miércoles, 22 de septiembre de 2010

Tres horas de nuevo en Colombia


La patria es un pedazo de papel, ya lo decía Serrat. A mi me queda clarísima la metáfora después de estar dos horas frente al mapa de Colombia del consulado en Buenos Aires. Afuera, esa noción tan intangible que es la patria se convierte en eso, en un pedazo de papel pintado de colores pastel.
Antecedentes judiciales. Esa era la diligencia que me ponía de nuevo, por algunas horas, en suelo colombiano. Hace tres meses que vivo en Argentina, en Buenos Aires. Me pidieron ese papel, porque no bastan los juramentos ante el Santísimo, Biblia en mano, que uno no ha cometido ningún delito, que uno es un ciudadano decente, que la prueba fehaciente es que estoy acá,que me dejaron salir y además poniendo la cara -usted cree (estuve a punto de decirlo mientras me explicaban por teléfono lo que me tocaba hacer) que uno fuera un criminal, daría la cara, ah?, pero ya han sido tantos los pillos que también han dado la cara en el extranjero, que los dejaron salir o se volaron, que a los países del mundo no les quedó otra que pedir los antecedentes judiciales, al menos, para lavarse las manos ante el planeta de que si dejaron entrar a un colombiano paria y le dieron la residencia, fue por culpa del tropical, desordenado y corrupto sistema de control Nacional y no de ellos.
Yo, que le debo a mucha gente, pero nada a la justicia, me embarqué en estas aventuras. Y lo hice animado con la convicción que por estas latitudes del planeta, esa burocracia gris, confusa, casi melancólica y pesada de mi amada Colombia no me alcanzaría. Que la desmesura de nuestras capacidades para el asombro no tenía cabida en esta ciudad gris de invierno que apenas despierta para la primavera. Que equivocado estaba. La primera muestra fue solo al llegar ¿Cómo se identifica la entrada del consulado colombiano en una serie de puertas que se parecen entre sí como si fueran hechas por la misma persona? Porque en la entrada hay una señora vendiendo arepas. Una señora que no sé de qué país vino, porque me habló en un español que parecía portugués con mezcla de otra cosa. Pero ahí estaba, con las mismas maletas con la que los santuarianos cargan sus mercancías, estaba ella con sus arepas de queso y maíz.
Adentro, Colombia entero: una oficina igual a un juzgado como los de Paloquemao o los juzgados del tribunal superior de Antioquia en 1973. El mapa de Colombia, gracias a Dios no estaba ni la foto de Uribe, ni la de Santos ni mucho menos la del embajador García. Las tarifas de rigor, la nueva publicidad de turismo con el mensaje que no surte un buen efecto con los estamos afueras del país: “El único riesgo es que te quieras quedar” ¿Quedar dónde, en este consulado? Ni por el putas. Si fuera por eso, me quedo en mi casa.
Mi turno. Por fin para un diligencia colombiana se respeta mi turno. Me atiende una señora y se inicia el típico comportamiento de la empleada pública: preguntarle a la más vieja qué es lo que tiene que hacer “Y aquí que pone” Pregunta la una “Donde dice el nombre, el nombre”, responde la otra . Y asi, diez minutos, donde me embadurnan de tinta los dedos, como si ya no tuvieran mi impresión dactilar hasta en el carné de Comfama. Pero ahí estaba yo y mis garras, con una señora pasándome el rodillo por las manos, como si estuviera haciendo pan de 200. No pude evitar pensar que somos tan colombianos, que hasta la burocracia la tenemos que importar, porque esta señora me hablo en ese delicioso acento de esa cálida zona del país que llaman Bogotá.
Pero hasta ahí, díganos, todo bien. Gracias al horario o a la cultura, en el banco no hay que hacer fila, ni a la entrada, a excepción de la mujer y sus arepas, no hay una fila de intermediarios que como mosquitos se lanzan sobre la humanidad de aquel desdichado que se le ocurre preguntar dónde se paga el apostillado de envío. Lo entretenido pasa al regreso, cuando se devuelve el recibo de consignación, y el consulado esta repleto. Hay de todo, la parejita en orden que viene a registrar a su hijo, sin importarle ponerle esa marca para toda la vida, los estudiantes que pululan, el sanandresano que requiere un permiso especial para poder cantar, uno que otro extranjero que viene a pedir la visa de trabajo y no puede con la densidad de “realismo mágico”, como dice uno a modo de chiste malísimo.
Aquí, solo falta la música. A las señoras del consulado –porque el único varón es el señor cónsul- se les comienza a salir de las manos la cantidad de gente, porque una señora que viene a renovar la cédula –Yo apenas veo la fecha de nacimiento, pienso que ya para qué señora, al fin al cabo eso se le va a vencer pronto- no tiene la menor idea de las cosas que le preguntan en el formulario como su nombre, su lugar de nacimiento y otros datos fundamentales, mientras el otro le pide “comedidamente” que lo atienda que lleva media hora esperando a que alguien le reciba los papeles para renovar el pasaporte, a lo que una dulce caribeña le responde que eso lo tiene que hacer por internet, seguido de un disgusto que solo logran solucionar, de nuevo, la decana de las funcionarias que le recibe los papeles y le explica con una dulzura maternal que que pena con usted joven, pero las cosas son así.
A todas estas llega una señora, con una cara de indignación diciendo “Yo saqué el turno por internet y veo que no sirve para nada”, Yo no se si esta señora no se da cuenta que el turno no era para la embajada británica, sino para el consulado colombiano. Sin embargo, las logran ordenar este despelote: despachan a los que vienen por la cédula, ponen a esperar a los que vienen por los antecedentes y atienden a los que van llegando con su turno de papel en la mano, en un asombroso orden matemático. Y cuando todo está normal fluyendo, eso sí a la velocidad de la burocracia colombiana, aparece un ella, de cabellos dorados, piernas como agujas, falda de florecitas, pero con voz de pescador reclamando la intermediación del consulado en un caso de estafa perpetrado por un ciudadano de nuestro país (cuándo no). Él o ella, no lo sé bien, reclama indignada que un ciudadano de este país, la/lo dejó sin documentos con la promesa de conseguirle trabajo en Colombia. Tristemente, a nadie se le hace raro, a nadie le llama la atención semejante irrupción tan pintoresca.
Pero ya me entregan el sobre, con la dirección perfectamente mecanografiada del DAS en Bogotá y cuando pensé que estaba alejado de esas “recomendaciones” para tomarse la foto, sacar la fotocopia y otros menesteres, la señora con un gesto maternal irrefutable me entrega un papel que me recomienda para el envío. “Usted lo puede enviar por donde quiera, pero este fijo le llega”. Yo no me arriesgo, salgo de la calle y cruzo las dos cuadras donde Fernando me ayudará a enviar los papeles, mientras confirmo que el suelo de las embajadas y consulados, es como si uno estuviera pisando la misma tierra y me da una alegría, a pesar del desorden, el caos, los escándalos, haber vuelto a Colombia, aunque fuera por tres horas.

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