin embargo conmigo fue mucho más indulgente: me dejaba al libre albredío de mis impulsos en cualquier reunión familiar, mientras que Tita debía permanecer quieta, cumpliendo con todo el rigor del protocolo. Pero yo comprendí que tampoco podía dedicarme a hacer tonterías porque terminaba castigada de peor manera que ella, que nunca se permitió un acto soberano de sus deseos. Por eso Tita, solemne y rígida como una piedra, estaba en la mitad del patio con la bolsita de terciopelo, mientras yo me quería cagar de la risa. La bomba de aire apretó aún mas y comenzó a empujar detrás de los dientes. Cerré las manos, crucé como pude los dedos y entonces no fui capaz de resistir y la solté. Fue un “ja” que interrumpió la solemnidad de la celebración y la concentración de la tía Inés. Sin embargo me tranquilizó por que no fue una fuente interminable de carcajadas que me hubiera causado un problema mayor. Tita me miró peor que nunca y le dije “Perdón”. Entonces la tía Inés retomó la lectura, mientras Tita comenzó a regar las cenizas en el patio. Lo hizo de una forma dolorosa, que entendí muy bien por ese amor casi enfermizo que sentía ella por mamá. Fue su única autoridad y el ídolo a emular. La seguía a todas partes, le obedecía sin pensar en las consecuencias. Tita nunca tuvo novio, no porque ella no se lo permitiera, sino porque sentía que nunca podría haber alguien por encima de su amor filial. En cambio, para mí, mamá fue una mujer cariñosa que estuvo a mi lado y que ahora no podía recordar. Entonces podía comprender el dolor que le producía Tita regar lo que quedaba de ella en el suelo del patio. fue allí cuando tuve la certeza que el dolor le estaba quemando las entrañas cuando perdí la noción de mi cuerpo, porque me invadió una sensación incontenible de risa que llegó a mi garganta y antes de que pudiera detenerla en mi boca, se escapó liberando una carcajada vulgar que me paralizó por completo y se convirtió en mi amo, porque no fui capaz de dejar de reír. Primero me sentí espantada porque era consciente que estaba insultando de frente y sin estupor la ceremonia de una forma evidente, pero no tenía control de ese cataclismo de risas que no se detenían, a pesar de los gritos de Tita y los regaños de la tía Inés. Las carcajadas eran imparables, una detrás de la otra, como si en mi estómago existiera una fuente inagotable de risotadas jajsjajaja ajajajajaja jaajaja me salía y salía como si escupiera sapos y a la vez de una forma tan intensa que ya no fui capaz de sostenerme en pie, caí en el suelo del patio y allí continuó el frenesí, revolcándome, como si fuera un cerdo en su muladar, en las cenizas de mamá.
Cuando volví abrir los ojos estaba en el cuarto de mamá. Traté de incorporarme, pero el abdomen estaba bastante adolorido. Me recosté de nuevo para tomar energías, mientras intentaba recordar qué había pasado. No recordaba mucho después de que caí al piso. De hecho no tenía la menor idea de cómo había llegado a la cama de mamá. Me revisé las manos y el cuerpo para comprobar si estaba cubierta de cenizas, pero me sorprendió que además de estar limpia, estaba en pijama. Tita debió cambiarme. No recuerdo cuándo lo hizo. No recuerdo mucho después de caer en el piso. Sólo tal vez el sueño, que fue muy extraño: caminaba por una duna de arena, interminable. Tenía sed y el sol me quemaba la piel. Fue en ese momento en que desperté. Después de unos minutos, me levanté como pude, agarrándome el estómago. Caminé hasta la cocina. La casa estaba vacía y en penumbras, apenas mecida por una brisa crepuscular. Busqué en el patio trasero las sábanas, pero al parecer la Tía Inés las había retirado, así que el viento lamía ahora las esquinas de las ventanas. Comprendí que había dormido más de la cuenta, porque esas eran tinieblas de la tarde. Me asomé en el comedor y observé con vergüenza los vestigios de mi revoltura. El resplandor de un relámpago interrumpió el ámbito estacionado de esa tarde y el estruendo que le siguió anunció la proximidad de una tormenta. A pesar que Tita me había limpiado con rigurosidad, porque estoy segura que la Tía Inés me habría dejado allí tirada, desprotegida para castigar mi oprobio, me sentía sucia. Sentía que el pecado era algo que me cubría físicamente, Todo me dolía y me dolía por mamá. Nunca se me había permitido una sola grosería contra ella, en eso papá era bastante claro, quien se metía con ella se metía con él, sin importar que fueran sus hijas. Pero ahora ninguno de los dos está, miro hacia el frente y solo encuentro vacío, no tengo quien me de órdenes, quien me diga qué tengo que hacer, cómo debo corregir mi camino. Siempre me enseñaron que la familia era lo más importante, pero yo ya no tenía una. No tenía nada. Un segundo resplandor iluminó por segundos el patio y el comedor y sacudió las ventanas. Decidí bañarme. Fui hasta la cocina, arrastré el bulto de azúcar hasta el baño y allí lo vacié en la tina. Me desnudé lentamente, dejando que la brisa me acariciara un poco. Después cerré la puerta y me sumergí en la pileta de azúcar. Fue una caricia para mi piel maltratada por los días y la muerte. También supe, por el contacto de los granos de azúcar en mi vagina, que llevaba mucho tiempo sin hacer el amor. Recordé que mi último beso había sido con Clarisa, en el primer semestre. Era recurrente que estudiáramos juntas, pero una noche, nos quedamos hablando y después que el movimiento de sus labios me hipnotizara por completo, la besé. Ella no dijo nada, sino que me siguió la corriente. Fue un intercambio de piel curioso, placentero, pero que no quise repetir jamás, a pesar de lo insistente de Clarisa. Después muchos hombres me han pretendido, pero nada me ha así que comencé a acariciarme, sin intenciones de excitarme, solo de sentir que estaba cubierta de algo que respondía al contacto físico. Recorrí lentamente con mi índice derecho el cuello, la cara, bajé rodeando mis senos buscando mi abdomen. Cerré los ojos y en mi cabeza sentí una placidez ajena al luto, pensé en muchas cosas, en papá, en mamá, mientras sobre el techo comenzaban a caer las primeras gotas del aguacero, que finalmente se precipito en una forma continúa y simétrica. Entonces tuve ganas de salir corriendo, desnuda, bajo la lluvia, gritando mi canción favorita. Fue un deseo tan intenso que lo tuve que reprimir tocándome cerca de mi centro de gravedad. Cerré los ojos, mientras la mezcla de sensaciones y deseos irreprimibles me inundaban la cabeza y me dejaban dormida.
Cuando desperté estaba envuelta en una sábana blanca, mojada, desnuda en el centro del patio, mientras Tita y la tía Inés me observaban con estupor. Estaba agitada y en desorden “¿Qué me pasó Tita?”, le pregunté muy asustada. Tita, de nuevo, comenzó a llorar. Fue la tía Inés que se me acercó y me contó que no sabe cómo yo salí del baño, de la casa y alcancé la calle, desnuda, bajo la lluvia y comencé a cantar a los alaridos que Viva Colombia Cabrones mientras corría por todo Milagros. Tita me alcanzó a ver cuando llegaba del trabajo y fue hasta la casa, agarró lo primero que se encontró que fueron las sábanas que estaban sobre el sillón de la sala y me persiguió por varias cuadras, hasta que me atajó cuando yo cantaba en medio de la banda marcial del barrio que no había interrumpido su ensayo a pesar del aguacero y de mi espectáculo atroz. Pero yo continué en mi delirio y cuando Tita logró levarme hasta la casa, de nuevo me lancé sobre las cenizas de mamá, que debido a la lluvia, se habían convertido en una argamasa gris que ahora, cuando recobraba la conciencia, me cubría totalmente. Estaba cubierta por mamá. Algo me apretó la garganta e hizo que mi rostro temblara. Miré a Tita y comencé a llorar sin consuelo. Ella se acercó y me abrazó fuerte, sin importar lo que me cubría. Lloré con ella, me levanté, fui hasta mi pieza, me limpié, me cambié y todavía seguía llorando. Comprendí por fin que mamá se había muerto de repente y que no habíamos tenido el tiempo suficiente para despedirnos, pero que esa no era razón para ese comportamiento errático de mis últimos días. Comprendí por primera vez el concepto de la soledad, de la ausencia y que en mi condición de hermana menor, había bloqueado porque no soportaba ninguno de los dos conceptos. Estaba sola y no tenía la menor idea de cómo continuar, siempre había seguido órdenes, indicaciones, orientaciones, consejos. ¿Ahora qué? Debía aceptar que la única orientación posible era la que me diera la atribulada Tita y mis maestros de la facultad. Llore el resto de la noche y los días siguientes hasta que me recuperé y me despedí de ella con lo poco que quedaba de cenizas sobre el suelo del patio.
A los días decidí regresar a la universidad. La mayoría de mis compañeros me preguntaba sobre mi estado y me sentí en paz y serena sobre todo lo que había ocurrido, entraba a la clase de anatomía, me ponía el traje verde, el profesor acercaba la camilla con el cadáver de turno, lo destapaba ante todos, mientras yo me tenía que sostener en mis compañeros para no desmayarme de la impresión al ver ese rostro de nácar alisado y cabellos cenizos y brillantes.
Era mamá.
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