domingo, 21 de noviembre de 2010

Adiós al Esférico





El fútbol es una cosa tan generosa, que te regala amigos. Uno de ellos, que lo forje en las brasas de muchos partidos, memorables y desabridos, intensos y deschavetados, graciosos y efímeros, me contó que no volvía más, que se retiraba del Esférico FC. Lo dijo sabiendo lo que decía: se estaba retirando del equipo de nuestros amores, porque dejamos a nuestras mujeres, al que llevaríamos a ver a nuestros hijos, al que siempre le pagamos la boleta de entrada. El único equipo del planeta porque el valía la pena perderse un partido del mejor equipo del planeta.
Era eso, un dream team de esos que la vida le regala a cada uno de los que amamos el fútbol : un equipo de amigos. Nos conocimos todos en el mismo lugar. Éramos una promesa de hombres vestidos de estudiantes de comunicación social que una mañana de enero de 1998 nos encontramos en la cafetería de la Universidad Pontifica Bolivariana y sin necesidad de conversar una palabra, de juntarnos en una fiesta de integración, nos delatamos solos: llevamos camisetas de fútbol. Y solo hablamos de eso. Ah, de música también, pero ese es otro tema.
Y jugamos. Recuerdo la primera formación: En el arco, Jaime “El Mecánico” Barrientos, jugador profesional que hasta ese momento ostentaba el récord de ser el jugador más joven en debutar en el fútbol profesional colombiano. Todo un lujo. En la defensa estaban Alejandro “El Stand Up” Mejía, hombre de una voluntad defensiva que pocas veces se vio en la ya extinta cancha de arenilla de Bolivariana. De lateral teníamos a Mauricio “El pacificador” Villegas, hombre de pragmatismo asustador en el área equivocada, la nuestra, pero con una gentileza de caballero que le perdonaba su calma al marcar. El otro central era yo, Alejandro “No salgas jugando Por Dios” Millán.
En el medio estaban Santiago “El último de los petunios” Mejía, su hermano Felipe “Nunca me dan la visa”, quien llevaba, sin saber hasta ahora porqué la camiseta número once y la delantera estaba conformada por Sebastián “Soy chiquito, pero soy agrandado” Lopera. Y ahí se fueron sumando compañeros, que con los partidos se fueron convirtiendo en los pocos amigos que uno veía regularmente: Juan David “El prímiparo eterno” Correa, quien reemplazó a la leyenda. José “El Secreto de la Montaña” o “soy tronco, pero hago chalacas”, Camilo “El Tacle” Dimaté, Juan David “El Mara” Giraldo, El Cabe, El Ñol y el ñolcito, los amigos de José que él presentaba como los mejores jugadores del mundo, pero en realidad eran las mejores personas del mundo, Sergio “El misil sin dirección”, Andrés “nunca pongo problema” Carvajal. Como olvidar la participación de Daniel “El efímero” Botero, que las únicas veces que jugó en el equipo, una salió expulsado a los dos minutos por una patada alevosa a un contrario y la segunda, fuimos nosotros mismos los que tomamos la decisión al ver que jugar fútbol no era lo más saludable para los nervios de Daniel.
Con los años también hicieron parte de este equipo Felipe Medina, Felipe “El filosofo” Mejía, Juan Ignacio “El afro” García, que la única que intentó jugar se negó hacerlo porque la cancha estaba muy embarrada y se podían poner “bruscos” los jugadores. Julian “El Voleibol” Medina, Esteban “La adolescencia me dio durísimo, pero sobreviví” Mejía, que vinieron a ofrecer su talento y a ellos se unieron Juan “La rotonda” Pemberty y otros que no me acuerdo.
Jugamos en todas las canchas: en esa que era un desastre detrás de la facultad de derecho, en las calles de Zamora, en Alcázares, en la de arenilla de la universidad, en la de arenilla de Comfenalco, en la de San José, en las del templo. Y allí nos tocó presenciar cualquier cantidad de situaciones como aquella vez que nos tocó quitarle de encima a un árbitro a Sebastián Lopera, aunque todavía no sabemos si su reacción airada de boxeador se debió al catástrofe de arbitraje que nos costó la eliminación de un campeonato o al color de su piel. O la vez que Camilo Dimaté confundió las cosas y a un jugador del equipo contrario que se escapaba por su punta directo al arco no lo detuvo con un deslizamiento al mejor estilo de Mario Yepes, sino con un tacle al pecho digno del mejor partido de rugby. O la vez que un rival se dejó llevar por los ánimos del partido y le quería partir la jeta a Santiago el Mellizo, lo que obligó la intervención, también en caliente, de su hermano Felipe, quien al entrar a la cancha como si fuera un gallo de pelea, se le olvidó antes de que le partieran la jeta a él también, que dos días antes lo habían operado del tabique y que todavía llevaba el yeso de la intervención.
Como olvidar eso. Como olvidar el partido contra los Mores, que se perdía por tres goles y se remontó hasta conseguir un título que nunca volvió a las vitrinas. Como olvidar las chalacas imposibles de José Gil, o de la pinta de Juan David Correa en su debut en el campo de juego cuando decidió ser jugador de cancha y quitarse la sudadera que todavía conserva de sus tiernos años de colegio: Boxers y medias tobilleras, fondeadas por una piel blanca que poco o nada habían visto el sol. Como olvidar el subtítulo en el Templo. Como olvidar los penales errados por Lopera en los momentos decisivos, pero sobre todo, como olvidar los golazos de Sebastián Lopera en cualquier partido. Mis salidas sin talento desde el fondo de la cancha que terminaban siempre con un grito que se convirtió en un himno : Millaaaaaaaaaan!!!! Como olvidar las camisetas del Ley y después del Superley que nos sirvieron de uniforme. Como olvidar aquella vez que nos juntamos en la cafetería del TAC y entregamos la primera planilla del Cuca en enero del 99.
Pero no me quiero acordar más. Porque ahora pienso que tantas personas que vinieron, pasaron, se divirtieron un rato, hicieron parte del Esférico por una sencilla razón: nos caían bien. En el momento en que eso se perdió, que lo más importante fuera ganar, como si fuéramos un equipo profesional - que nunca pretendimos ser- dejó de existir el Esférico. Así me dieron la noticia, a kilómetros de aquí, el hombre que era el alma y corazón de ese equipo, el que se mataba haciendo listas, buscando fotos hasta de nuestra primera comunión, que muchas veces puso de sus propias monedas para pagar la inscripción, que sacrificaba cosas propias para organizar lo que para muchos es lo más aburrido del fútbol: convocar. Y él lo hacía, casi que por una vocación, un vínculo que uno hace con el fútbol, un acto de nobleza que se pierde en las brumas de la victoria: el fútbol no se hizo para ganar, se hizo para divertirse. Revisen la historia. Y él fue quien me dijo que ya no más. Que se iba a dedicar a jugar partidos de recocha.

Y entonces supe que ese era el final.

Alguna vez, en otro equipo, me enfrente con un grupo de señores que supieron darnos una clase de fútbol a unos posadolescentes primíparos . Yo los ví, con sus barrigas felices, con sus ojos de abuelos satisfechos, sus cabezas nevadas y peladas, y siempre pensé que así sería mi vejez, jugando fútbol, así no se me moviera un tornillo. Con mis amigos de la universidad, cada uno con sus propios juegos de titos, algunos con sus esposas habituales, otros con los privilegios que otorga la experiencia y delirios de juventud embolatada, pero cada uno con ganas de jugar. Pensé, fue un sueño que duró diez años y al que hoy, con esta pequeña carta le digo adiós. Muchas gracias, fue tan bueno mientras duró…

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Cristina



"Rostros de Hombres" Natalia Millán
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Frente a frente las cosas son distintas Cristina, te acuerdas muchacha de aquellos días de junio, cuando los charcos eran abundantes y te podías lanzar sin miedo a encontrar el fondo del río. La sombra de los árboles era un lugar común. Y jugamos a escarbar entre los cañaduzales la fuente de azúcar que los endulzaba, nos gustaba el olor de la panela caliente en el trapiche, amábamos el olor tostado del maíz en la mañana. Cristina que diferente son las cosas cuando no sos un niño. El campo era el universo que no tenía fin y estaba en constante expansión, encontrando cangrejos en el riachuelo, huyendo de los perros bravos de Anita y durmiendo solo con el sonido de las estrellas. Muchacha, los fusiles nos quitaron la libertad. El miedo que nos entregaron en municiones lo esparcimos en la tierra como semillas. Cristina, mujer, el lamento de tus hijos no se escuchó nunca, porque los desaparecieron. Te cuento una historia, ahora que camino en paz entre los senderos de tierra gris, te cuento al oído mi historia, escúchala en silencio, con una taza de aguapanela que no puedo compartir porque tengo sed y no me puedo saciar. Fuimos nosotros muchacha los que pusimos en el campo los metales que la incendiaron, fuimos nosotros los que estallamos los caminos con pánico, muchacha no te engañes mientras inicias tu búsqueda. Cristina somos números ahora, somos coordenadas enterradas en la tierra lejana del campo, que también era de ríos transparentes que ahora están secos, de cañaduzales amargos por la sangre, de cangrejos despedazados, el odio se nos anticipó a la razón y este campo enorme se encogió por la muerte. No te engañes muchacha, no digas que no es así, no niegues la aventura que se vivió en las parcelas para habitar con horror, nosotros fuimos héroes de una ilusión fatal. Y quise muchacha volver a correr tranquilo bajo el sol y los árboles y quise Cristina levantarme con tu aroma de pan recién horneado, pero siempre es muy tarde cuando escoges el camino de piedras que es la guerra. Una noche, lo juro, cerré los ojos y corrí para buscar tus manos de leche tibia y neblina y refugiarme de lo inevitable, pero solo logre que me sepultara una palada de barro mojado. Cristina me busca desde el corredor de la casa mientras me muevo entre la hierba, buscando mi cabeza para quedar tranquila y no me halla, pues ahora la tienes, ahora puedes besar mi calavera, ya la has reconocido, ya puedes regresar a casa, cerrar puertas, velar mi recuerdo antes que te alcance el rencor y dormir en paz, Cristina preciosa, madre querida.