Yo a mi abuela
Carmen la quería, y la quería mucho, sobre todo porque ella fue la única
persona que seguí queriendo de la misma forma que lo hice desde cuando era un
niño. Y tal vez por eso su muerte me duela así, tanto: era ella, con su
presencia viva en este mundo el único pasadizo directo que conservaba de mi
niñez. Al pensar en ella, en imaginarla en la distancia, volvía a sentir -no
recordar- cuando fui pequeño y que fue descomunalmente feliz. En la extensión
de mi infancia su generosidad y afecto de tolimense enorme edificaron una pila
de años que todas las personas que compartimos aquellas décadas maravillosas no
hemos podido replicar con éxito en ninguno de nuestros emprendimientos para
revivir la nostalgia que habita nuestro cuerpo. Carmen Elisa supo implantar en
sus hijos un espíritu de solidaridad y alegría que compensó con creces la
evidente incapacidad de declarar su amor directo de abuela en sus 22 nietos y
ninguno de ellos podrá negar que cuando pisó los terrenos dominados por su
corazón fue excesivamente feliz y dichoso.
Por eso la
extrañeza de mi reacción cuando recibí la noticia. Mi esposa me abrazó en el
momento indicado antes de desbarrancarme por un precipicio de incertidumbre:
era la primera vez en mi vida que necesitaba consuelo. Su muerte es mi primera
muerte. Aunque el protocolo indicara que la depositaria del dolor era mi madre
por su legítima ausencia, cuando leí ese correo de mi padre, sentí una opresión
desconocida en el pecho. Comprendí
entonces que no solo había partido de mi ciudad por las razones del amor, sino
también para huir de la posibilidad de que ella no estuviera más: su peso en mi
vida era tan grande, fue tan fundamental en los cimientos de mi carácter su
presencia que confieso que no tengo y nunca tuve el coraje suficiente para
verla partir.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjU1Vnp2EKM7BubM4SVAL5wSfqF3job0zLcNHVtP-fqLVYsP2UfvEvOfc7VIxwJmTuRDjgGWBpcZwZ3LSnhUPkFBJZNiYmNvsyucyOFY2ZGlo5zYF6YOSVh7DvrsMORyV0xGcuu-UKoTWA/s400/abuela2.jpg)
-Mijo, uno nunca
escupe para arriba.
El tiempo fue injusto
con su grandeza. Mela se fue encogiendo poco a poco: primero dejo de cocinar,
después dejó de cantar y por último, comenzó a olvidar. Yo la vi descender
hacia el abismo de su memoria mientras se recluía en una cama cercada de mucho
cariño que ella no entendía. Me di cuenta entonces que la vejez es una caída
libre en cámara lenta. Pero sería allá, en el limbo de los recuerdos donde me
demostraría que el lugar más cálido del mundo es el corazón de una abuela.
Alguna vez la fui a visitar y no recordaba nada: ni mi nombre ni mi origen.
"Es Alejandro, el mayor de Rosa María", le ayudó una de mis tías. Se
me doblaron las piernas. Se que otros nietos se habían robado su amor, pero yo
estaba seguro de haber marcado con fuego sus recuerdos. Pero nada, ella exploraba
los vestigios de su imperio, pero solo hallaba ruinas. Yo estaba a punto de
llorar, pero entonces de nuevo Mela fue Mela por un instante y muy dentro de
ella sabía cuál era la única receta para hacerme feliz siempre desde que era un
bebé y preguntó con una sonrisa delatora:
-Mijo, ya me le
dieron algo de comer?
Por eso en la
víspera de la Navidad te recuerdo querida Mela, te añoro, te extraño y pienso
en la distancia. Fuiste el principio de mis valores y una de las personas que
me ayudó a conjurar los demonios de mis debilidades. Pero sobre todo, fuiste la
fuente y el soporte del principal de mis tesoros: la familia que comparto con
mi madre, mi hermana, mis tías, mis primos, los hijos de mis primos, a quienes
les mando un mensaje en esta fecha tan especial para todos: Nunca nos olvidemos
los unos de los otros, como ella a pesar de su memoria en sombras, nunca se
olvidó de lo que habitaba en su corazón para recordar que a su nieto lo que más
lo hacía feliz era deleitarse con lo que ella preparaba en la cocina mientras
cantaba seguida de un coro de pájaros felices.
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