lunes, 4 de julio de 2011

Palmitas


Hubo un lugar donde aprendí a ser niño. Era una casa hecha en argamasa, tejas de barro, ventanas de maderas que se trancaban por dentro, puerta con aldaba que se cerraba con una llave vieja y oxidada que más de una vez no fue capaz de cumplir con su misión y nos costó quedarnos adentro. Así la compró el abuelo, a punto de caerse, envuelta por la maleza, con un baño diminuto donde se paseaban tranquilamente todas las especies del reino animal sección insectos y una cocina hecha con tierra en la que apenas cabía la abuela para hacernos el chocolate y las arepas de mote a la horda de nietos que cada julio nos aparecíamos allí para aprender que en una casa harapienta, pequeña y polvorienta, está la felicidad.
Todos los días tenían la misma rutina, que variaba según la cantidad de primos por temporada. Si estábamos todos, los turnos para la ducha según las familias: Primero los Marín, después los Holguín, las Panesso, por ahí los Millán y por último los Valencia Barbosa, que habían sido educados al revés y que para muchos era la síntesis de la felicidad: primero el desayuno y después la bañada. Al resto era con el estómago vacío, dormidos y de repente nos emboscaba ese hilo de su mil puta madre helado que más parecía el ataque del séptimo sello del infierno que agua del campo, las mujeres esquivando como podían unos zancudos jurásicos que parecían terneros que bien podíamos ordeñar mientras se sostenían en las paredes con sus seis largas y tenebrosas patas. Mientras los desafortunados infantes pasábamos en fila india hacia la tortura del baño, nuestras diligentes madres y tías organizaban la ropa sobre las camas, así que cuando uno salía, tiritando hasta las pelotas, iba de cama en cama buscando sus harapos. Por eso insisto que la rutina dependía de la cantidad de primos que habitaran la finca: si era un julio modesto y apenas estábamos cinco o seis, la cosa era sencilla. Si estábamos los 20, era jodida: busque pues una camisa, una panteloneta y sus botas machita entre 20 pintas de ropa regadas por una cama de de dos x dos y 44 pares de botas del mismo azul metálico que el suyo. Lo invito.
Después venía la primera dulzura del día: el desayuno, que por lo general, como buen batallón que éramos, se solucionaba con huevos revueltos, chocolate y arepa de mote, la cosa más deliciosa de este mundo, con mantequilla derretida encima. Por supuesto, a algunos de mis primos se les ocurría que ese espléndido bocado sabía mejor desmenuzado en el chocolate y revuelto con pan y que tenía nombre de gato: el migote. Por supuesto que el invento venía del patriarca de la primada: Leonardo David, que con los años para esconder la combinación siniestra de su nombre, se hizo llamar “David” a secas. Y después, para esconder su pasado civil se hizo llamar “Dj Zyco, Acid Comander”. Así que este “Comander”, decidió que todo el desayuno cabía en la taza del chocolate, cosa que emuló su hermanito menor, Miguel Ángel –que hasta la fecha se le conoce con el alias de “Chicho”, seudonómino del cual no tenemos la menor idea quien es su creador- Y este le añadió otro invento maravilloso: comerse el banano con mordisquitos por los lados, como un conejo. Genial, cuando estaba todo mordisqueado, babiado, lo dejaban encima de la mesa y con esa dulzura tan propia de los dos “Tía, ya terminé jjeje”. Pendejos los dos.
Pero bueno… Después del desayuno éramos hombres y mujeres libres. Nuestras diligentes madres y tías nos mandaban al campo para que no jodieramos y las dejaramos con los quehaceres habituales, pero sobre todo para practicar el deporte universal de las Valencia: tomar café con leche y hablar –tradúzcase, chismosear, cosa que todos los Valencia heredamos de forma feroz-. Ese exilio hacia los platanales, los cafetales, la hierba, el camino de piedras que después nos enteramos que lo habían construidos los conquistadores coloniales y que era más patrimonio que las murallas de Cartagena, nos volvió los niños más creativos del universo. Cada uno fue desarrollando sus habilidades especiales: Así Andrés, alias “No dejo insecto con cabeza”, exterminó con sus inquisiciones anuales toda una familia de cangrejos que vivían plácidamente desde antes del descubrimiento de América bajo las rocas de un placido riachuelo que pasaba por la finca. También nos hemos enterados que familiares de las luciérnagas que habitaban la zona están inscritas en Ley de Víctimas y entre sus testimonios más estremecedores han descrito la utilización de una arma de tortura que va en contra del Derecho internacional humanitario: La bolsa. Muchas de ellas no han podido regresar a una de solo escuchar los testimonios de lo que vivieron en las bolsas de Andrés Mauricio sus familiares. También acusaron a su madre de proveérselas sin misericordia. Ese asunto esta por resolverse prontamente. Rezamos por la recuperación de esas luciérnagas.
Las primas ya despuntaban con su incipiente vanidad y entonces decidimos organizar un reinado. Desfilaron todas y como buena reina, representaban la excelsa belleza de sus regiones. Así la Marín mayor era Mis Medellín, Adriana, Miss Itagúí y sucesivamente. El jurado que estaba compuesto solo por dos primos (Andrés estaba aniquilando cangrejos, Chicho apenas iba por la mitad del banano y el Comander no tenía tiempo para juegos de niños y seguía planeando su siguiente migote) Así que quedábamos los dos serios de la casa: Calofe y el que escribe estas líneas. En los concursos se tomaba en cuenta la belleza, la inteligencia y la capacidad de agradar al jurado (léase, galletas del algo, el arequipe del postre, cositas que a nadie le hacía daño) Con los años, la reina indiscutida, sin proveer un solo soborno a este jurado, fue la Marín. Sola, no había prima que le hiciera cosquillas. Hasta que llegó Miss Itagüí con una piscina inflable, una sensación total. Por supuesto, los honorables miembros del jurado dudamos, pero decidimos que la Marin tenía mucho para dar y le dimos la corona de nuevo. Por supuesto, nos tocó irnos a bañarnos con una triste manguerita, mientras las “reinas” chapuceaban en la piscina de olas que habían instalado en la mitad del planchón de la finca.
Eso fue, no necesitamos más. Jugamos a todo, conocimos el valor de la tierra viendo laborar al abuelo que salía con sus trapos de campesino a arar el campo, con su gorrito de bebé que le había robado a alguno de los nietos, con su machete enorme y respetable. Ahora que me siento a escribir esto, me doy cuenta del inmenso regalo que nos hizo el abuelo al comprar esa casa deshilachada y vieja, que el convirtió en un lugar inolvidable. Yo no se que recuerdo tengan del Fingo, yo tengo ese, de estar en ese lugar y saber que nunca podré ser tan feliz. Y tengo otro, más valioso aún: Muchos años después, muchos, mi padre se refugió allí después de que le estallaran todas sus ilusiones en la cara y lo dejaran moribundo. Era un hombre vencido, un león acabado, postrado, el hombre que más quise en la vida estaba arrodillado sobre su propia existencia, pero estuvo allí y la casa, sino fuera por la mano generosa de las tías, estaría condenada al olvido, entonces, de una forma milagrosa, revivió. Cuando lo volví a ver, una semana después, estaba alegre, contento, había renacido en él otra forma de vivir. Estoy seguro que todo eso que lo salvó fueron nuestras alegrías que dejamos en esa casa, las veces que nos reímos, las veces que jugamos, las veces que nos abrazamos, toda esa buena energía estaba ahí, dormida, hasta que vino alguien que la necesitaba a recogerla.
Hay una frase de una canción de Mercedes Sosa, “Uno vuelve siempre a los pequeños sitios donde amó la vida”. Yo estoy seguro que esa finca, esa pequeña pero enorme casa de Palmitas es el lugar que escogieron Fidel , el Negro y Norberto para pasar la eternidad. Será el lugar que escoja mi papá, estoy seguro. Yo que escribo que esto para decirle a todos, ahora que uno de nosotros nos ha dejado, que a pesar que el camino de regreso lo hemos olvidado y que no es necesario despeñarse por esa cumbre de rocas insufribles para volver, que la busquemos cuando podamos en los mejores recuerdos. Yo, a cada rato, tan lejos como me encuentro, cuando me acaricia el sol de un atardecer así sea el de California o el de una playa caribeña, irremediablemente me devuelve a ese instante preciso de la tarde, envueltos en una ruana, en que veía como se escondía el sol detrás de las montañas de Palmitas.
No olvidemos eso, para que no olvidemos que ese es el tesoro que nos dejan los que se van. Los Valencia no tenemos nada material, solo eso que nos dejó Palmitas. Ahora ya lo saben Valeria y Nicolás, que jugaron en el planchón y se bañaron con esa bendita agua helada….

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