domingo, 31 de marzo de 2013

La Eterna Parranda en Kindle


Cien años de Soledad nunca más se volvió a escribir. Es extraño, pero después de haberse pasado la vida entera buscando esa historia, después del día que la terminó, Gabo nunca más volvió a entender ni con Macondo, ni con la distanía Buendía. Ahi quedó enterrada esa narración maravillosa de la costa caribe colombiana. Y estuvo bien, creo yo. Gabo ejerció su derecho soberano de destruir lo que él mismo había creado. Pero mucho de sus lectores quedaron con ganas de más. De algo más. De un pedacito. 

Yo me atrevo a decir que Alberto Salcedo Ramos, el cronista, hace algo que parecía increíble: nos hizo regresar a ese lenguaje mágico de Cien Años de Soledad en este libro la Eterna Parranda ¿Cómo lo consiguió? Por lo que he leído de Salcedo Ramos y ha dicho en muchas entrevistas, lo hizo de la misma manera que el maestro de Aracataca: con mucho trabajo. Enfermándose por las palabras como un loco persigue sus alucinaciones. Sus crónicas -Casi 24- tienen además el ingrediente de la realidad. Mientras Gabo se pasó 18 meses contruyendo ese monumento del español que es Cien Años, Salcedo Ramos se pasó 14 años juntando pedazos de realidad, que reunidas son el homenaje más grande que Colombia le ha hecho al periodismo desde hace muchos años. 

El libro se consigue en Amazon.com. También en la librería del país

Kindle, entre sus desventajas, no permite con facilidad caminar entre las páginas del libro. Se pensó para historias compactas, unitarias. No para un libro como este, que son literalmente, varios libros en unos. Sin embargo me atrevo a quedarme en  dos historias que son las que hacen este libro importante. El primero: El testamento del viejo Mile. Soy gran admirador de Álvaro Sierra, tal vez el mejor cronista antes del reinado de Salcedo Ramos. Sierra, un hombre que vivió muchos años en Rusia y que narró como ese país se fue al carajo cuando la careta del comunismo fue descubierta, volvió a Colombia y escrbió una crónica sobre el infierno de un secuestrado, que taladra los riñones. Pues bien, mi punto es que el Testamento del Viejo Mile es esa perfección periodística de Sierra con un sutil toque de magia, que convierte al Testamento en un texto casi literario. Ramos nos conduce por los caminos de la historia del legendario juglar vallenato Emiliano Zuleta como si estuvieramos caminando sobre la seda y nosotros no sentimos todo el pellejo que puso el periodista para conseguir semejante fascinación. No es una historia que engancha, es una historia que conquista, enamora. Y por momentos, como el cura que levita cuando toma chocolate, uno también se va elevando a los cielos. Pasa poco, pero pasa. Y eso basta para leer ese gran texto una y otra vez.

También en e-book: El testamento del
viejo Mile. En ecicero.es
El otro texto es el Un país de mutilados. En una entrevista que le escuché a Salcedo Ramos, dice que esta es como una segunda parte de su trabajo. Antes de su crónica Aguilas de Media Noche (puedo estar equivocado, pero es tal vez por cronología, su primer trabajo sobre la guerra) el periodista se había enfocado en historias de la realidad nacional y en especial, del caribe colombiano, donde podía explotar con mayor  facilidad su pericia para el lenguaje mágico: boxeo y deportes en general, vallenato, alguna que otra simpática historia de Cartagena. Y lo había hecho a la perfección. Sin embargo y creo que él mismo lo sabía, debía apostar por algo más. En otra entrevista, Salcedo explica su admiración por Gay Talese y lo define como un periodista que se atrevió a llevar el periodismo a una escala más arriba del hecho. Apostó por la visión personal del periodista sin ensuciar el texto. Pues bien, en Un País de Mutilados, Salcedo Ramos, como en ninguno de sus otros textos logra esa apuesta. La narracción no es solo sobre la historias de hombres y mujeres que han sido víctimas de las minas antipersonales en Antioquia, sino que él nos involucra con ese dolor. Salcedo Ramos nos hace cerrar los ojos y pensar cómo nos sentiríamos si nos explotara una bomba en las piernas y nos hiciera añicos todas las extremidades. Esa capacidad, que solo se lograr después de pasarse horas enteras peleando a las patadas con los fantasmas de las palabras en soledad, es la que lo convierte en el cronista más respetado de este país. Mientras en el texto del Viejo Mile, Salcedo nos delata el encanto real que inspiró a Macondo, en este País de Mutilados, nos hace sentir la tragedia que este país lleva viviendo durante décadas. Y ese será su legado. 


Por supuesto, la Eterna Parranda tiene muchas más historias que pagan el valor del libro. La del Chato Velásquez, el único árbitro que se atrevió a echar a Pelé, pero sobre todo, el único árbitro que se ha dado en la jeta sin pudor en las canchas colombianas. La misma Eterna Parranda, aunque no es mi favorito, marco un hito en la historia reciente del periodismo escrito: 54 páginas en una revista de alta circulación. La niña más odiosa del mundo, tal vez el texto más consentido de Salcedo Ramos. Y muchos más. Es un libro para bajar, leer en el metro, en el transmilenio, en un avión si no le teme a las turbulencias. O simplemente en la sala de la casa, mientras se toma un buen vaso de ron.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Una breve entrada sobre el Kindle y el ruido


He aterrizado en la onda Kindle. No le hice ninguna resistencia, simplemente el día de mi segundo aniversario, mi mujer me entregó un paquete enorme, liviano, pero enorme. Lo fui rasgando hasta que quedó la inconfundible caja negra. Durante años había coleccionado libros que me parecían que valía la pena conservar, más allá de su valor literario, su valor histórico. O sea, que así como pasa con algunas canciones, los libros que todavía sobreviven a las hecatombes de las mudanzas son porque de alguna manera marcaron una parte de mi vida. Recuerdo que hasta último momento un ejemplar, pirata, de La Perla de Steinbeck estuvo conmigo. Era un viejo libro, que me robé de la biblioteca del colegio que dirigía mi abuela. Eran los tiempos en que no tenía nada. Absolutamente nada. Vivía de arrimado en un cuarto trasero que mi tía Nancy generosamente nos había abierto a su hermano mayor y su parentela en esos tiempos de crisis. Recuerdo que lo devoré en dos días, tragando como pude esa conclusión infame. Y aunque tenía la posibilidad de devolverlo sin riesgos de ser descubierto, decidí conservarlo. Y así estuvo conmigo durante varios años, testigo que los malos momentos son pasajeros o si son permanentes, como una tragedia inevitable, es mejor tenerlos de amigos, como ese libro, y no de enemigo en el corazón con punzadas invisibles.

 Ahora como hago para meter ese libro, fundamental en un momento de mi vida en que me salvó de convertirme en un animal, en esta hilera de portadas que se enfilan como en una lista de mercado electrónico.

 En el Kindle los libros se transforman en archivos. En portaditas grises, difusas. Las páginas en bytes. Eso sí, los diseñadores de este aparatejo, ajenos al peso romántico e histórico del libro, tuvieron la delicadeza de esconder el peso en MB de los textos, pero no pudieron ceder a la tentación de la medición y lo que uno antes veía como un arrume de páginas, ahora es un porcentaje. En este mismo instante llevo el 74 por ciento de la Luz Difícil, de Tomás González. Eso significa que falta el 36 por ciento para que se acabe lo que para mí es una narración fascinante que no deseo que se termine nunca. También acabaron de tajo con el separador o con el doblado de la esquina de las páginas –recursos para los desvolados como yo que hemos convertido en casi en un arte el perder objetos como llaves, celulares, separadores y plumas-. Esto es así, click en la portada y ahí está, la página en la que uno iba. Click, avanza.

 Pues bien, creo que esta bien mirar el futuro. O el presente. Y he decidido que la mejor manera de afrontar esta nueva forma de lectura es buscar la manera de compartir lo que para mí está resultando en una aventura feliz, con los peros aquí arriba expuestos. Hace poco escuché una interesante entrevista con un tipo que me parece que en medio de su hurañez (acabo de buscar esta palabra en el DRAE para que no pierdan tiempo: no existe, pero no me importa, así se queda) dice muchas verdades sobre algo fundamental en la existencia humana: la lectura. El tipo se llama Camilo Jimenez. Un par de veces ha estado en las noticias, sobre todo por un texto donde le daba durísimo a unos estudiantes de edición de textos que sabían muy poco sobre lo que era la raíz de su oficio: los textos. En la entrevista, un poco condescendiente, el tipo decía dos cosas que me parecen fundamentales: En los colegios se enseña a leer, pero no el valor de la lectura, que a su vez, se le debe enseñar a los padres. Yo no soy un sabio, pero si me considero un lector voráz. Mi papá, cuando se emborracha y se pone melancólico como un viejo osito de peluche, pregona con orgullo que yo aprendí a leer solo, con un libro de Disney. Y que desde entonces, no paré. Mi papá, un jugador de fútbol frustrado que terminó convertido en un excelente maestro, siempre cultivo ese amor por la lectura como pudo, sobre todo, por la escasez de recursos que cómo matemático –y como futbolista- tenia. Sin embargo, cada vez que podía, llegaba a la casa con un libro. Fue así como en mi casa siempre hubo algo que leer, desde los maravillosos y estremecedores cuentos de los Hermanos Grimm con unas ilustraciones preciosas hasta las hermosas cartas que les escribió JRR Tolkien a sus hijos durante diez navidades. En el colegio, sin embargo, los profesores solo se acordaban de enseñar.

 Solo dos veces recibí algún consejo en las aulas sobre lo que debía leer. Una fue a los diez años, Jaime Daniel, mi director de curso en tercer grado, de quien recuerdo tenía una caligrafía de Hobbit, me regaló Juan Salvador Gaviota. Después iba a descubrir que Richard Bach estaba más cerca de Paulo Cohelo que de Faulkner, pero me hizo comprender que en los libros había más que cuentos de princesas que eran salvados por príncipes. El segundo ya fue cuando estaba a punto de graduarme de bachillerato, un viejo profesor de literatura inglesa que habían llevado al colegio para ayudarnos con nuestro inglés. Pues resulta que este hombre, amante de Tolkien, pero sobre todo de Joyce, me regaló dos joyas fundamentales para mi vida de lector adulta: Eveline y cuando le pregunté qué me podría servir para mi actual fracasada aspiración de escritor, me recomendó ”Ilona llega con la lluvia”, una novela desastrosa que pero de una belleza en el lenguaje que todavía me estoy saboreando.

 Lo segundo que dice Jiménez es que en Colombia no se hace crítica literaria, que es de hecho mucho más que escribir que si un libro es bueno o no. Y lo dice desde un punto de vista que me parece muy válido: no hay industria editorial como para sostener esa crítica. Yo estoy de acuerdo. Creo que se necesita que exista, como él lo intenta hacer en su blog “El ojo en la paja”, lugares donde se recomienden lecturas o donde simplemente se diga, este libro me gustó o no y por qué. Pues bien, mi deseo con este tortuoso escrito es hacerlo, porque así, de alguna manera cumplo con mi viejo deseo de librero. Y con este regalo de aniversario, creo que lo puedo enrutar por los caminos de los libros electrónicos. O los textos para kindle.

 Cómo prefieran llamarlo.


Pues bien, para hacerles corto este viaje, mi primera recomendación es “El ruido de las cosas al caer” de Juan Gabriel Vásquez. Colombiano, el libro es ganador del premio Alfaguara –que no significa mucho, digo yo que me la pasó buscando premios que jamás voy a ganar-. Yo de Vásquez había leído un cuento bastante interesante que fue publicado en la antología “El futuro no es nuestro”. Me llamó la atención porque el tipo es bogotano, criado en las letras en París y que llevaba viviendo mucho tiempo en Barcelona, pero el cuento es sobre Medellín. De hecho el primer párrafo es sobre un lugar al borde del río Medellín, que describe con la precisión de quien lleva viviendo muchos años allí. Muchos. Me quedé de una pieza, así que cuando supe de esta novela, con el rimbombante sello del premio, decidí que podía ser una excelente oportunidad para acercarme a un escritor colombiano que no fuera García Márquez, Mutis o Caballero.

En tres días no me pude despegar del aparato este.


 “El ruido de las cosas al caer” no es una novela importante. No le llega a los talones a las catedrales que construyó Gabo con Cien años o Espinosa con la Tejedora de Corona. Ni siquiera a la trilogía de Ospina. Sin embargo, el libro tiene dos elementos que me llevan a decirle, “Hágale, póngale esos 20 de mil que cuesta la versión electrónica, no se va arrepentir”. El primero es que Vásquez logra contar otra historia sobre el narcotráfico en Colombia, pero como si fuera la primera vez. La magia de este libro, que está decididamente en su narración pegajosa, nos cuenta con sutileza, pero sin caer en esa narcomiseria o en el lenguaje sicaresco que tanto daño nos ha hecho, la tragedia que por cuenta del narcotráfico ha vivido este país por décadas. Esa capacidad hace del “Ruido de las cosas al caer” un libro que hay que leer, mirar, revisar, estudiar en su ejecución para buscar otra forma de narrar nuestros años más oscuros.

 El segundo aspecto: Vásquez, que definitivamente sabe lo que hace, no se queda en la construcción de sus personajes, que le bastarían para contar una buena historia, sino que nos ubica en varios contextos históricos: nos describe la patria por años, como si fuera un álbum fotográfico que uno va revisando en la sala de la casa, mientras además nos muestra como van cayendo por un abismo los dos personajes principales. Este es un libro que nos impacta porque nos enfrenta con la realidad de un país que para nada es ese paraíso donde las mariposas amarillas florecen en las calles, sino uno que se fue deformando por sus propias debilidades. Somos un país de débiles. De miedosos. Pero sobretodo, de ambiciosos.

 El único pero: El final. La novela va a un ritmo desenfrenado y de repente uno termina estrellándose con el muro del final. No se si se le acabó el papel o la rigurosidad de las normas del premio no le permitieron más páginas, pero Laverde nos queda debiendo una explicación, pero sobretodo Yammure nos queda debiendo su historia. O al menos, su conclusión sobre todo eso que pasa en el 100 por ciento del texto. Sin embargo, a pesar del final, “El ruido de las cosas al caer”, es una buena novela, de una sentada.

 Bueno… lo que viene es sobre periodismo. Ojalá escriban y recomienden cosas para leer, que para eso se inventó el Kindle. Perdón, para eso se inventaron los libros.