La Pacific Coast o la famosa Carretera 1 a San
Francisco es color amarillo. Amarillo tierra. Bajo esa niebla marrón, la costa
de California se da un abrazo con el mar. Hace una hora salimos desde Los
Ángeles hacia el norte. En carro. Nos esperan 841 kilómetros y diez horas de
viaje en dos días. El sol hace su trabajo sobre el paisaje. El viento acaricia.
La imagen que se aprecia por el parabrisas es
una postal.
Para ir a San Francisco no se necesita dar
tantas vueltas. Por la 101 o por la interestatal número 5 se puede llegar en la
mitad del tiempo. Sin embargo la elección de transitar la Carretera 1 no tiene
nada que ver con la prisa. Es casi todo lo contrario: es un ejercicio de
contemplación. Es tener la oportunidad de observar la placidez del mar mientras
se maneja a casi 130 kilómetros por hora . Recorrer esta parte de los Estados
Unidos es poder acariciar la brisa del Oceáno Pacífico. Aunque en un principio
la Carretera 1 fue diseñada como una forma de comunicar a Los Ángeles y a San
Francisco con la región del Big Sur (ya más adelante conversaremos por qué era
importante hacerlo) en la década de los 30, con los años manejar por esta ruta
se convirtió en un placer. En un sueño californiano. En un destino turístico.
La primera parada de este viaje podrían haber
sido muchas paradas. Estaba Santa Bárbara y sus vinos o la perfección solitaria
de San Luis Obispo. Nosotros veníamos con una recomendación a cuestas: Solvang.
Aunque no habíamos visto una sola foto, la premisa era apetitosa: un pueblo
enteramente danés en medio de California. Llegamos de noche y los árboles
estaban llenos de luces, mientras las casas, que parecían sacados de los
dibujos de Blancanieves o La Cenicienta de Disney, estaban palidamente
iluminadas por bombillas que parecían de otro siglo. En medio de la calle
principal, en el único local abierto a esa hora de la noche -las siete y media-
la “Solvang Brewing Company” o la Compañía Cervecera de Solvang parecía de
fiesta. El resto, dormía.
Solvang es realmente un enclave danés en Estados
Unidos. No es para nada una ilusión turística. En 1911, un grupo de daneses que
huían del crudo invierno del medio oeste norteamericano vinieron a parar a este
remanso verde ubicado en la jurisdicción del condado de Santa Bárbara. Con el
tiempo construyeron las casas, los parques, los templos y hasta los colegios a
imagen y semejanza a los que habían dejado en Dinamarca. Y también trajeron su repostería espléndida: los
sombreros de Napoleón, que son galletas coronadas por mazapán y chocolate o el
Rugbrod, más conocido como el pan amargo, entre otras delicias. Así que cuando
amanece, Solvang cobra vida. Hay que seguir el viaje, compramos algunas
galletas y un pan con queso.
A partir de San Luis Obispo, que está a una hora
de Solvang, la carretera de verdad se encuentra con el mar. Lo de antes fueron
solo coqueteos. Ahora sí, el paisaje famoso, los acantilados con sus
precipicios enormes, el mar que golpea y le da forma a las rocas. El siguiente
capítulo de este viaje es el castillo del magnate de los medios William Raldoph
Hearst. Si no le suena el nombre, aquí un par de datos: Hearst fue dueño de 28 medios de circulación
nacional, entre ellos la famosa Cosmopolitan y fue el hombre en el que se
inspiró Orson Wells para escribir Ciudadano Kane.
De hecho, Xanadú no es otra cosa que la
recreación en el cine de este lugar.
El lugar, al que Hearts llamaba “El Rancho”, es
impresionante. Es una casona gigantesca, mezcla de iglesia del barroco español
con villa romana de 56 cuartos y 16 salones destinados cada uno a una actividad
distinta: billar, ping-pong, cine, fumar, cartas, leer el periódico, etc. Los
techos fueron extraídos de viejos castillos españoles, se demoró 30 años en
construir este exapbrupto de la arquitectura, que ahora es un museo a la
megalomanía. El recorrido por los salones, cubiertos de gobelinos franceses y
alemanes, pinturas del renacimiento estancadas en el polvo y el tiempo, oprimen
esta sensación de pequeñez que va con uno a todos lados y que es rematada
cuando el guía explica que este solo era una de las “30 propiedades que Hearst
tenía en el país”.
Después de proyectar una película en una sala de
cine adornada con cariátides de madera, donde se ven cómo la pasaban de bueno
en este lugar leyendas del cine como Charles Chaplin (que según cuentan estuvo
a punto de morir por culpa de los celos de Hearst) Cary Grant y los Hermanos
Marx, entre otros, nos llevan a los exteriores. Como estamos en primavera el
espectáculo no puede ser mejor: sobre un mirador de flores se extiende el
Pacífico en toda su grandeza. Más abajo, por unas escaleras se llega a la
pisicina Neptuno, rodeada por esculturas de mármol. A pesar que es utilizada
pocas veces en el año, es tan inmensa y sus aguas tan cristálinas que solo dan ganas
de tirarse y quedarse allí el resto de la tarde.
El atardecer se demorará un rato, así que hay
tiempo para otras paradas. Por la misma ruta, pocos kilómetros del castillo de
Hearst, se encuentra Piedras Blancas, una playa repleta de elefantes marinos,
que en este caso, es un matriarcado de elefantas. Una señora se acerca, con un
pedazo de piel vieja en las manos, para explicarnos que en este momento las
hembras son las dueñas de esta parte de la playa y que los machos están en otro
lugar remoto. Están una sobre la otra, amontonadas, perniciosas, dormitando,
algunas enchándose arena sobre el lomo, pero la mayoría con sus barrigas pardas
y felices al sol. Una de ellas, curiosa, observa a los turistas que se detienen
aquí. A lo largo de la costa de California no es extraño encontrarse con focas,
leones marinos y otros mamíferos de este tipo. Más adelante, en Carmel nos
encontraremos con otras más.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiPs0HV0gumOfSo0uRz4w5XWN8x3xOuMzZeIACsIRsiXpQNo4YglOTP0_TqfW3kTn3zi6Mnc3fBPbLVqCWkmZ_TlD8HGwnRQJzeOFewUMJkWeqTxEyDfMRQQOn27DOLLjcWK7Qzw8gr5Nw/s400/Carretera6.jpg)
Big Sur, la región por donde más se puede
apreciar la belleza de esta carretera, fue un lugar famoso por convertirse en
el refugio de famosos artistas como Hunter S. Thompson, el fundador del
periodismo gonzo, el novelista Jack Kerouac, el fotográfo Edward Weston que de
alguna manera ayudaron a gestar el movimiento hippie, que nacería en la esquina
de Haight y Ashbury en San Francisco durante de la década de los 60, a
kilómetros de aquí. Lo que sigue en el mapa es de hecho una biblioteca,
rústica, que esta tarde está de feria: venta de raíces, libros místicos,
alguien pasa con una copa de vino y la gente se ubica sobre el césped que está
a la entrada para escuchar a alguien tocar la guitarra. La biblioteca, que es
más bien una librería, se llama Henry Miller, el autor de Trópico de Cáncer que
vivió más de 20 años en Big Sur. Un par de canciones y una ensalada de frutas no están nada mal para continuar.
La acción buena del día es, por supuesto, mirar
el atardecer. Ver como el mar se va apagando bajo la luz naranja de un sol que
no quema ni arde. El lugar debe ser Nephentes, un bar-restaurante-tienda, con
el mismo ámbito de paz y amor que se respira por toda esta ruta. El lugar tiene
un mirador y no se necesita más: el mar, en paz, plateado, eterno. El cielo,
todo en silencio, apenas si se escucha el murmullo de los otros comensales. La
placidez. La perfección de una atardecer.
El viaje termina en Carmel, la ciudad de la que
alguna vez fue alcalde el actor Clint Eastwood (de 1986 a 1988). Es una ciudad
limpia. Bella, donde no se hay un aviso mal puesto, las casas parecen de
cuentos de hadas, frente al mar con un malecón hecho de árboles donde uno se
puede volver a enamorar una y otra vez. Es un lugar para caminar, dejar el
carro, y recorrer sus locales de repostería fina, cocholaterías, restaurantes y
desgustaciones de vino, para despedirse de esta carretera increíble que después
de unos vinos se puede comprender porque es tan histórica.
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