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-¿Y el niño Dios?- preguntamos todos al unísono.
-Se fue- dijo uno de los mayores-. Tenía que entregar otros regalos.
Casi 30 años después y con la claridad de que el Niño Dios son los papás -y finalmente, uno mismo- aún sigo creyendo que esa noche, a esa casa del barrio Buenos Aires, efectivamente el niño Jesús recién nacido se había teletransportado desde su gruta en Belén y nos había hecho la visita. Cuando arribamos en manada a la sala de la casa, estaba colmada de regalos de distintos tamaños y colores, rodeados de las luces del árbol y del pesebre. Yo creo que cada uno de nosotros, antes de destrozar los envoltorios y descubrir si efectivamente habíamos pasado el examen de disciplina, caímos en la cuenta de que algo especial había ocurrido esa noche.
Este 24 de diciembre me he levantado temprano. Hace poco hice un viaje largo y estoy pagando a cuotas eso que llaman “jet lag”. Pero en medio de mi insomnio no he dejado de pensar en mi abuela Carmen, pero esta vez, en este 2016, pienso sobre todo en mis primos. Sobre todo porque en mi caso no es una palabra lejana. Es tal vez, la más cercana de todas: mis primos son mis hermanos.
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Y esa rutina de encuentros ha creado unos lazos irrompibles. Yo las veo a mis primas pasearse un sábado por la noche y tomarse las mismas fotos que se tomaban cuando eran niñas disfrazadas de rockeras. Y hablo de política con la que antes me revelaba sus secretos de amor. Y me emociona hasta las lágrimas ver cómo crecen sus retoños y cómo se reúnen de la misma manera en que nosotros lo hacíamos en la finca del abuelo o en la casa de Buenos Aires.
A nosotros no nos criaron en la misma casa, pero sí nos crió la misma casa. Es como un club exclusivo. Yo personalmente tuve que llevar a la que ahora es mi esposa al escrutinio general de mis primos para que la recibieran en ese club. La senté en el centro del comedor y allí tuvo que sortear las preguntas. Por ahí pasaron varios, que siempre huían hacia el balcón, donde inevitablemente terminaban rodeados de primos que le ofrecían su cariño contagioso y esa alegría que no se acaba jamás.
Hace algunos años, con el temor de quedarme con todo hecho porque hacía rato no los veía, los invité a casa. No faltó ninguno y es uno de los recuerdos más bellos que llevo en el alma. Llegaron a tiempo, trajeron comida, trago, nos reímos, nos tomamos fotos y a pesar de nuestras vidas tan distintas, y sobre todo de que ya no éramos unos niños, nos quedamos hasta tarde, como en nuestras mejores épocas, encerrados dentro de un cuarto, aguardando cosas mejores de afuera, pero con la certeza de que estando todos allí, juntos, reunidos, iba a estar todo bien.
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