miércoles, 27 de marzo de 2013

Una breve entrada sobre el Kindle y el ruido


He aterrizado en la onda Kindle. No le hice ninguna resistencia, simplemente el día de mi segundo aniversario, mi mujer me entregó un paquete enorme, liviano, pero enorme. Lo fui rasgando hasta que quedó la inconfundible caja negra. Durante años había coleccionado libros que me parecían que valía la pena conservar, más allá de su valor literario, su valor histórico. O sea, que así como pasa con algunas canciones, los libros que todavía sobreviven a las hecatombes de las mudanzas son porque de alguna manera marcaron una parte de mi vida. Recuerdo que hasta último momento un ejemplar, pirata, de La Perla de Steinbeck estuvo conmigo. Era un viejo libro, que me robé de la biblioteca del colegio que dirigía mi abuela. Eran los tiempos en que no tenía nada. Absolutamente nada. Vivía de arrimado en un cuarto trasero que mi tía Nancy generosamente nos había abierto a su hermano mayor y su parentela en esos tiempos de crisis. Recuerdo que lo devoré en dos días, tragando como pude esa conclusión infame. Y aunque tenía la posibilidad de devolverlo sin riesgos de ser descubierto, decidí conservarlo. Y así estuvo conmigo durante varios años, testigo que los malos momentos son pasajeros o si son permanentes, como una tragedia inevitable, es mejor tenerlos de amigos, como ese libro, y no de enemigo en el corazón con punzadas invisibles.

 Ahora como hago para meter ese libro, fundamental en un momento de mi vida en que me salvó de convertirme en un animal, en esta hilera de portadas que se enfilan como en una lista de mercado electrónico.

 En el Kindle los libros se transforman en archivos. En portaditas grises, difusas. Las páginas en bytes. Eso sí, los diseñadores de este aparatejo, ajenos al peso romántico e histórico del libro, tuvieron la delicadeza de esconder el peso en MB de los textos, pero no pudieron ceder a la tentación de la medición y lo que uno antes veía como un arrume de páginas, ahora es un porcentaje. En este mismo instante llevo el 74 por ciento de la Luz Difícil, de Tomás González. Eso significa que falta el 36 por ciento para que se acabe lo que para mí es una narración fascinante que no deseo que se termine nunca. También acabaron de tajo con el separador o con el doblado de la esquina de las páginas –recursos para los desvolados como yo que hemos convertido en casi en un arte el perder objetos como llaves, celulares, separadores y plumas-. Esto es así, click en la portada y ahí está, la página en la que uno iba. Click, avanza.

 Pues bien, creo que esta bien mirar el futuro. O el presente. Y he decidido que la mejor manera de afrontar esta nueva forma de lectura es buscar la manera de compartir lo que para mí está resultando en una aventura feliz, con los peros aquí arriba expuestos. Hace poco escuché una interesante entrevista con un tipo que me parece que en medio de su hurañez (acabo de buscar esta palabra en el DRAE para que no pierdan tiempo: no existe, pero no me importa, así se queda) dice muchas verdades sobre algo fundamental en la existencia humana: la lectura. El tipo se llama Camilo Jimenez. Un par de veces ha estado en las noticias, sobre todo por un texto donde le daba durísimo a unos estudiantes de edición de textos que sabían muy poco sobre lo que era la raíz de su oficio: los textos. En la entrevista, un poco condescendiente, el tipo decía dos cosas que me parecen fundamentales: En los colegios se enseña a leer, pero no el valor de la lectura, que a su vez, se le debe enseñar a los padres. Yo no soy un sabio, pero si me considero un lector voráz. Mi papá, cuando se emborracha y se pone melancólico como un viejo osito de peluche, pregona con orgullo que yo aprendí a leer solo, con un libro de Disney. Y que desde entonces, no paré. Mi papá, un jugador de fútbol frustrado que terminó convertido en un excelente maestro, siempre cultivo ese amor por la lectura como pudo, sobre todo, por la escasez de recursos que cómo matemático –y como futbolista- tenia. Sin embargo, cada vez que podía, llegaba a la casa con un libro. Fue así como en mi casa siempre hubo algo que leer, desde los maravillosos y estremecedores cuentos de los Hermanos Grimm con unas ilustraciones preciosas hasta las hermosas cartas que les escribió JRR Tolkien a sus hijos durante diez navidades. En el colegio, sin embargo, los profesores solo se acordaban de enseñar.

 Solo dos veces recibí algún consejo en las aulas sobre lo que debía leer. Una fue a los diez años, Jaime Daniel, mi director de curso en tercer grado, de quien recuerdo tenía una caligrafía de Hobbit, me regaló Juan Salvador Gaviota. Después iba a descubrir que Richard Bach estaba más cerca de Paulo Cohelo que de Faulkner, pero me hizo comprender que en los libros había más que cuentos de princesas que eran salvados por príncipes. El segundo ya fue cuando estaba a punto de graduarme de bachillerato, un viejo profesor de literatura inglesa que habían llevado al colegio para ayudarnos con nuestro inglés. Pues resulta que este hombre, amante de Tolkien, pero sobre todo de Joyce, me regaló dos joyas fundamentales para mi vida de lector adulta: Eveline y cuando le pregunté qué me podría servir para mi actual fracasada aspiración de escritor, me recomendó ”Ilona llega con la lluvia”, una novela desastrosa que pero de una belleza en el lenguaje que todavía me estoy saboreando.

 Lo segundo que dice Jiménez es que en Colombia no se hace crítica literaria, que es de hecho mucho más que escribir que si un libro es bueno o no. Y lo dice desde un punto de vista que me parece muy válido: no hay industria editorial como para sostener esa crítica. Yo estoy de acuerdo. Creo que se necesita que exista, como él lo intenta hacer en su blog “El ojo en la paja”, lugares donde se recomienden lecturas o donde simplemente se diga, este libro me gustó o no y por qué. Pues bien, mi deseo con este tortuoso escrito es hacerlo, porque así, de alguna manera cumplo con mi viejo deseo de librero. Y con este regalo de aniversario, creo que lo puedo enrutar por los caminos de los libros electrónicos. O los textos para kindle.

 Cómo prefieran llamarlo.


Pues bien, para hacerles corto este viaje, mi primera recomendación es “El ruido de las cosas al caer” de Juan Gabriel Vásquez. Colombiano, el libro es ganador del premio Alfaguara –que no significa mucho, digo yo que me la pasó buscando premios que jamás voy a ganar-. Yo de Vásquez había leído un cuento bastante interesante que fue publicado en la antología “El futuro no es nuestro”. Me llamó la atención porque el tipo es bogotano, criado en las letras en París y que llevaba viviendo mucho tiempo en Barcelona, pero el cuento es sobre Medellín. De hecho el primer párrafo es sobre un lugar al borde del río Medellín, que describe con la precisión de quien lleva viviendo muchos años allí. Muchos. Me quedé de una pieza, así que cuando supe de esta novela, con el rimbombante sello del premio, decidí que podía ser una excelente oportunidad para acercarme a un escritor colombiano que no fuera García Márquez, Mutis o Caballero.

En tres días no me pude despegar del aparato este.


 “El ruido de las cosas al caer” no es una novela importante. No le llega a los talones a las catedrales que construyó Gabo con Cien años o Espinosa con la Tejedora de Corona. Ni siquiera a la trilogía de Ospina. Sin embargo, el libro tiene dos elementos que me llevan a decirle, “Hágale, póngale esos 20 de mil que cuesta la versión electrónica, no se va arrepentir”. El primero es que Vásquez logra contar otra historia sobre el narcotráfico en Colombia, pero como si fuera la primera vez. La magia de este libro, que está decididamente en su narración pegajosa, nos cuenta con sutileza, pero sin caer en esa narcomiseria o en el lenguaje sicaresco que tanto daño nos ha hecho, la tragedia que por cuenta del narcotráfico ha vivido este país por décadas. Esa capacidad hace del “Ruido de las cosas al caer” un libro que hay que leer, mirar, revisar, estudiar en su ejecución para buscar otra forma de narrar nuestros años más oscuros.

 El segundo aspecto: Vásquez, que definitivamente sabe lo que hace, no se queda en la construcción de sus personajes, que le bastarían para contar una buena historia, sino que nos ubica en varios contextos históricos: nos describe la patria por años, como si fuera un álbum fotográfico que uno va revisando en la sala de la casa, mientras además nos muestra como van cayendo por un abismo los dos personajes principales. Este es un libro que nos impacta porque nos enfrenta con la realidad de un país que para nada es ese paraíso donde las mariposas amarillas florecen en las calles, sino uno que se fue deformando por sus propias debilidades. Somos un país de débiles. De miedosos. Pero sobretodo, de ambiciosos.

 El único pero: El final. La novela va a un ritmo desenfrenado y de repente uno termina estrellándose con el muro del final. No se si se le acabó el papel o la rigurosidad de las normas del premio no le permitieron más páginas, pero Laverde nos queda debiendo una explicación, pero sobretodo Yammure nos queda debiendo su historia. O al menos, su conclusión sobre todo eso que pasa en el 100 por ciento del texto. Sin embargo, a pesar del final, “El ruido de las cosas al caer”, es una buena novela, de una sentada.

 Bueno… lo que viene es sobre periodismo. Ojalá escriban y recomienden cosas para leer, que para eso se inventó el Kindle. Perdón, para eso se inventaron los libros.

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