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No sabemos la hora exacta en que el reloj Jawaco de la casa de la abuela acabó con su vida. No lo supimos porque en su descenso final explotó en decenas de pedazos y las manecillas fueron a parar a la mitad del patio.
Solo escuchamos el estruendo del golpe. Fue algo repentino; estábamos en los cuartos y después de un tic tac, sentimos la caída libre, el golpe seco y una campanada final que se expandió por la casa como si fuera su espíritu que ascendía a los cielos.
Mientras barríamos los escombros abrigamos la sensación de estar recogiendo nuestros propios recuerdos. El viejo reloj de la casa, lo había traído el abuelo antes del nacimiento de la segunda generación de la parentela. Lo compró de segunda y fue la tonalidad espectral de las campanas, que según el vendedor era la misma de la abadía de Westminster, la razón definitiva para llevarlo.
El abuelo era un enamorado de los sonidos, además del reloj, en el patio estaban los sinsontes, los canarios y un equipo de sonido de alta fidelidad bastante moderno para esos años. Pero una vez la combinación de cantos, campanas y canciones fue tan insoportable que la abuela le ordenó, irreductiblemente, que escogiera entre los pájaros, el reloj y ella. El abuelo, que siempre fue un hombre práctico, regaló los pájaros, estableció horarios para el uso del equipo de sonido y abogó por la suerte del Jawaco por su evidente utilidad.
El reloj era una presencia permanente en la casa de los abuelos, que para mí ha sido la única casa que he tenido y vale la pena tener en la lista de mis nostalgias para la vejez. Sus campanadas, una por cada hora del día que cumplía, se convirtieron en el sonido y el aroma de esa casona del barrio Buenos Aires. Siempre lo tuve en la memoria. En los años del exilio recordé las salidas del baño para enterarme de lo tarde que iba para la universidad o lo poco que faltaba para la hora del almuerzo. Mi medición mental del tiempo siempre la hice basado en la numeración metálica del Jawaco.
Sin embargo, poco a poco fue perdiendo el ritmo. La única que tenía el hábito inquebrantable de darle cuerda era la abuela. Se levantaba temprano, abría la vitrina y en los tres orificios de la esfera de números, le daba cuerda con una llave especial y con un golpe suave en el péndulo, lo ponía de nuevo en movimiento. Pero a ella los años vinieron a buscarla y la encontraron para dejarla postrada, a pesar de su ánimo juvenil, en una silla de ruedas. Entonces, esporádicamente, cuando el reloj de pulso se me quedaba en el cuarto o no tenía el tiempo para sacar el celular del bolsillo miraba hacia la pared y allí estaba él, con su péndulo detenido, invitándome a darle cuerda. Algunas veces lo hice, pero era ya más el tiempo que permanecía quieto que el que contaba. Por eso estoy convencido que su caída fue una decisión personal. El clavo que lo sostenía estaba firme en su lugar y la parte de la que él se pegaba a la pared no sufrió algún daño. Se cansó, pienso yo, de su condición de reliquia, que los nuevos niños de la casa lo observaran como una pieza de museo, pero ante todo, que nosotros, testigos de su disciplina y lealtad, lo hubiéramos abandonado como a Cristo en la pared.
Después de limpiar el piso de las astillas, procedimos a envolverlo en bolsas del Éxito, cuando caímos en la cuenta que era improbable que algún carpintero aceptara restaurarlo. Y allí quedó por un par de días sobre las sillas que intentaron soportar su caída, hasta que escuchamos la campana del camión de la basura y lo sacamos a la calle.
1 comentario:
Ahora le puse imagen al mítico reloj...
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