lunes, 25 de enero de 2010

Germán

¿Por qué no se sienta a mi lado? Acaba de subirse, he sido galante, me he corrido hacia la ventana y le he dejado el puesto limpio, pero prefiere quedarse parada. Hace rato que me viene pasando lo mismo, yo sé la razón, pero cada día me siento más incómodo: me ubico en la silla en el lado de la ventana, pero ninguno de los que abordan el bus se hace a mi lado. Me gusta estar solo, porque estoy más amplio, más tranquilo, pero también, últimamente, me molesta que nadie se siente a mi lado.

Utilizo el bus con frecuencia. Desde que estaba en el colegio. Hubo una época en que la parte favorita era la de atrás, la última silla. Como tenía que hacer largos trayectos, aprovechaba ese rincón para leer algún libro. Después ya no hubo tiempo para eso, y simplemente me ubicaba donde podía. Entonces, comencé a sentir esta discriminación. Sí, es discriminación porque soy gordo. No obeso, sino gordo, rellenito. Por eso la gente no se sienta a mi lado, porque piensan que se van a sentar al borde de la silla. Y es duro, porque de hecho es muy duro ser gordo en un bus por estos días. Cada vez los hacen más pequeños y por la avaricia de los dueños con sillas más apretadas. Muchas veces, mientras trato de acomodarme para darle suficiente espacio a la persona que se acaba de subir, me lastimo las rodillas, quedo contra los espaldares y tengo que empujar con mucha fuerza para que no me destrocen la rótula.

Tal vez por eso me molesta tanto el hecho que no se sienten a mi lado. Es ofensivo que la gente prefiera quedarse parada durante 20 minutos, solo porque piensan que con mi nalga voy abarcar parte de su puesto. Juro que no cubro toda la silla, y la mayoría de las veces me corro hacia la ventana, para evitar el roce con la persona que quiera sentarse a mi lado. Es otro esfuerzo sublime en estas latas de sardinas modernas. Además de astillarme las rodillas hasta el límite, me estrecho contra la ventana lo que más puedo. Y observo que queda un buen aire entre mi pierna y el resto de la banca. Ocupo la mitad de la silla y ni así. La gente sigue parada.

Es difícil ser gordo. Para mi lo es. Muchas veces me acuesto con el temor que el peso de la grasa acumulada en mi abdomen y el pecho me aplasten. Entonces me despierto, en la mitad de la noche, desesperado y con el temor de morir, que es el peor de los miedos. Hace rato que perdí la capacidad de movilidad y la comida me gana esta pelea. ¿Qué más debo soportar?


Otro problema es que estoy en la capital de la moda “latinoamericana”. Y las mujeres, maldita sea, se han tomado esto a pecho. Y son todas, no son únicamente las muñecas siliconudas de El Poblado y anexos. También estas indias que se montan en los buses. Unas van con sus aspiraciones de modelos y princesas, delgadas como un pitillo y me evitan cada vez que se montan en el bus. ¿Qué les molesta? ¿Mi rostro inflado, mi actitud indulgente, mi sensación insegura que soy, en esta ciudad de gordos barrigones, una especie de marciano y entonces ninguna tiene la piedad de sentarse a mi lado?

Otra mujer acaba de subir. Tiene el rostro lavado. En esas son en las únicas que confío, esas que tienen un aire de hippies irremediables, que no se pintan ni las canas del pelo, que andan con faldas de colores sicodélicos y huelen a incienso. Nunca había visto a una sola, siempre estaban acompañadas. Ella observa el pasillo de sillas antes de pagar. La única silla disponible es la que está a mi lado. Me acomodo otra vez. Estiro las rodillas para ver si no quedan contra el espaldar y recojo la maleta para que quede en mi espacio disponible. Su lugar queda libre. Ella recibe el cambio y observa altiva a cada uno de los ocupantes del bus. A mi no, pero camina y se ubica a mi lado. Comienzo a respirar rápidamente.

Yo tampoco la miro. Es la primera vez que esto pasa (Desde que comenzó este apartheid en el transporte) así que no se muy bien qué hacer. Por primera vez el dolor en mis rodillas tiene sentido, pero no es eso lo que me tiene incómodo. ¿Le hablo? Antes de este problema con mi peso, cuando una mujer se sentaba a mi lado y quería entablar alguna conversación con ella, le pedía la hora. Algunas veces recibía una sonrisa y esa era la señal para empezar lo que fuera. Las cosas no fueron más allá del trayecto, pero la emoción era suficiente para alegrar el día. Esta puede ser una buena oportunidad para retomar esa estrategia.

Pero no tiene reloj.

En mi brazo siento su calor. Es como si su piel tibia respirara y buscara la mía para refrescarse. ¿Cómo será de novia? ¿Será sumisa o más bien una loca sin estribos que nunca para en la casa y le coquetea a todo el mundo? Tiene buen cuerpo. Mientras pagaba, observé su trasero cubierto por la falda de colores. Era firme y grande. Eso me gusta. La cara es bonita. No me daría vergüenza salir a la calle con ella. Que pasaran mis amigos y me vieran cogido de la mano. Me iría bien. La llevaría a caminar por todo el centro: Junín, Carabobo hasta llegar el Parque de Bolívar, ojalá a las seis de la tarde ¿Cuál sería la canción perfecta? Strangers in the nigth me parece bien para este momento, pero no, es un poco pretencioso. Mejor Cuando voy por la calle: Cuando voy por la calle y me acuerdo de ti/ qué cosas no daría por estar junto a ti/ Me parece que tienes la cara más bonita, el aura más radiante y el aire más sutil.

Esa será nuestra canción. Intento observarla directamente a los ojos. Pero no se cómo hacerlo sin resultar demasiado evidente. Voy a observar hacia la ventana del otro lado y poco a poco sí... así.. me acerco a su rostro. Es realmente hermosa. Sus ojos son verdes y plateados mientras sonríe levemente. El cabello es castaño, liso y está totalmente abstraída de este mundo así que no se percata que la estoy mirando. Sin embargo, se voltea hacia mí rápidamente y casi me tuerzo el cuello intentando mirar hacia otra parte. Otra vez la respiración agitada y lo que es peor, comienzo a sudar. Ese es el signo certero que acabo de cometer una estupidez: sudar. Pero la llevaría de mi mano. Encontré la mujer perfecta, que se monta a los buses, que no le importa caminar ni que yo sea un gordito.

En este preciso instante, la pareja que estaba en la silla de al lado se levanta y salen por la puerta de atrás. Es el momento ideal para decirle algo, cogerla distraída. Voy a preguntarle por su nombre primero, como se llamará, ¿María? ¿Valeria? ¿Mariana? Y qué hace. ¿Estudiara? No tiene cara de trabajar, más bien de vender artesanías en San Alejo. A mi me gustan las artesanías, no ando con ellas puestas, pero me parece un buen trabajo. Al menos para empezar ¿Qué música? Imagino que será rockera, no de esas que van vestidas con un látigo de puntillas, sino más bien un rock suave, en español. Tengo que empezar por algo y voy a hacerlo ya. Me volteo con dificultad y la miro directamente al rostro.

Pero ella se agarra de la varilla y ocupa la silla vacía.

domingo, 24 de enero de 2010

Las cenizas de Mercedes

La mamá de Roberth había quedado reducida a un kilo de cenizas. No más. Él vio como el fuego iba consumiendo su cuerpo menudo de anciana. Observó como las llamas la iban desapareciendo y allí no quedaba nada más que polvo.

Roberth había pedido ser testigo expresamente porque le habían dicho que en las cajas de cremación metían dos o tres cuerpos. Él quiso que solo estuviera uno, el de su querida mamá. Y para que no quedaran dudas, le regalaron el video de la cremación.

Después la podías ver, metida en la cajita, en la bolsita azul de terciopelo, encima de la mesita que Roberth adecuó para ella.

Hace un año que su viejita está ahí, en la cajita y sobre una mesa en el centro de su casa. Roberth cuenta que no ha encontrado un lugar para guardarla. Que la iglesia de Pedregal le piden 300 mil pesos para dejarla allí. "De los negocios celestiales, líbranos señor", murmuró una vecina al escuchar la queja de Roberth.

Para llegar a la casa de Roberth Velásquez en el Doce de Octubre, hay que caminar por una calle estrecha, de cemento, varillas y escaleras. Hay que subir un poco y se interna en una casa de cemento en el techo y en el piso. La primera imagen de la casa son dos fotos enmarcadas: una de Roberth con Sergio Fajardo. Otra con Luis Pérez.

Al lado, la foto de María Mercedes Cano, la viejita. Y abajo, la caja de madera. Este es el lugar más importante de esta pequeña residencia. No hay muchos adornos, a lo sumo otra foto de Roberth con Jessica de la Peña, la presentadora de RCN. Nada más.

Para él no hay misterio con tener las cenizas de mamá en la casa. Muchos vecinos, que llegan en visitas ocasionales, le dicen "¿y a usted no lo asustan por la noche, no le da miedo dormir con un muerto?".

-Yo creo que como uno trata a la gente, la gente lo trata a uno. Y nosotros quisimos mucho a la viejita- dijo.

También le hacen propuestas, por ejemplo, una vecina dijo que porque no las echaba al río Medellín y se lo dijo, porque ella lo había hecho. Las cenizas de sus familiares están enterradas en la entrada de su casa, pero el último en la lista le había solicitado que por favor cuando él se muriera, echara las cenizas al río.

"La vecina lo hizo. Nos dijo y todo que por la Minorista había una entradita donde se podía hacer el ritual".

Pero Roberth no le tiene miedo a la muerte. O ya lo perdió en alguna parte, se que me lo va a decir. Mientras me cuenta la historia de los últimos años de María Marcedes, Magnolia, la tía de Roberth, comienza a sacar las reliquias Mercedes: una camándula de cuentas negras y alambres oxidados, un cofrecito verde de madera, donde está un novena a la Virgen al Carmen de 1947 cosida con hilo. "Esas cosas las tenía Mercedes desde antes de casarse. Eso fue hace mucho tiempo", dijo Magnolia.

A su vez, Roberth comienza a esculcar en sus propios recuerdos y saca también una ruana diminuta con la que lo cobijaron en su infancia y un ponchito con el que lo disfrazaron algún halloween.

Un paquete de "reliquias"
El mediodía entra a la casa por una ventana que ilumina la mitad de la sala. Roberth sigue buscando en su bolsa de recuerdos y de "colombianos", donde acumula una colección de las últimas tragedias. Del paquete saca varias reliquias: EL COLOMBIANO del 20 de mayo de 1993 con la tragedia del avión de SAM en Urrao, la del 11 de Septiembre de 2001, la del secuestro de Guillermo Gaviria y Gilberto Echeverri.

-Es que esta no es la primera vez que voy a salir en EL COLOMBIANO-

-¿Perdón?
Entonces, saca un diario de 2000. Efectivamente, está él, hablando por teléfono y a su lado la que fue su esposa. La nota, firmada por Gustavo Gallo, contaba la historia de cómo Roberth por un mensaje que dejó en una emisora de la ciudad para conocer amigos, había conocido al amor de su vida: Leydi Vanessa Salazar.

-Ella escuchó el mensaje que yo había dejado y me llamó. Y así nos conocimos-

Al poco tiempo se casaron a pesar de la oposición familiar. "Lo que pasaba es que ella tenía 16 años y yo 28. a La familia no le gustaba la diferencia de edad". Pero no importó y la boda fue un suceso. Los padrinos fueron los concejales María Mercedes Mateus y Fabio Estrada Chica. Y cuenta la historia, que después del acto civil, se pasearon por las calles de Medellín vestidos de novios para comprar las cositas del matrimonio.

-Pero ella se mató en un accidente de tránsito en el 2007, la cogió un carro en San Diego.- dijo, dando a entender que la muerte era la primera vez que aparecía en su vida.

Dice que le quedó un hijo de nueve años y que pelea por él. Lo dice mientras el mediodía va saliendo de la casa y la luz de la tarde le da otro color al cemento. Tampoco dice más. Para él lo más importante era la viejita, el kilo de cenizas que está sobre la mesa, en el centro de la casa.

-Nosotros la queremos poner en un osario, pero nos están pidiendo mucha plata. Y no tenemos. Yo apenas estoy estudiando en El Sena-.

Roberth guarda todo y lamenta no tener el DVD para mostrar el video de la cremación. En cambio muestra las fotos que le tomó durante los tres días que veló su cuerpo en esta casa. -Pero tampoco tengo ningún problema si ella se queda aquí toda la vida-, sentencia.

jueves, 21 de enero de 2010

Valentina



Imagen Támara Natalia Millán "Mujer".

Una noche, sola, buscando por la ventana algún motivo para ocupar la cabeza, Valentina comprendió que debía hacer algo para olvidarse de él. Ya fuera sacarlo de su vida para siempre o ir por él, confrontarlo, observar mientras se desganaba sobre el cuerpo de otra mujer, darse cuenta si la cadencia de sus manos mientras acariciaba su cuello tenía la misma ternura de sus días, o si los besos eran suaves masajes, lentos, que esperaban el momento perfecto para morder con sutileza un pedazo de labio, lamer el hilo de sangre que brotaba como señal de furia y amor.

Debía verificar si sus manos circulaban por todo su cuerpo, buscando el lugar perfecto, la tecla ideal que encendiera el andamiaje, si era el mismo recorrido perfecto de experto, como quien lleva mucho tiempo explorando la tierra y sabe cuál es el camino. No tenía miedo de encontrarse de frente con esa realidad, era consciente de sus cualidades de mujer adulta, sabía, como lo gritaba con desesperación en cada suspiro, que puta como ella ninguna, que dama como ella nadie sobre este planeta.

Lo primero que decidió es que no volvería a las rondas inútiles por Internet. Sabía que allí no estaba la respuesta. Necesitaba verlo. Así que dos días después de encontrarse vacía frente a la ventana, apresuró todas las cosas en el trabajo y salió hacia la vieja oficina de escritos por encargo, donde él trabajaba hacía dos años.
El edificio era una torre ubicada en la mitad de un barrio exclusivo. Era una trampa de espejos: desde adentro se podía ver todo lo que ocurría afuera, por lo que ella tenía que ser prudente. No ténía la menor de dónde trabajaba, pero él tenía la posibilidad de observar todo lo que ocurría en el exterior. Valentina parqueó el carro a dos cuadras del lugar, caminó y se instaló en una de las bancas de un pequeño parquecito ubicado frente al edificio. Allí espero un poco más de una hora. Cuando no hubo nada más que hacer que esperar, decidió pensar. A pensar si había sido una decisión acertada estar allí, esperando y si eso era lo que ella quería en esos momentos. Qué le iba a decir si por alguna razón desafortunada él la descubría. O que explicación tendría si se encontraba con una conocida o una amiga. “¿Qué haces por aquí?” Preguntaría “Pensando”, respondería ella. Y no tendría nada de raro. En el colegio le encantaba vagar por los patios del edificio, pensando. En qué? En muchas cosas. Una de ellas era Italia. Le gustaba sentirse en Italia, pasear en caballo por la Toscana, dándose un baño en la Fontana di Trevi como Silvia, intentando quitarle la hoja de parra a ese David desproporcionado que tanto la perturbaba en los sueños de adolescente o gritando histérica como Al Pacino en las escalas del Teatro Massimo de Palermo. Y tanto lo soñó, que estuvo allí. Un año completo. Pero no pudo pasearse por la Toscana, porque le tenía pavor a los caballos, ni darse un baño nocturno en la Fontana porque estaba prohibido y le pareció demasiado largo el trayecto hasta Sicilia para conocer unas escaleras famosas. Lo peor fue cuando regresó. El hombre que amaba, que no le permitió un segundo de infidelidad, estaba perdido en otro corazón. Lo percibió en el aliento cuando la recogió en el aeropuerto. “Esta besando a otra”, fue lo primero que se le vino a la cabeza y esa idea no la abandonó en las siguientes dos semanas de suplicio. Fue una tortura para su corazón frágil. Cada día, aquel hombre cariñoso, con el que no se iba a acabar el amor, el que nunca pensaste que te iba amar así estaba en los brazos de otra persona. Lo perdía, días tras día, paulatinamente. Primero fueron las llamadas, después las idas a la casa, por último fue su cuerpo. En el último intento, desesperado, él no fue capaz de nada, ni de desnudarse. Se ubicó en una silla contra el rincón de la alcoba, se tomó el rostro y no dijo nada, mientras Valentina, agitada y desnuda sobre la cama comprobaba su sospecha y se le rompía el corazón. Pero no hizo nada, no lloró, ni se lamentó. Simplemente recurrió a su dignidad. Se incorporó, se vistió y lo tomó de un brazo para salir. Nunca hubo más palabras entre los dos. Ella lo dejó en su casa, vio como él se bajó del carro, caminó dos pasos hasta la entrada y desapareció de su vida por esa puerta. Nunca hubo una llamada, una explicación, después solo existieron las lágrimas de Valentina. Sus búsquedas en Internet eran las excusas que tenía para encontrar una respuesta clara. Era una mujer hermosa, inteligente, de buen estrato ¿Qué demonios pasó? Lo primero fue echarle la culpa a los kilos de más que trajo de Italia. No había otra razón, pero desechó esa teoría cuando pensó bien las cosas: él estaba enredado cuando ella llegó. Pudo ser que los kilos de más fueron la señal definitiva para dejarla, pero ya no había reversa. ¿La distancia? Pudo ser. No quería sentir culpa alguna, ella no tenía nada que ver en este abandono tan miserable.
Miró el reloj por segunda vez. Ya eran más de las seis y en la entrada no pasaba nada. Según recordaba, a las seis la gente debía estar saliendo. No era como en el periódico, que la salida dependía de la cantidad de páginas que estuvieran listas. Recordaba el tiempo del periódico con cariño. Fue su primera experiencia profesional. Estaba en tercer semestre de la universidad cuando una profesora le ofreció una página semanal sobre moda. Ella aceptó encantada. Aunque pagaban muy mal, a ella no le importaba, la plata no le hacía falta, pero esa experiencia le permitía conocer cómo sería su destino profesional. Así que todos los jueves ella llegaba a la redacción, con sus recortes de prensa y fotos que lograba tomar en la calle, debido a que Internet era aún muy incipiente. Organizaba los recortes y los releía para decidir con cuál iniciaría la página. Era un trabajo arduo, de todo un día, en la que construía la edición. Le gustaba informar sobre las nuevas tendencias de la moda, que los zapatos que se imponen, que las faldas en tiritas, que los accesorios de Óscar de la Renta, que los tacones de Jimmy Choo. Ahí fue donde lo conoció. Fue como un huracán que la arrasó por dentro. Fue incapaz de esconderse de su mirada, que la escrutaba sin rubor cada vez que atravesaba la sala de redacción para llegar a un computador a punto de romperse en el fondo del salón. Cada vez que ella separaba su mirada de la pantalla, estaba la mirada de él sobre ella, queriendo poseerla. Así de simple. Él trabajaba en deportes, a cinco computadores de ella y desde que la vio por primera vez atravesar la redacción, un profundo deseo se apoderó de él. No había minuto del día en que no pensara en ella. Mientras que ella no tenía ni idea de lo que pasaba en su interior cada vez que se encontraba con su mirada. No había picardía ni coqueteo, era un conmoción estructural, así que no podía ni sonreír, ni moverse, ni nada. Aunque no había nada atractivo en él, Valentina tenía que hacer un esfuerzo sobrenatural para incorporarse, ir al baño y no desvanecerse en la mitad del trayecto. Él manejaba la cosa con más tranquilidad, poco se levantaba del puesto, a menos que tuviera que salir a hacer una reportería o tomarse un tinto. El único movimiento desesperado era observarla, había algo en su rostro que le atraía, algo dulce y suave que dolía cuando ella sonreía, que le bajaba hasta el estómago y allí se convertía en vacío.
Ninguno de los dos tuvo hizo nada especial para encontrarse. Un día, Valentina caminaba hacia su puesto, cuando lo encontró a él instalado allí. El viejo computador había colapsado y los dueños del periódico aprovecharon para hacer una pequeña reubicación en la sala de redacción. El quedó en el mismo lugar que Valentina, mientras que a ella le tocaba un rincón en el sótano, cerca de la rotativa. Pero ese encuentro fue suficiente. Él le preguntó con toda la naturalidad del mundo por su nombre y lo que hacía en el periódico, ella le respondió como pudo. Quince días después, estaban haciendo el amor en el rincón cerca de la rotativa.
Pero le dio pereza recordar. Mejor dicho, le daba miedo, le producía ataques de ansiedad pensar en esos primeros días. Además empezaban a salir del edificio. Primero fue un grupo de mujeres vestidas de azafatas y después la cosa fue graneada: un señor en saco y corbata hablando por celular, un mensajero que no podía ponerse el casco y después otro grupo de mujeres. Por el parqueadero también comenzó la estampida de carros. Pero de él, ni el rastro. Valentina se levantó y observó con cautela para no ser descubierta, pero nada, nadie se parecía a él. Entonces aceptó que fue una ridiculez, otro impulso mal controlado, otro maldito error, se levantó para marcharse, pero en el preciso instante en que se limpiaba la parte de atrás de la falda, lo vio. Agudizó la visión y lo reconoció de inmediato, aunque estaba un poco más fornido, era la misma silueta larga, el cabello a la mitad del rostro y la camiseta con motivos futbolísticos. De nuevo, como aquella vez en la sala de redacción, se paralizó por completo. Observó de pie y rígida como una piedra como él caminaba hacia la avenida central. Tenía que hacer algo. Acercarse y hablar de lo que había pasado, que le dijera en la cara las razones de su abandono. Pero el orgullo es curioso, la soberbia necesita pruebas, verdades. Necesitaba saber si él estaba con ella, saber cómo lo había raptado mientras se hartaba de chocolates en Italia. Saber si se lo comía mejor que ella. Lo supo entonces y lo decidió en ese preciso momento: lo seguiría. Era cierto no estaba en sus planes, sin embargo, para enfrentarlo debía hacerlo con pruebas. Él nunca hizo nada por poner las cosas en orden y ella no cometería la ridiculez de aparecer de la nada exigiendo esas respuestas sin cosas concretas. No sabía bien porqué, pero debía hacerlo antes de pararlo en la calle y decirle “Hola, ¿Cómo estás? Me podés explicar, que fue lo que pasó, pedazo de hijueputa”. Revisó la cartera. Tenía un billete de 20 mil, otro de 10 mil, y como cinco de dos mil. “Con esto me alcanza hasta el motel más escondido”, pensó y lo siguió. Él caminó algunos metros hasta la avenida central y tomó un bus. Valentina se subió en el primer taxi que pasó y antes de acomodarse le dio la orden al conductor: “Siga ese bus”. Observó la parte superior de las ventanas posteriores del transporte y comprendió que no iba para muy lejos. Suspiró.

El taxista comenzó a mirarla. Siempre le había parecido atractiva a cierta parte de la población: albañiles, taxistas y enterradores. Una vez, mientras estaba en el funeral de la mamá de una vieja amiga, el enterrador comenzó a observarla con ojos inquisidores. La siguió desde la entrada de la sala de velación, hasta la capilla y después al pequeño mausoleo de la familia. Ella estaba incómoda, por supuesto. Aunque siempre le había gustado que la observaran, fuera el que fuera, y le dijeran (Cómo fuera) que estaba hermosa, ese no era el momento ni el lugar para ese tipo de cosas. El enterrador lo debía saber, pero no le quitaba la mirada de encima. Valentina se escondió al lado de su amiga para evadir ese acoso, pero el enterrador la siguió hasta el rincón del sagrario y allí se quedó. Peor fue mientras él sacaba la tierra y disponía de los restos mortales, con cada palada de tierra, la miraba con más lascivia. Lo perdió de vista por unos segundos, mientras el sacerdote rezaba el Te Deum, pero el hombre se le acercó por detrás y de la forma más irrespetuosa, violenta y salvaje que ella hubiera escuchado jamás, le susurró, casi mordiéndole el lóbulo derecho de la oreja, “¿Cómo te llamas, preciosa?”.

-¡Preciosa tú madre! Respetá que estamos en un entierro- gritó indignada y se volteó, pero no había nadie, absolutamente nadie, mientras que todos los presentes la observaban, alertados por los gritos. Ella no sabía qué hacer. Buscó al enterrador por todas partes y finalmente lo encontró al final del campo, como si se hubiera teletransportado. “Perdón”, dijo finalmente y huyó. El taxista era un caso menor. Además no le importaba nada. Pero al hombre comenzó a importarle:”¿ A quién persigues, preciosa?”. Estuvo a punto de repetir la respuesta, pero el bus frenó en secó y el taxi casi se mete por debajo, pero el taxista era experto en coquetear y frenazos de urgencia, así que no pasó nada. Del bus se bajó él. Ella se escondió para evitar que la viera y no le importó perderlo por unos segundos, porque sabía muy bien para donde iba.

-Déjeme aquí-.
-Lo que usted diga preciosa-
-¿Cuánto es?- preguntó Valentina volviendo la cabeza sobre el andén.
-Preciosa, para usted la minina, 3.500 pesos- le dijo el taxista.
-Tome-, le dio dos billetes de dos mil y no espero por los 500 pesos, pero antes de bajarse le devolvió la frase-. Y deje de decir preciosa, no sea igualado.

Siguió el camino que él debió seguir y que ella conocía de memoria. El mismo que recorrían dos o tres veces por semana cuando empezaron a salir. Era el camino a su casa. No sintió nada especial. La ansiedad no le permitía ninguna otra percepción hasta el momento del encuentro. Caminó por un andén y atravesó un parque mal iluminado y lleno de árboles fantasmales, a lo película de Tim Burton, pero no le dio miedo, porque muchas veces cruzó ese parque, sola y a esas horas, para llegar a esa casa. Lo hizo con frecuencia. En esa casa la adoraban; aunque no se lo decían, era evidente que toda la familia pensaba que había llegado la mujer perfecta, bonita, con educación, seria y respetable. Era la muñeca de Margarita, que cada vez que la veía llegar, preparaba café, sacaba el Instacrem y mandaba al hermano menor por pasteles y galletas a la panadería. A Valentina le encantaba esa calidez porque le recordaba a su papá, quien había muerto unos años atrás, y aunque su mamá era especial, sentía predilección por sus hermanos menores.

-Porque son apenas unos niños- le decía ella, encabronada por los reclamos de Valentina por una desatención-. Vos ya sos una adulta, madurá por el amor a Dios.

Por eso le gustaba estar en esa casa. Allí recordaba a su papá con gusto, con las atenciones, con los abrazos, con los regalos de navidad. El primer veinticuatro que pasó con ellos, fue recibida con un plato de cañón, bombas, baile y traído: un collar de gemas, que nunca se puso, pero que siempre llevaba guardado en el bolso. Una casa antes de llegar, se detuvo. Era el lugar más cercano para vigilar sin ser vista y sin generar sospechas. Él llegaba en esos momentos. Abrió la puerta y se internó en la casa de la misma forma indiferente que lo hizo aquella noche.

Abrió el bolso y allí estaba el collar. Lo tomó con tristeza, extrañaba esa casa. Una de las cosas más difíciles de digerir fue la extracción que él hizo de esa casa, la sacó para siempre. Recordó que algún día llamó, reventada de nervios y habló con Margarita. Ella le dijo que le deseaba lo mejor y que si no había sido posible ese amor, pues que ya encontraría un verdadero corazón que acogiera como se merecía. No más. Colgó con la misma indiferencia con la que su hijo atravesó la puerta el día en que todo terminó.
No hacía frío. Solo una brisa leve pasaba por su lado cada cierto tiempo. Poco a poco las luces de la casa se fueron apagando. Miró el celular: 10:47 p.m. y tenía dos llamadas perdidas. Una de su mamá y otra del trabajo. No sabía si responderle a ella, no tenía muy claro qué le iba a decir, pero sabía que si no le decía cualquier cosa, sería peor. Así que le marcó.

-¿Estás bien?-, le preguntó su mamá.
-Sí, bien. Hablamos más tarde.

Al trabajo no llamó. Era viernes y cualquier cosa que necesitaran podía esperar hasta el lunes. Era viernes y debía pasar algo, salir por ahí a tomarse una cerveza o ir al Tíbiri a bailar salsa, pero nada. La casa permanecía quieta. Comenzó a sentirse agotada. Habían sido muchas cosas en un solo día y estaba con el almuerzo. Buscó algo en el bolso y solo tenía un bocadillo del mediodía, nada más. Se lo comió a gusto y continuó esperando. Recordó el carro y que lo había dejado abandonado en un parqueadero sin vigilancia y por unos segundos reaccionó, algo por dentro le dijo que esto era una persecución estéril, una insensatez. Se incorporó y miró hacia la puerta de esa casa con la determinación de marcharse de una vez. Hasta que la atravesó un pensamiento como un relámpago.

-¿Y si lo estaba esperando? ¿Si estaba en la casa, hablando con Margarita?-pensó y de nuevo otro rayo la partió en dos-.¿Y si llega? ¿Qué hago si llega y no estoy?”.

“No me puedo mover de aquí”, dijo finalmente. La noche se enfrió y Valentina no tenía con qué cubrirse. Empezó por subir las piernas en la banca, pero el frío del cemento no le permitió la postura. Después flexionó las rodillas y las piernas quedaron debajo de la falda. Aunque deseaba irse para su casa, tomar una ducha caliente y dejar todo atrás, ya no era capaz, ya no podía. Algo adentro suyo no la dejaba ni pararse. Observó la pantalla del celular: 11:38 p.m. Como no tenía nada que hacer, excepto esperar, comenzó a especular. Para Valentina no había duda que la otra estaba dentro de la casa cuando llegó. Muchas veces, cuando eran novios, ella llegaba primero del trabajo o la universidad y lo esperaba en su cuarto. Muchas veces se quedaron solos, veían alguna película y después hacían el amor como podían. Recordó que bajaban el DVD de la pieza de sus papás y se quedaban viendo comedias románticas que ella adoraba. A él lo tenía sin cuidado la trama de las películas, porque ese plan siempre terminaba en sexo, pero si tenía que hacer un esfuerzo, elegía películas sobre comics o de muertos vivientes, pero ella las odiaba desde el día que llevaron El amanecer de los muertos y comenzó a escuchar ruidos por toda la casa. “¿Seguro que tus papás no están?” “Seguro”, pero según ella alguien abrió la puerta de la cocina, la cama se movió y el perro le estaba ladrando a alguien. Pero no había nadie o al menos, nadie se apareció. Entonces, él decidió que solo de comics, del correcaminos o Bugs Bunny. No sería extraño que en esos momentos pasara lo mismo, aprovecharan la quietud de la casa y retozaran medio desnudos en su cuarto. Esa simple conclusión le produjo un ataque de ansiedad y quiso acercarse a la casa, saber de una buena vez qué estaba pasando. Se levantó y caminó lentamente hacia la puerta. Sentía un hormigueo helado en todas sus extremidades. Alcanzó la ventana, vio el resplandor azul del televisor. Se acercó más, temblando, en desorden, con la respiración irritada y vio de nuevo su silueta: el cabello a la mitad del rostro, rodeado por una aureola que cambiaba de color. “Esta solo”, pero apenas pensó eso, una mano larga y femenina se alzó por encima del sillón donde estaba él y lo abrazó. Todo lo que había especulado, pensando, sospechado y que rezaba al Todopoderoso para que no pasara, era verdad. Se quería matar, Maldita sea la verdad, vida hijueputa, pensó, pero comenzó ahogarse de la impresión. Entonces se volteó, cerró los ojos y a pesar de la angustia, por fin recobró el aliento. Durante varios segundos vomitó el aire que no le había salido antes. Allí, acostada en la acera pensó en el movimiento de la mano, era solo una mano femenina, no era un beso, no era el clásico mete-saca. Tenía que volver a mirar. Se volteó y levantó la cabeza. La sombra permanecía inmóvil, la mano en el hombro, cerca del rostro, nada más. Respiró profundo porque sintió que el corazón se le iba a estallar y la podía delatar. De repente la mano se recogió y una figura femenina se incorporó, tomó algo de la mesa, caminó hacia la ventana y antes de que pudiera reconocerla a ella, se volteó en dirección a la cocina.

Era Margarita.

El esfuerzo había sido descomunal, así que las manos y los pies ya no le respondían y el dolor en las rodillas se hacía insoportable. Además tenía frío, hambre y comenzaba a sentirse sucia. En esa casa no había nada, no tenía la menor explicación para estar allí que el propio afán de calmar su orgullo, que ya había sido pisoteado muchas veces, es más, con este acto de persecución, aún estropeaba más lo que quedaba en pie. Pero no se iba a ir. Ya no había razones para dejarlo así, no había una sola cosa racional sobre el planeta para no llegar al fondo de este asunto. Volvió a la banca corriendo cuando escuchó el silbato del celador acercarse.

El sueño la invadió. Luchaba para no cerrar los ojos, pero alcanzaba a soñar algunas cosas incoherentes. La primera vez fue un viaje en avión hacia el desierto, pero aterrizaba en la calle al lado del edificio de espejos. Allí abrió los ojos asustada por la imagen. Después soñó que estaba en un partido de fútbol y que ella era la entrenadora, pero el avión aterrizaba en medio del campo de fútbol. La tercera vez que abrió los ojos, ya no fue capaz de cerrarlos, porque el hambre era insoportable. Observó hacia todas partes buscando algún lugar abierto, pero el barrio estaba desolado, solo escuchó, a lo lejos, el silbato del celador. Comenzó a llover. Corrió hacia una de las esquinas para no mojarse. Al principio le sirvió, pero después el goteo de los alerones y el agua que salpicaba sobre el andén la alcanzaron. Se sentía más húmeda que mojada, lo que era peor que cualquier cosa. La lluvia fue una precipitación larga, pesada y constante. La esquina donde se refugió estaba tan sola , que solo se escuchaba el rumor del agua sobre los árboles. Y por primera vez, desde que estaba en esta persecución inútil, se sintió abandonada de verdad. Es más, desde que lo dejó en la casa esa noche desafortunada, se sintió desamparada y sin ninguna protección. Por primera vez comprendió que estaba lejos de él, entonces comenzó a extrañarlo, a sentir su ausencia, sus manos fuertes y cálidas, su respiración tibia sobre su piel después de hacer el amor. Sus palabras adecuadas para los momentos de angustia, para momentos como este, en el que definitivamente tocaba el fondo de su propia existencia. Encontró por fin las razones de su ansiedad y de su tristeza: suponía que era feliz al lado de él, sin comprender que para ser feliz no se necesita de nadie y sabía ahora que ese era el error que la tenía encerrada en una esquina debajo de un aguacero que parecía que no iba a terminar jamás.
Cuando escampó, Valentina observó por encima de la montaña un resplandor azul claro. Ya iba a amanecer. Caminó hasta el banco de nuevo, intentó secarse un poco restregando la falda y el topcito que tenía puesto. El hambre continuaba, así que buscó en el bolso alguno de los billetes para comprarse algo, pero el agua se logró filtrar por algún lugar y todo en su interior estaba empapado. Hasta los billetes. Cogió el de veinte y lo sacudió para sacarle el agua para que quedara de alguna forma presentable. Después de incorporó, sabía que a esa hora, él estaba dormido y no iba a levantarse muy temprano. Caminó por el barrio buscando una tienda abierta. Al final de la calle estaba la de Don Francisco, pero evitó ir allí, porque no podría explicar con mucha claridad que hacía por el barrio a esas horas y en ese estado. Esa tienda era el lugar favorito para tomar cerveza cuando no había plan ni plata. Muchas noches de viernes se la habían pasado allí, al calor de una sola cerveza, porque él no fiaba. Pero sí los complacía con la música que quisieran y por eso la reconocería de inmediato, porque Valentina se acercaba con frecuencia a pedirle la misma canción: La mirada del adiós, de Los Rodríguez y Don Francisco siempre se la ponía, con la misma respuesta: “Lo que usted diga preciosa”. Así que esa tienda no era la opción. Siguió caminando por todo el barrio y solo había otro granero abierto, pero después que ella escogió una porción de queso, pan y yogur, le tocó devolverlos porque el tendero le dijo que los billetes eran falsos a pesar del esfuerzo de Valentina por explicarle toda la jornada durante la noche.
Vencida regresó al banco. En el camino se encontró con una caja de pizza sobre una de las bancas del parque. El hambre la estaba cortando en dos, abrió la caja y se encontró con dos pedazos de pizza, uno entero y el otro mordido. En ese momento recordó todo lo que aprendió en la casa, el colegio, de los amigos y sobre todo, de su mamá. Recordó las cenas elegantísimas, cuando su padre estaba vivo y pertenecían a un club social. Recordó cada una de las cosas que se comió en Italia, el plato de penne all’ arrabiatti que se comió frente a la piazza mantegna, en Roma o los bacci perugini con los que se deleitaba en cada esquina. Pensó que nunca tuvo la necesidad de nada, nunca su estómago había sentido este vacío cortante que ya comenzaba a marearla y a tirarla contra el piso. Para evitar desvanecerse, se frotó las manos y observó la caja de nuevo. La luz del amanecer aclaraba el entorno y se podían ver algunos deportistas que trotaban alrededor del parque. Era cuestión de minutos que la gente comenzara a salir de sus casas, entre ellas, Margarita que era una madrugadora rigurosa y podía salir temprano para comprar algo en la tienda de Don Francisco. Entonces no lo pensó mucho, tomó la caja y caminó hasta otro lugar más apartado, pero donde no perdiera la vista de la casa. Mientras se incorporó para caminar, sintió que el mundo se le iba por unos instantes. Era una muestra evidente que necesitaba algo de comida, pero de nuevo se le aparecían todas las cosas que había hecho en su vida y que casi le ordenaban que no cometiera ese crimen. Abrió la caja y lo primero que hizo, para evitarse más problemas con ella misma, fue botar el pedazo que estaba mordido. Entonces quedó el completo, que tenía la apariencia de un pan quemado y aplastado. Por debajo del queso endurecido se alcanzaban a ver varias lonjas de jamón. Era una pizza hawaiana, así que por los lados también colgaban cuadritos de piña. Que diablos estoy haciendo, pensó, En mi casa debe haber un buen desayuno. Entonces cerró la caja y observó el cielo. Era una amanecer precioso, las pocas nubes en el firmamento estaban pintadas de naranja por un sol que tibiamente asomaba la cabeza entre las montañas. El aire, desde que empezó esta persecución, por primera vez era una sensación limpia y aunque hacía frío, sentía que todas sus preocupaciones se habían evaporado por unos momentos. Contempló el amanecer como nunca. Pero de nuevo las aspas del hambre comenzaron a destrozar su estómago. Volvió a la caja y tomó uno de los cuadritos de piña que colgaban de un lado y lo levantó hasta ponerlo frente a su boca. Observó su textura cristalizada por el frío. Cerró los ojos y por fin se lo metió a la boca. La primera sensación fue un golpe helado en la mitad de la lengua, seguido de un sabor dulce que se diluyó rápidamente. Solo quedó el pequeño pedazo de fruta, ya sin sabor, en la mitad de la boca. Se lo tragó y su mente se puso en blanco. No lo dudó, se devoró el trozo de pizza en un par de mordidas. Era tal el estado de éxtasis, que la sensación de los sabores fue reemplazada por una masa que se deshacía con cada movimiento de su boca. De vez en cuando, en cada mordida, el sabor cristalizado de la piña bañaba su lengua, pero no más. Al final del desenfreno, sintió la bola de comida en el fondo de su estómago, vio la caja vacía y se sintió mal, como cuando hizo el amor con Manuel por primera vez. Recordó el nombre y el agujero de miseria en el estómago. Aunque no había razones para la conexión, eso era lo que tenía en la cabeza, Manuel, que nunca la besó ni tocó su piel, era solo el movimiento de su cuerpo, taladrando con potencia hasta que penetró su defensa y ella sintió que algo en su alma se quebraba para siempre. Esa era la sensación exacta ahora que miraba la caja vacía. Ya no sabía quien era o qué hacía allí. Ni siquiera se lo preguntaba. Solo estaba esa idea de él con ella. Solo eso. Sonó el celular. Era su mamá.

-Por Dios Valentina, dónde estás?-

No pensó la respuesta “En una finca, vuelvo por la tarde. Hablamos”. Valentina dejó caer el celular: frente a la casa, a pesar de la lejanía, observó que llegaba una mujer. Era joven, de cabello negro, larga y firme. Era ella. No podía ser otra persona. Estaba vestida con una sudadera azul y una camisa deportiva, recortada por la mitad. Valentina se levantó de la banca e intentó acercarse. En ese momento se abrió la puerta y salió, besó a la mujer y salieron caminando por la acera. Su corazón volvió al ritmo de la noche en la ventana. Se sintió mareada, pero sabía muy bien lo que tenía que hacer, levantarse e ir tras ellos, verlos juntos, ver como la abrazaba, como se reían en esta mañana. Corrió hasta quedar cerca de los dos. Se arreglo como pudo el pelo, por unos segundos pensó en maquillarse, pero desechó la idea de inmediato porque era una perdida de tiempo. Caminó más rápido, con el corazón en la mano, con el dolor de saber mientras se acercaba de que todo era cierto, de que esos días en vela junto al computador en búsqueda de una respuesta, construyendo elucubraciones sensacionalistas no eran otra cosa que la realidad, cruda, horrorosa, terrible. Quiso llorar, pero desechó esa idea porque era una pérdida de tiempo. Ya estaba cerca. Solo tenía que tocar su hombro, que el se detuviera, se volteara, la viera allí y por fin, después de meses en silencio, tuviera la misericordia de una palabra para ella y la valentía de decirlo frente a la otra. Entonces corrió y sí estuvo lo suficiente cerca y le tocó el hombro. Él se detuvo, volteó la cabeza y la miró. La miró a los ojos, directamente, como lo hizo en el periódico, como lo hacía cada día mientras estuvieron juntos, mientras él la hacía feliz. Esa mirada se internó en su corazón y la destrozó de nuevo, mientras él se revisaba los bolsillos, sacaba un par de monedas, se las entregaba.

Y continuaba su camino.

lunes, 18 de enero de 2010

Jawaco


No sabemos la hora exacta en que el reloj Jawaco de la casa de la abuela acabó con su vida. No lo supimos porque en su descenso final explotó en decenas de pedazos y las manecillas fueron a parar a la mitad del patio.
Solo escuchamos el estruendo del golpe. Fue algo repentino; estábamos en los cuartos y después de un tic tac, sentimos la caída libre, el golpe seco y una campanada final que se expandió por la casa como si fuera su espíritu que ascendía a los cielos.
Mientras barríamos los escombros abrigamos la sensación de estar recogiendo nuestros propios recuerdos. El viejo reloj de la casa, lo había traído el abuelo antes del nacimiento de la segunda generación de la parentela. Lo compró de segunda y fue la tonalidad espectral de las campanas, que según el vendedor era la misma de la abadía de Westminster, la razón definitiva para llevarlo.
El abuelo era un enamorado de los sonidos, además del reloj, en el patio estaban los sinsontes, los canarios y un equipo de sonido de alta fidelidad bastante moderno para esos años. Pero una vez la combinación de cantos, campanas y canciones fue tan insoportable que la abuela le ordenó, irreductiblemente, que escogiera entre los pájaros, el reloj y ella. El abuelo, que siempre fue un hombre práctico, regaló los pájaros, estableció horarios para el uso del equipo de sonido y abogó por la suerte del Jawaco por su evidente utilidad.
El reloj era una presencia permanente en la casa de los abuelos, que para mí ha sido la única casa que he tenido y vale la pena tener en la lista de mis nostalgias para la vejez. Sus campanadas, una por cada hora del día que cumplía, se convirtieron en el sonido y el aroma de esa casona del barrio Buenos Aires. Siempre lo tuve en la memoria. En los años del exilio recordé las salidas del baño para enterarme de lo tarde que iba para la universidad o lo poco que faltaba para la hora del almuerzo. Mi medición mental del tiempo siempre la hice basado en la numeración metálica del Jawaco.
Sin embargo, poco a poco fue perdiendo el ritmo. La única que tenía el hábito inquebrantable de darle cuerda era la abuela. Se levantaba temprano, abría la vitrina y en los tres orificios de la esfera de números, le daba cuerda con una llave especial y con un golpe suave en el péndulo, lo ponía de nuevo en movimiento. Pero a ella los años vinieron a buscarla y la encontraron para dejarla postrada, a pesar de su ánimo juvenil, en una silla de ruedas. Entonces, esporádicamente, cuando el reloj de pulso se me quedaba en el cuarto o no tenía el tiempo para sacar el celular del bolsillo miraba hacia la pared y allí estaba él, con su péndulo detenido, invitándome a darle cuerda. Algunas veces lo hice, pero era ya más el tiempo que permanecía quieto que el que contaba. Por eso estoy convencido que su caída fue una decisión personal. El clavo que lo sostenía estaba firme en su lugar y la parte de la que él se pegaba a la pared no sufrió algún daño. Se cansó, pienso yo, de su condición de reliquia, que los nuevos niños de la casa lo observaran como una pieza de museo, pero ante todo, que nosotros, testigos de su disciplina y lealtad, lo hubiéramos abandonado como a Cristo en la pared.
Después de limpiar el piso de las astillas, procedimos a envolverlo en bolsas del Éxito, cuando caímos en la cuenta que era improbable que algún carpintero aceptara restaurarlo. Y allí quedó por un par de días sobre las sillas que intentaron soportar su caída, hasta que escuchamos la campana del camión de la basura y lo sacamos a la calle.

domingo, 17 de enero de 2010

Rosa Mística, Ruega por Nosotros


Rosa Mística, Ruega por Nosotros

Decían que era la Virgen de Pablo Escobar. Que le había mandado construir un altar para pagar un favor siniestro o algo parecido, pero la gruta de la Rosa Mística de la Aguacatala parece, más bien, construida por el agradecimiento. Es un lugar hecho con plaquitas de mármol, madera y acrílico en las que la única palabra en común es Gracias. Y en ninguna Pablo Escobar.
También la construyó la fe. Y es impresionante lo que construye la fe de la nada. Hace 20 años este centro improvisado de peregrinación no era ni siquiera la gruta de la Rosa Mística, sino de la Inmaculada Concepción que se apareció en Lourdes. Era un cúmulo de rocas, en un rincón, cubierto de manga a la que nadie le prestaba atención.
Eso me dice Alba Sepúlveda. Está arreglando una camisa dentro de su caseta de Postobón, donde lo que menos se vende son gaseosas, sino veladores, camándulas y todo tipo de souvenires de la Rosa Mística. Ella dice, y le creo, que hace 20 años era eso, una gruta abandonada a la que nadie le prestaba atención.
Hasta que puso una mesa con algunas veladoras. Ya tenía experiencia en esos negocios celestiales: durante diez años sobrevivió gracias a otra milagrosa legendaria, María Auxiliadora, en Sabaneta. Pero por alguna disposición, por la que ella culpa a fuerzas oscuras, la sacaron de allí y la dejaron sin empleo. Entonces, en una ocasión, cuando iba de su casa en Envigado hacia Medellín vio la imagen de la Aguacatala y decidió que nada perdía con poner una mesa con el inventario que le había sobrado de su local anterior.
-Y desde ese día, no ha pasado uno solo en que yo no venda una vela aquí-.
Y de repente, la imagen también comenzó a volverse milagrosa. “Gracias Rosa Mística por mi trabajo y generar empleo”, se lee en una de las placas sobre las que se hizo este lugar. Son muchas, están por todas partes, en las paredes, sobre las veladoras, en las escaleras, en los árboles. Son los ladrillos que le dan forma al santuario.
También los agradecimientos abundan en formas y texturas. Están las habituales, que son la mayoría “Gracias Rosa Mística por los favores recibidos”, punto. Pero también están los que creen que esa frase no basta, como una que grabó la foto familiar de papá, mamá e hijos o el que tiene muy claro que el favor fue más de lo esperado “Gracias por el milagro tan imposible”.
De eso se encarga Alba. Ella, además de la venta de objetos religiosos, también comercializa e instala las plaquitas de mármol o acrílico, según el deseo del agradecido. Mármol, 30 mil pesos. Acrílico, la mitad.
-La gente me dice qué se pone en el mármol o en la pasta y cuando las tengo listas, ellos vienen y la ponemos con algo de cemento o con algún clavo- me dice mientras me muestra la próxima en el inventario del mural “Gracias Rosa Mística por traernos”, no más.
Pero lo de las gracias también tiene sus tendencias y sus tiempos. Poco a poco se imponen los plotters en los que se aprecian los mensajes en letras de imprenta y el rostro full color de la Rosa Mística. Esos no se pegan en los muros, sino que están como los avisos nomepiselagramaporfavor regados alrededor de los jardines, como un símbolo de que los tiempos cambian señores, pero la fe permanece intacta.
Y están, en el otro lado, los que no tienen con qué pagar una placa o un plotter, y hacen su propio ejercicio de gratitud. El mejor ejemplo de que no importa cómo, pero hay que dar las gracias, está en uno de los árboles. Es un pedazo de madera, con una inscripción artesanal y burda hecha con una navaja, sin hacer caso de la ortografía y donde se evidencia, tal vez, el origen de la petición: “Gracias Rosa Mística por el favor concevido”.


De Lourdes a Mística
Son las seis de la tarde del domingo. En el occidente de la ciudad un bloque denso de nubes anuncia un aguacero monumental. En la gruta, mientras tanto, sólo se siente una tranquilidad ajena al ruido de Medellín.
Hay varias parejas rezando. Bueno, las que rezan son las mujeres. Ellas recitan cada una de las ave marías del santo rosario, suspiran cada letanía con devoción, mientras que los hombres miran hacia otra parte, buscando a la Rosa Mística en la avenida de El Poblado o en los asientos desordenados de cemento o en los árboles que rodean la gruta.
Alba también se acuerda de los tiempos de la Inmaculada Concepción. Un día, la imagen de la niña Bernardita que acompañaba a Nuestra Señora en la gruta desapareció -según Alba debido a fuerzas oscuras- y fue imposible encontrar en Medellín una imagen que la reemplazara a cabalidad.
-Entonces, después de mucho buscar, un señor decidió que mejor era convertir la imagen a la Rosa Mística, que era otra devoción mariana, aunque menos conocida-.
Se procedió al cambio: le pusieron las tres rosas, una blanca, una roja y otra dorada en el pecho -que significan, según lo dicho por la misma Rosa Mística, en su orden, oración, sacrificio y penitencia- y le cambiaron el azul claro tradicional del manto y el cinto por un amarillo opaco.
Esta historia desvirtúa por completo una leyenda que sobrevivió a su propio origen. En los corrillos de Medellín, como muchas cosas que se comentaron en los corrillos de la ciudad, se explicaba, como se intentaron explicar muchas cosas en Medellín durante esos años oscuros, que esa imagen la había mandado a poner Pablo Escobar.
-La gente pensaba que la había puesto él porque era la época de su apogeo cuando la imagen comenzó a ser reconocida como milagrosa. Pero no la puso Pablo. La puso otra señora- dice Alba mientras terminaba de arreglar la camisa.
La verdad es que sí hay algo de Escobar en el asunto, pero de una familia, dueña de la tierra llamada Aguacatala en los años de la república bucólica de Antioquia a principios del siglo pasado. En esos tiempos remotos, la Familia Ángel Escobar decidió poner una imagen de Nuestra Señora de Lourdes en la mitad de sus dominios, como muestra de su devoción y agradecimiento.
Esa misma familia, para que no quedara duda de su entrega a la causa, donó los terrenos donde se construyó, muchos años después, la parroquia de Santa María de los Ángeles, famosa porque en su iglesia se casan las parejas que no quieren o no pueden hacerlo en la pasarela de la Catedral de Cartagena.
La prueba de todo esto es la placa fundacional de la gruta. No está hecha en mármol, sino en yeso y aunque los años se llevaron varias letras, se puede leer “En reconocimiento y gratitud de María Escobar de Ángel para sus fieles sirvientes Eliseo y Juan Villa quienes durante quince años cuidaron y adornaron la Virgen de la gruta. Sep. 24 de 89”.

Devoción mundial
“Gracias Dios mío y a tu mami por calmar mi dolor”. El aguacero nada que se precipita sobre Medellín. A la entrada, junto a un par de policías que llegan al lugar para tomarse un tinto, está un par de mujeres, que ya rezaron y pidieron, y también se toman un tinto.
Ninguna de las dos confiesa lo que vino a encomendar y es entendible. Aquí se viene a pedir de todo, pero también, todo queda entre los atribulados y la Rosa Mística. Es un pacto implícito de confidencialidad. Una de ellas, para no hacerme perder la pregunta, me da otra razón para venir: la paz.
Miro hacia la gruta y es imposible sentir otra cosa de este lugar, reina la total serenidad del universo. Me acerco para ver la Rosa de primer plano. Es una imagen delgada, en la que sobresale un rostro apacible. La gruta es negra, las placas y las piedras están cubiertas de una gruesa capa de hollín producida por las veladoras que se queman y se han quemado durante estos 20 años a sus pies, mientras que Ella, haciendo un homenaje a su predecesora, permanece inmaculada y blanca –Tal vez porque sea un milagro inexplicable o es el resultado de una labor diaria de limpieza, no lo sé- con las manos en signo de oración, en el pecho, las tres rosas y tres camándulas enormes que le cuelgan del cuello.
Pero es más que una imagen. La Rosa Mística es una devoción mundial. Según cuenta la historia –y los blogs y algunas otras cosas en Internet- nació a partir de una supuesta aparición -no estamos en la tarea de dar veracidad a esos hechos- sucedida en Italia en 1947.
Se le apareció a Pierina Guilli, una devota enfermera, quien afirmó que una mujer con un velo blanco, tres espadas atravesando su corazón y tres rosas en el pecho, se le presentó en la capilla del hospital donde trabajaba. Ella asustada, le preguntó a la señora quién era y qué deseaba. “Soy la Virgen María, la madre del Señor y deseo que el 13 de julio de cada año sea dedicado en honor de Rosa Mística”, ordenó en aquella ocasión.
Desde ese instante la imagen comenzó su peregrinaje de apariciones por el mundo. Según registro de sus seguidores, hay personas que aseguran haber visto a la Señora con las tres espadas atravesadas y las tres rosas en países como Venezuela, Panamá, Perú y Guatemala. Además, con el tiempo y de manera oficial, se convirtió en la patrona de las vocaciones sacerdotales, gracias a que, según la misma aparición, una de las espadas que le atraviesa el corazón simboliza la pérdida de los servidores en la Iglesia Católica.
Así que lo de las rosas no fue nada improvisado. La fe construye en el desierto. Casos similares en el mundo, y a mayor escala, se ven en todas las latitudes: Medjugorje en Bosnia o la Virgen de San Nicolás en Argentina son apariciones que no han sido admitidas por el Vaticano, pero eso no le importa a la fe. De una cruz abandonada se pasa a una iglesia monumental. Hay que pedir y hay que dar gracias. De ese modo se levantan los santuarios.


La niña
Y el camino es recorrido por los milagros. Sin milagros, tampoco hay santuario. “Gracias Rosa Mística por curarme este cáncer”. Ya no es domingo. Es martes en la noche, hora de la peregrinación, de la misa de siete que empieza cumplidamente. Las veladoras agolpadas en los pies de la Señora marcan el ritmo de la gruta, atiborrada de gente. Antes del introito del sacerdote, Magdalena, una de las ayudantes, lee las intenciones para la celebración: Que fulanito pide que pueda vender la finca, el otro que pueda vender la casa, que a sutanita le concedan la visa, que Pedro pide por su sobriedad y por su salud.
Por unos momentos pienso que la Rosa Mística no hace milagros, sino favores. Pero es un pensamiento fugaz. En la mitad de la misa, una joven, muy chic, vestida a lo París Hilton, con perrito en un bolso y todo, se levanta y se ubica frente a la imagen. Lee algo en un folletico, después cierra los ojos y se pone el folleto en la cabeza. Así durante un rato. Cuando podemos hablar, me cuenta -mientras Chanel, un terrier yorkshire diminuto, intenta salir del bolso- que ella es muy devota de la Rosa Mística desde hace algunos años porque la saco de la drogadicción.
-Así que cada vez que puedo, me vengo para acá, le rezo por mí y mi familia. Yo estoy muy agradecida con ella- me dice tomando con suavidad una de sus trenzas.
Es el día de San Andrés, el primer apóstol. Al lado de la dulce Barbie de trenzas está una niña de 12 años. Su madre, Eunubia, se acerca cuando me ve con la grabadora de periodista en busca de milagros. Cuenta que su familia es un testimonio del poder de la Mística: sus lágrimas de sangre curaron a su hija del lupus.
-¿Perdón?-
-Si, la sangre de Nuestra Señora me curó la niña.
Me cuenta que hace dos años a Carolina le comenzó un malestar en todo el cuerpo al que se le añadía un fuerte dolor de huesos, fiebre y tos. Fueron al médico después de varias noches de martirio y el diagnóstico fue claro: lupus, una enfermedad que afecta los tejidos del cuerpo atacando el sistema inmunológico y que hasta el día de hoy es incurable. Inevitablemente a Carolina había que hospitalizarla y someterla a una tortura de corticoides y antipalúdicos, drogas desastrosas para el metabolismo de una niña de 12 años.
-Caro estaba muy mal- dice la madre. Yo miré a Carolina para confirmar lo mal que estuvo y ella, en medio de un rostro pálido, me confirmaba su supervivencia – entonces me contaron de la imagen que lloraba sangre en el barrio San Javier.
La imagen era de la Rosa Mística y se había vuelto famosa en esas zonas porque según los vecinos, la imagen lloraba sangre y una señora se encargaba de curar a los enfermos con esa sangre . Eunubia le contó su historia. La señora solo le pidió que le llevara la niña.
En la casa de la señora y con la Rosa como testigo, le hicieron el tratamiento a la niña, basado en oraciones y untadas de algodón ensangrentado por encima del cuerpo. La primera noche, Carolina tuvo un amanecer complicado de fiebre y escalofríos.
-Pero cuando despertó me dijo que estaba bien- relata Eunubia mientras enciende su veladora morada- Y desde ese día no hemos tenido que volver a hospitalizarla para nada.
Otra placa más. Poco a poco la gente que no viene a pedir se va retirando y quedan apenas unos pocos que se acercan a la lumbre de las veladoras. Tal vez piensan que entre más cerca de la Señora, más cerca se está del milagro. Los ojos piden, mientras el corazón espera.
“Gracias Rosita por el negocio realizado”, la noche se va en prender cada uno su veladora y pedir. No hay ruido, sino una oración interna, todos los que están allí la miran con una cara como cuando se mira un jefe para pedir un aumento o cuando se mira a un agente de tránsito cuando es inminente la multa, pero con cariño. El cariño se nota. El agradecimiento se nota. La fe se nota. O si no, esta sería otra historia de una gruta abandonada, de una devoción olvidada. De un pedazo de yeso sin alma.