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Imagen Támara Natalia Millán "Dolor".
Se escucharon tres disparos. Después solo hubo un silencio en la sala donde estaban la abuela y tres tías. Ninguna de las tres reaccionó, solo se miraron entre ellas hasta que sonó el teléfono. Parecía un grito de auxilio que se repetía. El sobrino, que entraba la sala a preguntar por los tres disparos, levantó el auricular y contestó. Algo le dijeron casi a los gritos, tan alto que se podían escuchar los alaridos al otro lado de la línea. Después colgó. Todos en la sala sabían muy bien qué le habían dicho al sobrino y la razón de los tres disparos, pero nadie pronunció una sola palabra. Fue un mutismo prolongado que solo fue capaz de resolver la abuela.
-Qué paso Mijo- preguntó.
-Le dispararon al tío Víctor en la esquina-dijo pasmado-se lo llevaron para la clínica.
Lo que siguió fue una carrera trepidante por la calle de la casa, la esquina, pasar por encima del charco con la sangre del tío Víctor, subir por Ayacucho y llegar hasta la Clínica. En la puerta de la entrada a urgencias, todos se detuvieron. Aguardaron hasta que llegara el tío Jorge, el cómplice de su agonía de amor en los últimos meses y la única persona que tendría la serenidad para ingresar en esa sala siniestra y enterarse de la situación. No tardó mucho, los miró a todos a los ojos, sabiendo muy bien que esto estaba cantado, que nadie debería estar sorprendido, pero también sabía el tío Jorge, que nadie quería admitir que iba a ocurrir algún día. Después levantó la cabeza, ingresó a la sala y desapreció por la puerta móvil de la clínica.
Durante la espera, todos, mirándose pero sin decirse nada, comprendían que este era el final natural para todo lo que había pasado en las últimas semanas de vigilia, pero todos, animados por la fraternidad, esperaban un milagro del cielo que acabara con su tortura y su final fuera un apacible dejar de respirar por la vejez. Sin embargo, tal vez, pensó el sobrino, el milagro verdadero era este.
Pero la agonía de amor de Víctor no comenzó con Sonia, aunque la familia entera la culpara de eso . Su tragedia se inició hace 20 años, cuando estudiaba en la Universidad. Víctor era el hermano mayor de una familia de 10 hermanos, seis mujeres y cuatro hombres, que crecieron felices contra la adversidad de la pobreza. Él, el mayor, siempre se destacó por sus calificaciones sobresalientes y un espíritu de ángel de la guarda reconocido en todo Milagros. Famosas eran sus reuniones llenas de música y alegría en la casa de los Valencia, en la esquina de la 32. Amado por las mujeres y bendecido por los maestros de las escuelas, cuando se graduó de bachiller con honores una empresa textilera le otorgó el privilegio de darle una matrícula de honor en la Universidad de Antioquia. Era la gloria de un barrio que nunca tuvo gloria.
En la universidad, sus años de dificultades lo influenciaron para pelear por un mundo justo, solidario y equitativo donde las clases desaparecieran. Comenzó a asistir a las Asambleas Generales y se convirtió en el músico de un movimiento estudiantil incipiente, pero lleno de energía para alborotar. Durante las noches en la Universidad, se la pasaba componiendo coplas nuevas sobre el movimiento y la ilusión de ese mundo sin imperios, ni policías. Su inteligencia la desplegó en ese movimiento y los estudios. Mantuvo la beca por tres semestres más. Sin embargo, en ese tercer semestre, después de la desaparición de un estudiante, el movimiento se alborotó y obligó a cerrar el campus. La policía de inmediato rodeó el lugar y comenzó a la presión contra las piedras y las papas explosivas que los estudiantes lanzaban. La batalla se prolongó. En el interior, Víctor permanecía con sus compañeros gritando arengas y frases en contra del establecimiento y denunciando la desaparición de Santiago Castañeda, hijo, hermano y amigo. Sin embargo, al tercer día de enfrentamientos, la policía logró romper el cerco impuesto por los estudiantes e ingresó a la universidad. Víctor huyó junto a otros dos amigos por lo salones perseguido por dos agentes que los arrinconaron en el salón de música. Al verse sin salida, frente a la mirada amenazante de la autoridad, la que habían jurado derrocar en sus canciones de media noche en la Universidad, la única alternativa para evitar la represión fue lanzar lo primero que se encontró a la mano: un triangulo musical.
Los dos policías apenas esquivaron el instrumento, arremetieron contra él, dejando escapar los otros. Lo que siguió fue una golpiza brutal, descargaron el aborrecimiento reprimido durante tres días de explosiones, gritos y persecuciones. Le pegaron en todas partes, en las manos, en las rodillas, en el estómago, en la cabeza. En la cabeza. Repetidamente, un golpe detrás del otro. Con saña, con odio, como si en abrir esa cabeza estuviera el fin de esa revolución juvenil que quería cambiar el mundo y ellos, hombres de autoridad, tuvieran en sus manos la misión de ponerle fin. La sangre cubrió el rostro de Víctor mientras perdía la conciencia. Cuando el cuerpo dejó de moverse para repeler el abuso, los dos policías lo abandonaron allí.
Durante dos días, la abuela no supo nada de él. Ella conocía las actividades en la universidad y Víctor la llamó desde los teléfonos públicos. Sin embargo, a la segunda tarde, cuando la Policía dio parte de victoria por la radio, ella no aguantó más y salió para el campus. Aunque estaba sugestionada por los boletines de radio que daban informes sobre estudiantes muertos, fue una fotografía la que agrió su corazón: en la primera página de El Colombiano, un joven, casi muerto, iba llevado por dos estudiantes más, hacia un lugar incierto. El pie de foto decía que la intervención en la Universidad en la tarde había sido una masacre. Ya en la entrada nadie supo darle razón de su hijo mayor. Fue a los hospitales y tampoco. Finalmente fue a la Policía. Allá se le presentó al Teniente Martínez y ella, con la dignidad de los años y de los hijos bien criados, le dijo con gravedad, pero sin perder el respeto:
-Mi hijo se llama Víctor Valencia y es estudiante de la Universidad de Antioquia. Si usted lo tiene aquí, tenga la amabilidad de devolvérmelo-.
-Y eso como porqué-
-Porque no es un criminal-
El teniente Martínez revisó los archivos y no encontró a ninguno con ese nombre. Al ver la cara de angustia de la abuela no quiso ser más piadoso, sino, en cambio, más realista.
-Pues yo creo señora, ya que fue al Hospital, que le va tocar mirar en Medicina Legal-.
El comentario no la amargó. Caminó hasta la morgue, sabiendo, como sólo lo saben las madres que su hijo no estaba muerto. En ese lugar le mostraron los cuerpos más recientes, desde la última vez que habló con él y ninguno se parecía a Víctor. “Lo sabía”, le dijo a una de sus hijas que no la desamparó en esta caravana de incertidumbre. Sin embargo, eso no resolvía el problema: Víctor continuaba desaparecido. Al no saber nada de él, lo único que quedaba en esos momentos era esperar, lo que se antojaba para la abuela como algo insoportable. Cuando llegaron a la casa, uno de los compañeros de Víctor, que estaba en la casa desde el inicio de las hostilidades, se le acercó a la abuela y le pidió hablar a solas.
-Doña Carmen, yo sé dónde está Víctor. Solo le puedo decir que esta vivo-
-Dónde está mijo, donde tienen al muchacho- le replicó la abuela-
-No le puedo decir, doña Carmen, es muy peligroso-
-Me decís ya dónde está, pues o el desaparecido es otro-
El joven la condujo hasta Policlínica y presentándose con un nombre falso, le dejaron llegar a hasta la sala de observación donde esta Víctor, con el rostro hinchado, la cabeza cerrada con hilos, pero vivo. Durante un mes la peregrinación de amigos no cesó en el hospital y cuando por fin lo dieron de alta, las calles de Milagros se cerraron por un día, para darle la bienvenida a la vida al querido Víctor con una fiesta sin precedentes. Sin embargo, cuando se apagaron los flashes del entusiasmo, sus hermanos y la abuela comenzaron a darse cuenta de los efectos de la paliza de esa tarde: el amable ser humano que se convirtió en la esperanza de un barrio entero, ahora era un pesimista sin alegría, que había dejado de sonreír para siempre. Poco a poco, el recuerdo de la golpiza lo fue postrando en un sillón. Abandonó la universidad, a pesar de los ruegos de sus compañeros y de la propia abuela que le pedía que no hiciera perder la ilusión de una anciana. “Mamá, usted no es una anciana, déjese de bobadas”, le respondió. Prefirió conseguir un trabajo, ganar lo suficiente para pagarse los cigarrillos que se convirtieron en su nuevo vicio y olvidarse para siempre de la universidad. Tampoco volvió a la música, la guitarra se transformó en un adorno de la casa y poco a poco se volvió uno más, en alguien que cruzaba la esquina, que tomaba dos veces al día el bus en el centro y que ocasionalmente, los viernes en la noche, se emborrachaba con cerveza.
La vida lo llevó a Venezuela y le regaló dos hijas preciosas. Pero allá se acabó el petróleo. Y acá se le acabó el matrimonio. Cada día, mientras intentaba rescatar su vida antes de irse, las peleas con su mujer eran más frecuentes y la relación se convirtió en un conflicto insostenible. Víctor, en un armisticio injusto, debió abandonar su casa para volver junto a la abuela. Allí se refugió en la cuarto superior y se encerró como un brujo medieval a consumirse en su propia ansiedad. Cada ocho días, sus hermanas y los sobrinos que siempre habían recibido de él una palabra amable, lo veían pasar como si fuera un espectro, un agente inmaterial que atravesaba la sala, únicamente para pedir el encendedor. Un día, por intercesión de la abuela, uno de los tíos le ofreció un puesto como vendedor de pilas en los pueblos. Él aceptó porque no le quedaba otro remedio y comenzó a recuperarse de él mismo. Las salidas a los pueblos le oxigenaban la cabeza. Cada ocho días, se iba con sus dos hijas por distintos lugares de la ciudad, intentando recuperar la niñez que se desapareció entre las peleas con su mujer. Volvió a sonreír y algunas noches, lo escuchamos de nuevo colgándose la guitarra, recordando vagamente algunas notas.
El arrebato le continuó durante otros meses. En la mitad de ellos conoció a Sonia. Fue una noche, en un restaurante de carnes asadas a dos cuadras de la casa de la abuela. Ella estaba allí, sola. Víctor fue con Jorge y con el sobrino y entonces cuando menos lo pensaba, ella estaba sonriendo. En ese momento, volvió a perder la razón. De alguna manera comprendía que en su vida desafortunada, una sonrisa era algo más que merecido y suficiente. Y necesario. Así que solo tuvo que volver a sonreír para conseguir lo que parecía le era ajeno desde hacía muchas noches, una compañía.
Poco a poco comenzó a frecuentarla. Poco a poco, comenzó a irse de la casa. Primero fueron los fines de semana, después las visitas iban hasta el miércoles y de un día para otro, se despidió de la abuela con dos maletas “Bueno, vieja, me voy para donde Sonia”. Al fin de semana siguiente la trajo para la celebración del día de la madre. Todos la recibieron con amabilidad, pero con la certeza claridad que a todos les inspiraba la misma desconfianza. Sonia no era ni hermosa, bien podía pasar por el frente de un edificio en construcción sin recibir ni un piropo de piedad. Pero lo que más les preocupaba era la obstinación de Víctor en hacerles creer que era feliz. Hablaba de sus proyectos conjuntos, de la nueva esperanza de vida que le había traído esta mujer sin gracia que presentaba como su salvación, cuando se notaba que él único que sabía que estaba en una relación era él. Y lo entendieron, entendieron que a su edad cualquier caricia fuera suficiente para creer que era algo similar a la felicidad o que, una caricia fuera suficiente para creer que podía ser feliz. Ella estuvo allí durante una hora, la niña si apenas jugó con los sobrinos más pequeños, mientras las verdaderas hijas de Víctor lo miraban con un justo desprecio por la humillación a las que estaban siendo sometidas.
Esa fue la última vez que la familia volvió a ver a Sonia. Las visitas de Víctor se limitaron a algunos almuerzos ocasionales. La abuela aprovechaba para preguntarle por él, por las niñas y algunas veces, por Sonia. Él respondía parcamente a todo “Bien mamá, todo marcha sobre ruedas”, la besaba en la frente y salía por la puerta. Pero un día, al medio día no llegó Víctor, sino Juan, el hermano menor y con el rostro totalmente atribulado, tomó del brazo a la abuela y se la llevó para la sala de la casa. Allí, después de varios intentos , le dijo, de la mejor manera, que Víctor había desfalcado a la empresa por 12 millones de pesos y había sido despedirlo por abuso de confianza.
-Y Víctor en que se gastó esa plata por Dios?-, preguntó la abuela.
-No se, pero tampoco tenía como devolverla- respondió Juan.
-Y dónde está-
-Me imagino que donde Sonia-
La abuela quedó en las tinieblas. Durante todos esos años, a pesar de la crisis, de los malos momentos, de las dificultades, Víctor siempre se había mantenido en el límite de la moral y la dignidad. Ahora, en medio de la desaparición, traspasó el único umbral que le faltaba: el de su propio respeto. Y el de su familia. De inmediato se pusieron a buscar a Víctor para que diera la cara. Llamaron a las dos hijas para preguntarle el teléfono de su papá, pero Lorena, la menor le dijo que no lo tenía.
-Y sabes donde está él- preguntó la abuela
-No abuelita, hace dos semanas que no hablamos con él-
Por unos segundos, la abuela cerró los ojos. Los cerró duro y todo se oscureció. Pensó en esos primeros días, cuando lo tuvo en los brazos, un pedazo de huesitos que lloraba sin césar, que era feliz con los sonidos que le hacía el abuelo Fidel, que lo quiso desde el primer día hasta que se murió, antes de verlo graduado de bachiller. Pensó en los días radiantes de las fiestas en la casa y como le agradaba escucharlo cantar los boleros que el viejo Fidel le enseñó cuando era niño. Cerró más los ojos y buscó en su corazón de madre un motivo para calmarse y no lo encontró. Supo cuando ya le ardían los ojos por la presión de los párpados y las lágrimas de dolor, que su hijo mayor iba a ser el primero que iba a enterrar, que esta vez no iba a sobrevivir otra vez como en la universidad, que esta vez no habría la piedad de los bolillos, sino que se lo matarían en la esquina, como a un perro, como mataban a los hijos de Milagros en Medellín.
-Jorge- llamó la abuela con urgencia-
-Si mamá- respondió el tío.
-Se me va ya y me busca a Víctor. Donde sea-
- Si señora-
Durante varios días, Jorge buscó por todas partes a su hermano, pero no lo encontró. Fue hasta la casa de Sonia, pero allí nadie le dio razón de ella ni de él. Solo un vecino le confesó que había visto a Victor salir de la casa con dos maletas caminando hacia lo profundo del barrio. Al quinto día de búsqueda infructuosa, Víctor se apareció en la puerta, flaco, maltrecho, sucio y con las dos maletas en la puerta de la casa. Le abrió el tío Jorge.
-Jorge, no le digas a mi mamá que estoy acá – le pidió con el rostro demudado por la angustia y la escasez- Necesito que me prestes 20 mil pesos.
-Solo tengo 10 mil- respondió Jorge, mientras la abuela se asomaba por el balcón, veía a su hijo mayor, corría por el corredor de durantas y helechos, bajaba las escaleras y se lanzaba sobre los brazos mugrientos de Víctor.
-Víctor, por amor a Dios, dónde estabas-
-Por ahí... Vea mamá, yo no vine a molestarla, yo solo vine...
La abuela no lo dejó terminar, tomó las maleta y mientras le daba una a Jorge, se volteó y le dijo: “Vea Víctor, déjese de disculpas. Aquí no las necesita, esta es su casa”. Esa noche, las hermanas y los sobrinos lo recibieron de nuevo con la misma alegría de la primera vez. Las hijas lo perdonaron en un abrazo de lágrimas que se extendió en una parranda fraternal hasta las cinco de la mañana. Sin embargo, la abuela, que lo miraba a cada instante durante esa primera noche, sabía que su hijo estaba condenado por el amor y que de alguna manera u otra, pronto se iba a morir de eso.
Víctor no tardó a acostumbrarse a la nueva rutina. A pesar de la deuda enorme, se comprometió a pagar hasta el último centavo. Consiguió un trabajo de medio tiempo en Empresas Publicas y poco a poco, se convirtió en un pedazo más de la casa de la abuela. Pero nadie lograba saber lo que había ocurrido desde el momento en que lo despidieron del trabajo de vendedor hasta que regresó como un pordiosero. Solo una noche se pudo descifrar el misterio. Víctor le confesó a Jorge que cuando le contó a Sonia que lo habían despedido del trabajo, ella lo despidió de la casa con el argumento que ella no iba a mantener a nadie y menos a un desempleado viejo e inservible. También le confesó que los 12 millones de los había gastado en la remodelación de la casa de Sonia y en el estudio de la niña. “Todo ese esfuerzo, para que me echara así”, le dijo llorando. De alguna manera Jorge y la familia lo comprendierony cuando se enteraron de todo, que las cosas se originaron en la escasa fortuna de su vida y de las poca probabilidades que le quedaban para el amor. Estaba condenado, con su pobreza, con su cabeza rota, con su desafortunada manera de tomar sus decisiones, en estar solo y esa mujer, de la nada, le ofreció una miseria que parecía la felicidad y él se enganchó a ella para siempre.
-A esa edad, por amor se hace cualquier cosa-dijeron todos.
- O por un polvo, que a esa edad, es casi lo mismo- dijo sin inmutarse la abuela, indignada con el relato.
Los días pasaron con normalidad. Víctor llegaba del trabajo, descansaba un poco y a las seis de la tarde, sin falta, se arreglaba y salía para la esquina, perfumado y en perfecto orden. Muchas veces el sobrino se lo encontró allí, con una Tutifruti en la mano, buscando por las ventanas de las busetas que ascendían por Ayacucho ese rostro que lo atormentaba. La ansiedad de no encontrar lo que estaba buscando lo fue consumiendo poco a poco. Ya las salidas eran más prolongadas y cada vez que regresaba, su rostro estaba desfigurado en la expresión, sus labios cerrados, sus ojos pesados como cayendo por un abismo y una total sensación de derrota en su cuerpo.
Un día llegó a la casa con un brazo enyesado. Mientras realizaba un trabajo en un poste de luz, la escalera en la que estaba trepado, cedió y cayó. El accidente le dejó el antebrazo partido en dos. La incapacidad le duró un mes, lo que fue peor para su estado de ansiedad incontrolable. Aumentó la dosis de cigarrillo y café, se pasaba las noches en vela, asomándose por el balcón, saliéndose por la terraza, intentaba pintar algo con un carboncillo en los papeles viejos de la casa. Era un rastrojo de una vida desafortunada, que no conversaba, sino que buscaba, que escarbaba en la memoria las razones para volver. Se lo dijo varias veces a Jorge en esas noches de insomnio, que quería volver a verla, pedirle una explicación y también una segunda oportunidad. Quería volver a sentir la piel cálida de una mujer excitada, quería besar los labios comprados de esa Sonia que cumplía con todos los requisitos que necesitaba para ser feliz: culo, tetas y chimba. No necesitaba más. Y lloraba, lloraba sin lágrimas, lamentándose por esta vida de mierda que se salió de las manos desde que dejó de moverse después de la paliza de los uniformados.
Una noche, tardándose más de lo habitual, Víctor llegó a la casa como si acabara de correr una maratón, siguió derecho hasta su cuarto, sin saludar a nadie. Jorge lo siguió y se lo encontró en el borde de la cama, sin poderse estar quieto, transpirando, agitado, exaltado por algo o por alguien. “Qué pasó viejo, estás bien”, preguntó el hermano.
-Fui hasta la casa de esa hijueputa y volví mierda todo-
-Cómo viejo-
Y le contó. Le contó que subió por todo Ayacucho, hasta la casa que él renovó con los dineros que no eran suyos y le exigió que le diera la cara. En vista de la negativa de su antigua amante, él procedió a destrozar los jardines, las ventanas y a rayarle la fachada con los restos de los vidrios. Cuándo ella salió para pedirle respeto, procedió a destrozarle la cara con un golpe, a patearla, a recuperar su dignidad, dejando la de ella por el suelo.
-Se lo merecía esa hijueputa- dijo llorando, gritando, sin poder calmarse todavía.
-Negro, por Dios- respondió Jorge- Qué hiciste
Entonces, después de muchos años, después de calmarse y sentarse en el borde la cama de nuevo, sonrió. Fue una sonrisa fugaz que se desvaneció en el aire. Jorge también se rió y se quedaron toda la noche emborrachándose y en la mitad de la alborozo, Víctor le remató la faena.
-Y sabés que me dijo la hijueputa esa cuando se levantó- dijo Víctor abrazando a Jorge- que me iba a matar. Que esto lo pagaba con la vida. Ah? Qué tal la bandida esa.
A él y a Jorge les pareció una respuesta más. Una reacción natural a semejante partida de jeta. Como todos los días, este viernes, Víctor salió a las seis de la casa, se parqueó en la esquina con su Tuttifruti y cuando menos lo esperaba, un tipo se bajó de una moto, sacó un revólver, le apuntó a la cabeza y le dijo que lo iba a matar porque a las mujeres no se les pega hijueputa. Según la señora de la esquina, Víctor reaccionó y alcanzó a forcejear con el sicario, pero su brazo derecho, el mismo que se había lastimado en el accidente, no resistió la pelea y liberó el brazo del atacante. Le metió tres tiros, los mismos que escucharon en la sala de la casa.
-Ahora levántate pues hijueputa-
La espera tardó media hora. A la sala de urgencias había llegado las otras hermanas, sus hijas y la abuela, que a pesar del empeño de la hija mayor, se había negado a quedarse en la casa sin saber la suerte de su hijo. Jorge atravesó la puerta y los miró a todos. Estaba llorando y todos comprendieron que el final de la tortura había acabado, que el querido Víctor, que a pesar de sus problemas y sus tragedias, era un Negro querido que todos adoraban como cuando era aquél ser lúcido y brillante del colegio y los tres primeros semestre de la universidad, por fin descansaba en paz. Al final los ojos de Jorge se posaron encima del rostro de la abuela y sin poder contener el llanto le dio la noticia que todos estaban esperando.
-Má, Víctor está vivo-