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Foto: Natalia Millán Valencia. Manos.
taba-miarte.blogspot.com
A las dos y treintitres minutos de la tarde supo que se estaba muriendo. Lo supo porque se lo dijeron, el doctor Penagos le dijo, Estanislao usted tiene cáncer y se esta muriendo. Entonces, con un sabor raro en la boca, miró el reloj para saber a qué hora exacta había comenzado a morirse.
Decidió caminar. Decidió que era hora de dejarlo todo, que el ánimo de su vida se extinguiera en cada paso como una consecuencia natural a esa noticia, qué ganas quedan de vivir cuando ya se sabe que uno se está muriendo. Siguió el andén, primero fueron las lozas de concreto, después fueron los glúteos generosos de una mujer y después fue a un cura, pero él no creía en Dios. Se detuvo y miró a su alrededor para enterarse donde estaba. Estaba en ninguna parte. Era una calle larga, llena de tabernas y bares, sin putas y algunos borrachos bailando de felicidad sobre la vía. Pensó en su próstata y no le importó, que le iba a importar si ya se iba a morir. Eligió, eso sí, el bar menos ruidoso. Una pequeña fonda de colores tristes que parecía sobrar de la calle. En la entrada había un venado disecado y en el interior un cuadro de San Roque enorme y chécheres pegados del techo: cámaras fotográficas viejas, bacinillas usadas, muñecos de trapo y machetes. Le llamó la atención un gallo de plástico, emplumado, con ropa interior y un reloj colgando del pescuezo. Se quedó mirándolo un buen rato. Era un armazón de plumas azules y naranjas con calzoncillos verdes. El reloj, paralizado, marcaba las 9 y 42 minutos.
- Marisol- dijo
Mientras observaba el animal, alguien se le acercó. Era el mesero, que le ofrecía una silla para sentarse y una mesa contra la pared de espejos.
-Qué desea tomar? Tenemos perico, tintico envenenado o guaro?-
-Un aguardiente doble, por favor- respondió Estanislao.
Un guarito. La última vez de licor fue hace 20 años, 24 de enero. Lo recordó bien porque ese día una ex novia lo llamó para contarle que estaba embarazada y que ese hijo era suyo. Se lo dijo para informarle, porque le parecía que tenía derecho a saberlo y además lo exoneraba de cualquier responsabilidad. Estanislao, que nunca pensó mucho para decir las cosas, le respondió que eso no sería así, que él asumía la responsabilidad que le correspondía y que si ella estaba de acuerdo, quería estar al lado de su hijo desde el primer aliento que tomara en el nuevo mundo.
-Está bien Estanislao, si lo quieres así, yo lo acepto-
Después de la llamada, se fue a emborrachar. Se lo dijo a todos los amigos ocasionales que se encontró en esa velada inundada por las gaitas y los porros, que esa era la última noche de copas, que un hijo merecía el sacrificio de dejar esta vida dispersa y bohemia, para concentrarse en un oficio decente. Bebió aguardiente hasta la madrugada, hasta la última botella que se la vertió un compinche desconocido en la boca, mientras él deliraba en el suelo.
-Un guarito doble- le dijo el mesero, le puso la copa a punto de rebosar y una ensaladita de uchuva, coco y naranja.
Observó la copa por unos segundos Porque tenías que ser tan tirana tirana ya no más, mi pobre corazón ya no te aguanta más Darío Gómez, directo al corazón y la rockola no para de tirar canciones tristes. Marisol, 9:42 a.m., a esa hora nació. Lo supo porque cuando la enfermera le dijo que era papá de una niña, miró el reloj y pudo leer con nitidez nueve y cuarentidos minutos. Las horas se le convirtieron en una obsesión desde el momento que supo que iba a tener un hijo. Sospechaba que con ese anuncio se había iniciado el conteo regresivo de su vida. Que cada cosa que hacía era la última vez: el último día del trabajo, la última vez que le hacía el amor, la última vez que leía el periódico. Entonces comenzó a mirar su reloj. No solo el suyo, sino el de cualquiera que se parara a su lado. Era un movimiento que había logrado afinar con los años. Buscaba el final del brazo y hasta que no leía con claridad ocho y cincuentaicinco, siete y diecinueve o dos y treinta, no quedaba tranquilo. También buscaba las horas en los relojes de pared, en las torres de las iglesias y en las cajitas desangeladas de las oficinas. Una vez, cuando pasaba delante de una tienda de relojes se sintió tan abrumado que comenzó a llorar. Pensaba que cada reloj le robaba segundos a lo que ya no era una vida, sino un pedazo de algo que se agotaba sin remedio y que la única manera de conjurar esa sustracción de espíritu era detener el tiempo que marcaban mientras los miraba. Pero todo era una sospecha nomás, una especulación de su corazón, un rumor sin confirmar, hasta ahora, hasta las palabras del doctor Penagos, Estanislao usted se va a morir y supo que no era una suposición, ya era una certeza, sí se estaba despidiendo, sí se había iniciado el conteo regresivo de su vida diez, nueve, ocho...
Siete. Se tomó de golpe el contenido de la copa. Por unos segundos le ardió la garganta y estuvo a punto de quedarse sin respiración, pero se sobrepuso al efecto cerrando los ojos y apretando las manos. Se arrepintió de todo eso, se arrepintió de intentar detener el recorrido de su existencia, de mirar en cada reloj la forma de estancar el paso de la vida. El aguardiente terminó de pasar, le calentó el estómago y pidió perdón. A él y a Marisol. La vio crecer desde lejos, mientras cazaba horas para guardarlas y después disfrutarlas con ella, con su ángel de ojos castaños. Pero ya no le quedaba nada, los minutos almacenados se esfumaron con un diagnóstico. Marisol creció con la certeza de que su padre era una estatua de hielo que se paraba en la sala de su casa a verla pasar, primero con sus juguetes, después con sus amigos, después con su novio. Marisol pensaba, lo había escuchado de su mujer, que la presencia de su papá en la casa era inútil. Pero no era así y en eso siempre hacía énfasis la mujer, Estanislao, fiel a su promesa, respondió por ella desde el primer respiro en el nuevo mundo. Esa explicación, que se repetía cada cierto tiempo, bastaba, al parecer, para soportar la presencia de esa estatua de hielo que se paraba en la sala a verla pasar. Solo hubo un momento de ternura. Una noche Estanislao llegó tarde de trabajar y vio a Marisol dormida en el sofá de la casa. Su pequeño cuerpo tiritaba de frío. La contempló durante unos segundos. Subió hasta su cuarto, le trajo una sábana y la cubrió. Por último le rozó la cara. Fue un toque sutil, sintió por segundos la piel de su hija, ya cálida por la acción de la cobija. Una y cincuentraicuatro de la mañana, leyó en el reloj. Único momento de ternura. Ahora qué, ahora que se moría cómo iba a responder la mujer cuando Marisol reclamara por la presencia de Estanislao, ya no una estatua de hielo, sino un pedazo de carne pudriéndose ¿Tendría que irse?
-Muchacho – le gritó al mesero.
-Si señor, qué se le ofrece-
Estanislao lo observó detenidamente al mesero. Era un muchacho joven, de pelo corto, nariz larga, ojos castaños, delgado. Miró sus labios, tenían un tic nervioso, un movimiento lento, hacia adentro y hacia fuera, como si los estuviera amasando.
-Cómo te llamás-
-Velorio- respondió- Velorio Montoya, señor.
-Mucho gusto, Estanislao Flórez- le ofreció la mano. El mesero se secó la suya y se la dio.
Afuera se escuchó un grito. Era otro borracho delirando de amor Tirana ya no más, tirana malparida, Tirana te amo!! La rockola matizó el momento, Uno, del maestro Discépolo. Cuando lo tuvo al frente y dispuesto no supo que conversar. Quería hablar de muchas cosas. Quería contarle que se estaba muriendo. Que dos horas antes, en un cuarto blanco y frío, el doctor Penagos le soltó la noticia. “Solo me dijo eso, que me estaba muriendo, Velorio”, diría Estanislao y el mesero de pronto respondería que bueno, así son la mayoría de los doctores unos desalmados que no tienen en cuenta el ser humano, sino que cada vez somos tomados como un producto de la industrialización de la medicina, de la capitalización de los centros de atención, que todo era un negocio. Pensó que esa sería la respuesta y él le diría, con calma, “Velorio, no, el doctor Penagos no es así. Es un viejo conocido. Que sabe muy bien que me estoy muriendo y de qué me estoy muriendo”, diría Estanislao.
-Velorio, ¿usted tiene hijos?-
El mesero lo miró detenidamente. Estanislao era un hombre mediano, grueso, con el pelo canoso, de gafas y el color de su piel era moreno. Escuchó la pregunta y lo miró. Movió los labios.
-Sí, señor- respondió- dos angelitos.
-Y los quiere?-
-Por supuesto don Estanislao –le respondió así porque ya le había dicho el nombre y necesitaba denominarlo de alguna manera, porque de alguna manera ya habían cruzado el umbral de las formalidades.
-Y cuántos años tienen?- preguntó Estanislao-Si no es meterme mucho.
-No señor, para nada. A mi me gusta hablar de ellos. El mayor, Santiago, 13 años y el menor, Miguel, tiene cinco.
- ¿Y qué quieren hacer cuándo sean grandes?-
El mesero se rió.
-El mayor quiere ser futbolista y el menor todavía no se mucho, solo se que le encanta la música. Ooiiiga, le encanta la salsa-.
Nunca supo que quería ser Marisol. Muchas veces la vio jugar con un radio y pensó que sería ser periodista. Lo pensó no más, nunca se lo preguntó. Nunca se acercó y le preguntó, Marisol, angelito mío, qué quieres ser cuando seas grande? Después vino un novio por ella que decía que era publicista. Entonces volvió a pensar, recordó que cuando niña, Marisol jugaba frente a él con algo parecido a las ollas y los platos de la casa, pero en versión miniatura. Entonces lo recordó y lo pensó, ama de casa. Pero no le gustó la idea. No quería una mujer sometida. Nunca le gustó y nunca quiso vivirlo. Después que se le plantó esa idea en el corazón, por primera vez en la noche pensó en su mujer o en ese rastrojo de reclamos que pisaba cada vez que llegaba a la casa. Comprendió en ese preciso instante, como si pensar en ella estuviera la revelación de su vida, que no la había hecho feliz. Supo que ella estuvo allí, cada vez que llegaba a la casa, cada vez que él abría la puerta, ella estaba esperándolo sentada en la sala y lo miraba a los ojos, buscando una respuesta, buscando un mimo, buscando un beso extraviado, pero él se acuarteló en las cláusulas de ese pacto implícito de la convivencia sin amor, solo con responsabilidades. Pero comprendió que ella, a pesar de la lejana indiferencia, lo quería. Y aún peor, que él, Estanislao Flórez, siempre la adoró. Para ella también estaba guardando minutos preciados, segundos invaluables, que ya eran polvo y aire. Y pensó, otra vez, como un martilleo que no cesaba sobre la cabeza desde que había empezado la noche, que tenía que pedir perdón.
-Velorio tráeme otro aguardiente por favor-
Mientras el mesero iba hasta la barra para traerle una nueva copa, Estanislao buscó en sus bolsillos cuántos billetes tenía, para saber cuántos aguardientes más se podía tomar. Tenía tres billetes, arrugados, sucios y enredados con unos recibos del almuerzo de ese día, de cinco mil pesos. “Tres guaros y no tengo para nada más”, pensó. Nada más era cierto. Esos eran los últimos billetes de su último sueldo. Al principio de los dolores, Estanislao se hizo el pendejo. Iba hasta la farmacia y le preguntaba a Don Alberto por unas pastillas para el dolor testicular y los dos se reían a carcajadas “Viejo sinvergüenza” le decía don Alberto y le daba diez tabletas de ibuprofeno. Pero nada, el dolor seguía ahí y crecía. Un día no fue capaz de levantarse para ir a trabajar y sabía muy bien que algo se lo estaba comiendo por dentro, pero tampoco se levantó para ir a donde un médico y enterarse de una vez qué era ese hoyo negro que se lo estaba tragando desde los testículos. No quería saber que se estaba muriendo. Entonces cuando finalmente se pudo levantar e ir al trabajo, no pudo presentar una excusa válida para soportar su ausencia durante tres días y lo echaron sin más argumentos que usted es muy buen profesional Estanislao, pero las reglas son las reglas y hay que obedecerlas, gracias por sus 25 años de servicios. Suerte. Así que después de pagar las deudas, la casa y el mercado, le quedaban quince mil pesos, menos lo que costaran cinco aguardientes dobles.
-Don Estanislao son seis mil pesos- le dijo el mesero.
-Ya?-
-Sí es que aquí se paga cada tres guaritos, usted sabe, para evitar que se nos vayan sin pagar la cuenta.
Estanislao sacó dos de los billetes. Y supo, cuando el mesero le entregó un arrume de monedas viejas como devuelta, qué era la pobreza. Su pobreza. Miró el reloj Once y veintitrés de la noche, la hora de la miseria. No solo se estaba muriendo, estaba desempleado, sino que también estaba sin un peso, la levedad del ser, la liviana y miserable forma de acabar la vida. Su única propiedad tangible, lo único que le podían embargar era la copa llena de aguardiente que tenía servida enfrente. Era una copa de aguardiente, cinco mil pesos, unas monedas viejas y el resto era silencio. El mesero continúo su rutina por las mesas, que se llenaban a esa hora de la noche. Estanislao, entonces, sintió la necesidad de tener los bolsillos llenos. La única forma de tener confianza, la única manera con la que logró soportar tantos años de silencio, de dureza, de congelamiento frente a sus dos mujeres, era porque tenía billetes en los pantalones. Cada década de pago, él cambiaba de inmediato el cheque y se llenaba los bolsillos de dinero. No le importaba la seguridad porque en sus años la seguridad era lo de menos. Caminaba, eso sí, sin gastar un solo peso que no fuera en necesidades de la casa. Poco a poco fue acumulando los restos de cada sueldo en sus bolsillos, a cada rato se encontraba con restos de los fajos de la década pasada y se los entregaba a la mujer, el mismo día de pago, porque sabía muy bien que esa tarde tendría de nuevo el bolsillo inflado. Así que ahora, después de pagar todo, solo le quedaba un billete de cinco mil pesos y no tenía la confianza suficiente para llegar a la casa con un pantalón lleno de monedas.
Sorbió un poco de la copa y dejó que las notas de su tango favorito lo llenara mientras el aguardiente le quemaba el corazón …Verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que el mundo nada le importa, aunque te quiebre la vida aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una ayuda… Observó la mesa, intentó mirar más allá de la copa de aguardiente y solo vio el montículo de servilletas que le había dejado el mesero encima de la mesa. Eran varias y rectangulares, parecidas a los billetes que cada diez días metía en su bolsillo. Como siempre, no tuvo que pensar mucho las cosas: tomó las servilletas, las convirtió en un fajo y se las puso en su bolsillo derecho. Se tomó el aguardiente de golpe y salió.
En el camino a casa, metió varias veces las manos en el bolsillo para tener claridad de lo que tenía. No demoró en llegar a casa. Cuando abrió la puerta supo que ella iba a estar ahí, esperando, como siempre y que esta vez no tendría muchas razones para evitarla. Aunque había resuelto las necesidades de un mes, y a pesar de tener el bolsillo lleno, sabía que ella iba a notar su inseguridad, esa sensación de sentirse vacío, indefenso y moribundo. Recordó el día en que llegó a la casa, la única vez que lo hizo, con el peso de una infidelidad. Fue algo ocasional, algo que se le salió de las manos y terminó en los brazos de aquella morocha preciosa que vendía chontaduros al frente de la oficina. Al principio eran coqueteos de rutina, nada pasaba de un flirteo ocasional, hasta que una tarde salió del trabajo y ella estaba arreglando su negocio, con una cara de tristeza desoladora. Él preguntó qué le pasa señorita y ella le contó una historia sobre lo miserables que pueden llegar a ser los hombres, pero no lo incluyo Don Estanislao, usted es un caballero y el caballero la invitó a una gaseosa en el bar de la esquina. Entonces no se aguantó las ganas de atravesar esa barrera vulnerable por el engaño y se lanzó en un viaje que le duró dos horas de piel sudorosa, de labios tibios, de senos firmes, dulces, aunque sus movimientos fueron torpes e imprecisos, logró nivelar las cargas de fogosidad, recurriendo a los juegos que aprendió en la adolescencia y terminó sobre ella, exhausto, pero con la certeza del deber cumplido. Sin embargo, el peso de la culpa lo comenzó a macerar cuando salió del motel y se despidió con un beso en la boca de la morocha que se montaba en un bus para Manrique. Siete y veintiocho minutos, hora de la traición y del deseo. Esa noche, cuando regresó a la casa, cuando abrió la puerta, su mujer estaba allí y la miró a los ojos de una forma que no pudo evitar darse cuenta que ella sabría todo, porque esa mirada había sido la única forma de comunicarse entre ellos y la mujer, perspicaz como siempre había sido, sabría que esos ojos se habían posado en la piel de otra mujer. Ahora entonces, cuando estaba a punto de dar el primer paso para entrar en la casa, no sabía cómo la iba a mirar. Aquella vez se disculpó con una conjuntivitis y se la pasó con unas gafas oscuras que se quitó cuando se le borró la culpa del corazón. Ella no podía saber qué se estaba muriendo, la única razón por la que todavía tenía casa era porque él era un hombre rentable y ahora, desocupado y enfermo, no sería útil y ellas dos, sus tesoros, elegirían marcharse. Se tomó los ojos, entró en la casa y cuando subía la primera escalera para dirigirse a su cuarto, ella lo interrumpió.
-Estanislao-dijo en tono suave, sin ánimos de reproche. Al parecer.
Podría ser una trampa. Pero sería la primera vez. Sería la primera vez que ella lo traicionaría. Nunca cambió con él, nunca hubo una llamada perdida, salir a buscarla por las noches o aguardar su llegada. Ella siempre estaba ahí, firme, como si no hubiera otra felicidad en su vida que esperar a su hombre. Estanislao se detuvo en el segundo escalón y aguardó unos segundos hasta que fue capaz de mirarla. Se tomó el tiempo suficiente para saber con exactitud cuál iba a ser la expresión de su rostro cuando ella la escrutara con el rigor rutinario. En la sala se percibía el rumor de la noche, ese vacío que se forma en la mitad de los silencios de las casas, de la calle, de las conversaciones cuando se acaban las palabras, esa presencia invisible. Miró el reloj y se dio cuenta que estaba más tarde de lo que esperaba, pero no se extrañó, siempre le pasaba. Antes de mirar el reloj hacía un cálculo previo, como una adivinanza, como un juego, su única forma de divertirse. Pero siempre fallaba, cada hora que suponía en la cabeza estaba considerablemente atrasada con respecto a la hora real. Pensó que serían la una y veinte. Pero eran ya las dos y diecisiete minutos de la mañana. Hacía frío. Estanislao levantó la mirada, buscó el rostro de la mujer, la examinó cada centímetro y se dio cuenta que a pesar de los años, ella conservaba la belleza de su juventud, la piel blanca sin arrugas, el cabello oscuro y suelto y sus ojos plateados. Ella lo miraba con indulgencia, perdón de todos tus pecados Estanislao, solo debes tocarme otra vez.
-Qué pasa mujer-
Ella respiró profundo. Era la primera vez en años que le preguntaba por algo. Su comunicación se había reducido a gestos. Por las mañanas él se levantaba temprano, antes del sol y se alistaba antes de cualquier otro movimiento en la casa. A duras penas se encontraban en el cuarto o en la sala. Por eso ella lo esperaba al regresar, porque ese instante, cuando él ingresaba a la casa, era la única forma de que se encontraran con una mirada, con un gesto, con su cuerpo vivo. Cuando lo llamó ese 24 de enero para avisarle de su embarazo, habían pasado más de dos meses desde el último encuentro y hacía mucho tiempo que sabía que iba a tener un hijo. Nunca comprendió con exactitud porque lo llamó, por qué levantó el auricular y marcó a su casa. Sabía que en el fondo esa relación ocasional fue tal vez, su única relación. Estanislao no la conquistó con canciones de amor ni flores de jardines vecinos, Estanislao la conquistó con una seriedad infranqueable, que la desbarató sin remedio desde la primera vez que hablaron en un salón de clases. Las dos semanas siguientes fueron un trepidante viaje a la pasión y el desenfreno que ella nunca volvió a vivir. Estanislao se entregó por completo, con besos, con caricias precisas, con miradas perfectas. Nunca más en su vida, volvió a saber que era sentirse amada, tocada, delineada por las manos de un hombre. Algunas veces, mientras iba a la tienda, sabía que era mirada por los hombres desempleados del barrio, que la observaban con un deseo tan intenso que ella sentía que la rozaban con suavidad en la distancia, pero nada más. Solo un hombre la cortejó con valentía. Se llamaba Mario y había llegado al barrio después de un matrimonio desastroso. Desde que la vio se sintió atraído por ella, sin embargo desde el primer día se encontró con un muro impenetrable. Ella tenía claro que sus deberes de mujer debían ser atendidos por Estanislao y por nadie más. Pero el hombre no le bastó la explicación y averiguó con los vecinos que ella y Estanislao nunca se habían casado, que esa relación no la había bendecido Dios ni la había legalizado un notario e insistió durante varios días que no había ninguna atadura legal para que ella lo aceptara, pero la mujer fue clara por última vez cuando lo sacó de la casa con la explicación de que no se necesitan papeles ni celebrar una ceremonia para tener ataduras morales, pendejo. Sin embargo, hasta esa noche y desde la vez en que concibieron sin querer a Marisol, Estanislao nunca más la volvió a tocar. Ella temblaba de ansiedad cuando sentía las llaves de su marido entrar en la cerradura. Cada noche sentía que podía ser una nueva oportunidad, por eso se esmeraba en arreglarse y que los años no le pasaran por encima, a lo sumo, por un ladito.
-Usted está bien?- le preguntó
No lo estaba. Lo sabía desde hace rato. Por un segundo tuvo la intención de devolverse y sentarse al lado de la mujer. Explicarle todo lo que había ocurrido, contarle las palabras del doctor Penagos, quien ya lo había sentenciado a muerte. Quiso un abrazo. Durante muchos años había necesitado que alguien tuviera la piedad de abrazarlo, acogerlo con cariño durante unos segundos para volver a sentirse de alguna parte, que pertenecía a un lugar. Sabía que la mujer no dudaría en recibirlo en sus brazos, pero sería arriesgar mucho, sería caer derrotado para siempre. Si él bajaba las escaleras, se acercaba a la mujer y le pedía un abrazo y contaba los sucesos recientes, entonces perdería su fuero de padre de familia, su inmunidad de poder. Decidió entonces que no era una buena idea, se volteó y continúo subiendo las escaleras mientras le decía No pasa nada mujer, me voy a dormir.
Cuando llegó al cuarto, antes de que subiera la mujer, sacó el fajo de servilletas y buscó un lugar donde ponerlas. A pesar de la prudencia de la mujer, tenía claro que no podía dejarlas por ahí, sino en un rincón inexplorado, un lugar que ella no vigilara constantemente. Sin embargo, al pensar en el lugar adecuado cayó en la cuenta de otra desgracia: no tenía la menor idea del lugar donde vivía. Se había pasado todo estos años caminando de la sala hacia el cuarto, sin determinar los pequeños detalles que en este momento le serían de gran utilidad. El único lugar privado que logró encontrar con la cabeza fue el cajón de su ropa interior, pero tampoco era un lugar seguro, todas las mañanas desde que lo recordó, su mujer le dejaba, mientras se bañaba, con lo que se iba a vestir y eso incluía los calzoncillos. En el fondo de la oscuridad, escuchó que ella apagaba los bombillos de la sala y comenzaba a subir las escaleras y supo entonces que cuando estuvieran los dos en el cuarto le sería imposible guardar el fajo de servilletas. Siguió sus instintos y salió del cuarto hacia el de su hija. Caminó por el corredor oscuro y se acercó hasta la puerta que estaba entreabierta. El cuarto de Marisol respiraba una luz tibia que ella había dejado encendida mientras estudiaba y se quedaba dormida sobre la cama, vestida y sin cobijarse. La miró por segundos, pero la urgencia lo hizo espabilarse y buscar un lugar para su fajo de servilletas. Buscó con la mirada una zona segura y observó la parte alta del clóset donde se guardaban las cosas de navidad. Todavía faltaba más de dos meses para que se iniciaran las celebraciones. Así que decidió que ese era el mejor lugar, a menos de forma provisional, para guardar las servilletas en ese momento. Después, con tiempo, cuando la mujer saliera a mercar o algo parecido, buscaría otra forma de guardar las servilletas. Caminó con sigilo hasta el clóset, abrió la puerta más pequeña y puso allí el fajo, debajo de una de las bolsas.
Cuando salió del cuarto, Estanislao se sintió aliviado por primera vez en la jornada. Era el primer instante que sintió que sus problemas, todos unidos en uno solo, se habían resuelto. Sin embargo, al dar el siguiente paso sabía que no era así, supo de nuevo, como cuando se lo dijo el doctor Penagos, que se estaba pudriendo de verdad. Caminó hacia su cuarto, con la sensación molesta que de nuevo tendría que lidiar con las inquietudes de su mujer. Pero cuando llegó, todo estaba apagado y su mujer comenzaba a roncar. Se desvistió, se lavó los dientes y cuando tocó la almohada cayó como una roca en un sueño profundo que a la mañana siguiente no recordaba muy bien.
Los días pasaron con la misma rutina de todos los días, pero falsa. Estanislao salía de la casa a la hora de costumbre, sin rumbo fijo. Al principio, intentó buscar trabajo, pero todos le exigían una condición física que ya no tenía y que se iba acabando de a poco. Con los días se resignó y comenzó a merodear los parques de jubilados en el centro y a tener conversaciones sobre religión y política que no cambiaban nada, pero a esa edad, decía, qué vale la pena cambiar. Se fue acostumbrando a las fiestas para abuelitos, a los juegos de tute, a leer el periódico, a las tardes de vacío, como si tuvieran algo que recuperar y fuera imposible. También regresó al bar y allí se quedaba toda la tarde. Hablaba con el mesero sobre fútbol y familia. Por la noche regresaba a la casa, con la expresión cansada de no hacer nada y subía sin saludar a su mujer y a su hija. Arriba, cuando nadie lo veía, descargaba las servilletas que había logrado apropiarse en el bar del mesero. Nunca había mucho tiempo, subía, guardaba en el clóset de Marisol y volvía a su cuarto. Un par de veces, debió esperar hasta la madrugada para poner las servilletas, porque su hija se quedaba hasta tarde estudiando. Aunque su mujer notaba un comportamiento extraño, no dijo nada porque no había forma.
Una noche, cuando regresó del bar del mesero, su mujer estaba en la sala, pero él no la determinó. Siguió su camino, pero ella lo interrumpió “Estanislao”, dijo con autoridad. Cuando él se volteó y la observó, debió contener la respiración: estaba ella, en la mitad de la sala con una bolsa transparente llena de servilletas en las piernas.
-Hace una semana me llamó Velorio, mesero de un bar, para pedirme de la mejor manera que le dijera a Don Estanislao que por favor no se le lleve las servilletas del bar. Yo le dije que no sabía de qué me estaba hablando, porque tengo entendido que usted no entra a esos luegares y de la mejor manera le dije que me dejara en paz- dijo la mujer con suavidad pero con una firmeza inédita.
A Estanislao le hirvió el rostro. No tenía la menor idea de cómo su mujer había encontrado las servilletas. Estaba en el borde, en el filo del abismo de repente. Ahora era la mujer la que tenía el poder. Todo lo que había rejuntado para no perder su dignidad de hombre, se desmoronaba como la arena en sus manos. Estanislao Flórez estaba cercado por su propia soberbia, su debilidad fatal la había disfrazado con una rutina tan triste que habría sido mejor decir la verdad, tal vez. Estanislao no fue capaz de recuperarse con facilidad de la sorpresa y la expresión de la mujer era tan llena de autoridad que sabía que no había alternativa, había que bajar las escaleras, acercarse y contar la verdad. Lo hizo, con dolor, bajó cada escalón dejando un pedazo de alma en cada paso. Cuando estuvo frente a ella y solo los separaba un espacio de aire que habitaba el silencio, sabía que tenía que decirle todo, que se estaba muriendo, que hace más de un mes que no tenía trabajo, que sus rutinas ahora eran la de un desempleado enfermo y desahuciado y que el recursos de la servilletas solo fue una lamentable forma más que utilizó para alimentar la falacia sobre lo que era evidente hacía muchos años, que no era inmortal e invulnerable, que era un viejo decrépito y ávaro que espero el final para ser feliz, sin saber que el final no se espera, se recibe y se acepta. Todo eso se lo tenía que decir y lo iba hacer, pero antes quiso saber cómo se había enterado de la ubicación de las servilletas.
- En esta casa, Estanislao, todos los 30 de noviembre se hace el pesebre y el árbol de Navidad. Y hoy es 30 de noviembre-
Se resignó. Miró el reloj por última vez. Nueve y cuarentaidós minutos de la noche. La hora de la verdad.
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