lunes, 15 de febrero de 2010

En las entrañas del gigante




Artículo publicado en El Colombiano el 14 de febrero de 2010

Fotos: Juan Antonio Sánchez

Y pasa que las ciudades no escogen sus símbolos: la torre Eiffel fue un armatoste de metal construido para la exposición universal de 1889, en París, y se quedó para siempre; la Estatua de la Libertad fue un regalo a Nueva York del gobierno francés y sigue, desde 1886, imbatible con su antorcha y su libro. Las ciudades no escogen sus símbolos, simplemente pasa. A Medellín, en esa repartición de destinos, le tocó el edificio Coltejer.

Ahí está, desde 1972. Un emblema de 36 pisos, 18 mil metros cúbicos de concreto, 2.000 visitantes diarios, 760 escaleras, 40 pararrayos, seis tanques de almacenamiento, nueve ascensores, tres sótanos y un nacimiento de agua.

Pero también el lugar de encuentro, el lugar que más de uno ha utilizado para orientarse en el centro. El símbolo, el referente, la señal definitiva de que ya estás en Medellín.

Además de los 175 metros sobre los que se levanta en el aire, el Coltejer sigue 13 metros bajo la tierra. Ahí, enterrados en la mole de concreto, están los tres sótanos.

Dos de ellos son dedicados a los parqueaderos. En el tercero, sin embargo, se puede encontrar el motor del aire acondicionado -que parece un animal enjaulado que brama de furia- y los tanques que son surtidos en parte por el nacimiento de agua que se encuentra en un rincón de este lugar.

En las entrañas del gigante, nos encontramos a Marco Fidel Valencia. El hombre camina, explica, señala, sabe cada secreto, cada proceso lo controla a la perfección. Él es el jefe del almacén, pero ante todo es el teniente-bombero del edificio.

"Hace seis años, debido a una humedad en una pared, se decidió contratar a una empresa que maneja ese tipo de necesidades. Cuando fueron a hacer los trabajos, la pared vomitó el agua y desde entonces no ha dejado de brotar".

Al mes, el nacimiento surte 1.500 metros cúbicos que, después de un minucioso proceso de potabilización, sirven para completar la cuota mensual de consumo de agua en el Coltejer: 2.700 metros cúbicos.

-No sabemos bien de dónde viene, pero ahí la tenemos y nos ha servido mucho- dice.

Del sótano subimos al piso 19. En uno de los renovados ascensores, el cambio de altura se percibe en los oídos y una leve sensación de vértigo aprieta el estómago. Entonces pienso en los que se encaraman en esos andamios imposibles, a pintar y limpiar el edificio: ¿cómo se sentirán?

Parece que alguien estaba pensando lo mismo, porque pregunta cuántas ventanas tiene el edificio. "El Coltejer tiene 3.600", responde Juan Guillermo Graciano, un hombre moreno, tranquilo, de ademanes prudentes, que no duda con el dato.

-¿Y usted cómo lo sabe?

-Porque yo soy el que los limpia.

Graciano, un licenciado en idiomas, después de un viaje a Estados Unidos descubrió una técnica que le ha servido para limpiar, pintar y sellar las ventanas y fachadas de 40 edificios de Medellín, entre ellos el Coltejer: el alpinismo.

La técnica consiste en deslizarse por una cuerda, estilo rappel, desde lo alto del edificio hacia abajo, mientras se les pasa jabón y agua. "El Coltejer es uno de los edificios más fáciles de limpiar y hasta de pintar. El único requisito es no tener miedo a las alturas".

Pero me aclara, sin alterarse, que él limpia. No desmancha. "Al edificio lo dejaron coger ventaja con los residuos calcáreos. Ahora -sostiene- es muy difícil sacarle esa tonalidad blanca que está pegada a los vidrios".

Las ventanas se acaban en el piso 34, con dos inmensos miradores, que la gente confunde con los ojales de una aguja. Raúl Fajardo, uno de los arquitectos responsables del diseño, recuerda que esas ventanas no estaban en la idea general.

"Cuando entregamos los planos finales -recuerda Fajardo-, el presidente de Coltejer, Rodrigo Uribe Echavarría, nos dijo que si íbamos a construir un edificio tan alto, había que aprovechar la vista".

Entonces se hicieron los ventanales en lo que antes era la oficina de presidencia y hoy es el salón Carlos Ardila Lülle, que es un pasillo elegante y bien decorado que sirve como lugar de reuniones cuando el "doctor Ardila" está en la ciudad.

Y sobre el salón, entonces están las puntas. Esas dos bateas o cuchillas, como se les dice en el interior del edificio, hacen la diferencia. Allí funcionan el salón de máquinas, donde se controlan los ascensores, las antenas de comunicación y las ya famosas banderas.

Según Álvaro Henao, administrador del edificio, las banderas de Antioquia y Colombia en lo alto son una orden que viene desde el mismo Ardila Lülle. "Allá arriba siempre tienen que estar las dos izadas", dice. Las hace Yolanda Muñoz. En su tallercito de su empresa Banderas y Afines las teje con tela de apolo, refuerzo en las puntas y sistema de reatas, grilletes y otros aditamentos.

Su explicación: "tienen que hacerse de una forma especial, porque el rigor de la contaminación y el viento, las dejan inservibles en muy poco tiempo".

Poco tiempo son dos meses. Estas enormes banderas de siete metros por cuatro, se tienen que cambiar cada dos meses, y cada una cuesta 263 mil pesos. Así que cada cambio sale a 526 mil pesos. Todo por el orgullo nacional.

Desde arriba se observa la gente que pasa por La Playa y por Junín, diminuta, casi puntos que se mueven aleatoriamente sobre el asfalto. Mientras que cuando se observa desde abajo, lo que aparece es un gigante, que eligió a Medellín para ser su símbolo.

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