jueves, 1 de septiembre de 2022

Rubén (o un cuento sobre la idolatría)

 

 

-Papá – le dijo- ¿Si me trajiste el álbum?

-Qué te he dicho Matías- le respondió- Primero se saluda.

-Buenas noches - le dijo el niño esperando otra respuesta.


El álbum. Su hijo quería llenar el álbum para conocer a René Higuita. Lo quiso conocer desde el primer día que lo vio en el diminuto televisor que tenían mientras le atajaba cinco penales a los paraguayos. Al principio lo alentó porque de esa forma su hijo pensaba en otra cosa, y no en su su madre, que la había matado el carrobomba contra El Colombiano mientras esperaban un taxi para volver a casa. Rubén, que estaba a su lado en el momento de la explosión,  logró sobrevivir, pero su mano derecha había quedado inservible y poblada de esquirlas que no pudieron extraerle. El álbum. Había perdido su trabajo de dibujante arquitectónico y ahora era vigilante en una empresa de químicos y cada día le estaba quedando más difícil financiar la obsesión de su hijo con el portero. Lo había llevado a varios entrenamientos y a un par de partidos, pero había sido imposible estar cerca del futbolista, que siempre salía custodiado. También había sacado fiado un disfraz en una tienda del centro, con la idea de que si su hijo se vestía de la misma forma que el portero, eso podría calmar sus deseos de ver  al ídolo. Fue todo lo contrario, pero el tiempo a ambos les pesó la evidencia de su marginalidad: no tenían los recursos para que ese sueño se hiciera realidad, habían desechado la idea de conocerlo y se resignaron a idolatrar a René en los noticieros de la noche y con los recortes del periódico del domingo. 


Sin embargo, de repente, la imagen del portero con sus pelos abundantes y  barba sucia comenzó a inundar los anuncios publicitarios de las tiendas, los voceadores de las calles se llenaron la boca con su nombre, y las narraciones comerciales de la radio comenzaron a corear como si estuvieran en la barra por una promoción que dejó a Rubén desconcertado desde la primera vez que la escuchó: “Llena el álbum del Mundial y conoce a Higuita”. 


***

La promoción consistía en llenar el álbum con las figuras de todos los jugadores que iban a estar en la Copa del Mundo de Italia 90 y llevarlo a un centro comercial donde estaría Higuita firmando autógrafos justo antes de marcharse al Mundial. El requisito indispensable para poder acceder al ídolo y su firma era que el álbum estuviera lleno.  Nada más. Cuando pasó por la tienda de don Eliseo  preguntó cuánto costaba: mil pesos y venía con cuatro sobres, que traía cada uno cuatro láminas. Osea, con esa inversión ya podía asegurarse dieciséis de las 448 láminas que iba a necesitar para llenarlo. Pero a partir de allí la cosa se complicaba: cada sobre costaba cien pesos. Para completarlo necesitaba por lo menos 108 sobres más con la esperanza de que no salieran láminas  repetidas, lo que era imposible. Esa compra representaba 10.800 pesos que era mucho dinero para su salario mínimo de vigilante. Pero tenía que comprarlo, apenas Matías se diera cuenta que existía una posibilidad real de conocer a Higuita no habría manera de convencerlo de no comprarlo y mucho menos, de no llenarlo. Entonces el problema no era el qué, sino el cuándo. Pensó la forma de que su hijo no se enterara de la promoción hasta el nuevo día de pago y concibió la idea de castigarlo severamente con no ver la televisión ni salir a la calle por una semana por nimiedades como no cepillarse los dientes antes de acostarse o dejar la ropa sin doblar, cosas que Matías incumplía a menudo o incluso mentir sobre su estado de salud y no mandarlo a la escuela durante varios días, pero no hubo tiempo para ejecutar estrategias inútiles: al día siguiente su hijo regresó del colegio excitado y en desorden. Hizo las tareas y lo esperó en la puerta de la casa con las monedas que había ahorrado para el paseo de fin de año a Comfama. 


Doscientos pesos. 


Dos sobres. 


Rubén se bajó de la buseta y desde la esquina pudo ver a su hijo sentado en la puerta de la casa con una bolsa llena de monedas. Caminó con tranquilidad, se sentó a su lado y dejó que Matías le explicara en sus propias palabras lo que él ya sabía. El niño prometió portarse bien, lavar los platos, hacer la tareas y hasta ayudar en la iglesia con tal de que compraran y llenaran el álbum. 


  • ¿Lavar los platos, hacer las tareas sin que yo te diga y ayudar en misa?-

  • Si. Lo prometo.

  • Okey, pero que no me toque pedirlo dos veces-

  • Sí señor

 


***


En dos meses habían logrado llenar más de la mitad del álbum. Compraron la mayoría de sobres que pudieron y terminaron con varias repetidas. Pero Matías se había convertido en un experto traficante de láminas y había logrado cambiar las que tenían duplicadas -en algunos casos, hasta triplicadas- con sus amigos del colegio, entre ellas las de Maradona, Ruud Gullit y Van Basten. Pero estaban en un punto muerto: cada sobre, a cien pesos, solo traía una que les servía y tres que había que ir a cambiar con los amigos del colegio, que después se extendieron a los compañeros del trabajo que estaban en las mismas y hasta con algún extraño en los buses de regreso a casa que Rubén pillaba contando las láminas en el recorrido. Pero el proceso había dejado de ser rentable. Además, ya faltaban solo dos semanas para el evento de Higuita en el centro comercial. La opción que quedaba era el menudeo. 



El menudeo significaba ir al centro.


La avenida Colombia hervía. Meses antes habían cerrado uno de los costados de la calle para intervenir el cableado subterráneo que ayudaría a controlar el Metro en la estación del Parque de Berrío. Los obreros habían puestos los escombros de la construcción cerca de la acera y daba la impresión de estar en una ciudad devastada por un bombardeo. Pero sin importar el caos, los vendedores habían ubicado sus puestos portátiles a lo largo del andén para vender los productos de moda y en ese momento el fenómeno era el álbum. El negocio consistía en dos partes: el trueque de láminas repetidas que ellos habían coleccionado con la compra anticipada de los sobres o venderle directamente las que hacían falta. Rubén y Matías intentaron con la primera opción. La oferta era que por cada dos repetidas suyas que el vendedor necesitara, ellos recibirían una que no tenían. Pero solo pudieron cambiar dos: al austriaco Aston Polster y al checoslovaco Thomas Skuhravy. Entonces había que proceder con la lista.  


En el rincón de su precariedad, Rubén pensó que todos los vendedores lo querían estafar. No confiaba en los más jóvenes porque sospechaba que lo único que querían era lucrarse sin importar las consecuencias, así que quiso guiarse por sus instintos y después de cambiar las dos primeras láminas, se movió un poco y buscó al que tuviera la apariencia de ser el más viejo. Al final lo encontró en la misma pose que estaban los otros: sentado con la cabeza hacia abajo contando laminitas. 


-Buenas-

-Diga Patrón, qué se le ofrece-

-Tengo esta lista que me hacen falta- le entregó una hoja cuadriculada llena de números, algunos tachados con lapicero- No se si me pueda ayudar con algunos de ellos.

-Veamos- 


El viejo dejó las láminas que tenía en la mano y las puso en una caja que tenía a su lado, a la vez agarró otra que estaba llena y que se notaba estaban organizadas en orden numérico. Tomó la lista, la desplegó sobre su rodilla izquierda, y con una habilidad de prestidigitador comenzó a extraer los cromos de la caja y a ordenarlos con sus dos manos. Parecía que tuviera cinco brazos. En menos de dos minutos ya había revisado tres cajas. 


-A ver patrón, le tengo al menos 83 láminas de las que hacen falta y le puedo conseguir el resto para esta semana- 

-Perfecto, ¿cuánto le debo?-

- Serían cuatro mil doscientos pesitos patrón-

-¿Cuánto?- Rubén abrió los ojos y repitió: ¿cuatro mil doscientos pesos?.

“Cincuenta pesos por lámina” calculó.

- Y es que a cuánto las quería pues-

- Pero es casi lo que vale la caja entera-

-Patrón, aquí toca así, además que no le quise cobrar los escudos que valen setenta pesos- 


Matías lo miraba confundido. Apenas estaba aprendiendo a multiplicar así que no podía sacar las cuentas si no tenía lápiz y papel cerca. Rubén había traído la plata haciendo el cálculo de lo que valía cada lámina dentro del sobre, o sea, casi 25 pesos. Ni siquiera había tenido en cuenta los precios especiales de algunas láminas.También tenía el dinero para hacer mercado. Miró a su hijo. Matías había agarrado las láminas y las estaba organizando en números de mayor a menor con una agilidad parecida al hombre de las cajas. Se sorprendió de ver que tenía capacidades superiores a las suyas. “Nos  tocará comer papel”, pensó. Metió sus manos en los bolsillos, sacó los billetes y completó el pago con todas las monedas, nuevas y viejas, que tenía acumuladas desde el mes pasado. Compró sesenta. 


-Patrón, le doy un consejo- le dijo mientras contaba el dinero- No se duerma y venga rápido por las otras, porque los precios están subiendo. 

- ¿Cuánto más?-

- Puede llegar a 250 pesos-

-¿250 pesos una lámina? No, no puede ser- 

- Yo solo le aviso patrón porque me parece que usted no tiene mucha idea de esto-


“Tiene razón”, quiso decirle, pero no quería perder su dignidad de padre delante de su hijo. Matías le jaló el pantalón. “Pa, falta de la Higuita”. Rubén tomó el manojo de figuras, pero antes de comenzara a buscar el rostro del ídolo el vendedor lo interrumpió.


-- Ni la busque, esa es LA más escasa de todas- le dijo- Yo solo he tenido una en mis manos y la vendí en cinco mil pesos. Yo de una. Todos estamos desesperados porque nos salga un “Higuita” para hacernos el mesesito. 

-- Y no habrá manera de que me ayude- le preguntó Rubén.

-- Cómo le dije, está muy difícil - respondió y se tomó la cabeza - Si quiere pásese el jueves que me llegan varias cajas y yo creo que habrán varias Higuitas. 

-- Ayúdeme se lo ruego- 

-- Pásese el jueves a ver qué hacemos- 


Por fortuna Matías no solo aceptó la explicación que pronto tendrían la lámina de Higuita sin chistar, sino que logró cambiar varias figuras en el colegio y regresó el martes cargado de un arsenal que los dejó el miércoles en la mañana, después de trasnochar pegando las figuritas mientras Matías le contaba sus proezas en el juego de la mano coca,  con solo nueve figuras faltantes para llenar el álbum: el estadio de Génova, el escudo de Suecia, la del equipo completo de Egipto, la figura doble de los arqueros de Costa Rica (Luis Gabelo Conejo y José Arturo Hidalgo), Santiago Ostolaza de Uruguay, el portero de España José Luis Ochotorena, Steven Tauton de Irlanda, el portero de Bélgica Michel Preud’Homme y la lámina número 287: José René Higuita. Para Rubén eso significaba 1.800 pesos mínimo. Decidió postergar diez días más el pago del fiado en la tienda y el aporte a la natillera de la empresa. Le explicó a don Eliseo cómo estaba la situación, a lo que el tendero no solo le aprobó el plazo sino que también le regaló un tinto y un Royal sin filtro que disfrutó hasta que el calor de picado le quemó la punta de los dedos, pero por primera vez en días le permitió conciliar el sueño con una facilidad de recién nacido. 


El jueves en la tarde, dos días antes de que se cerrara el plazo, Rubén fue hasta los hombres de las láminas. El hombre viejo estaba revisando una lista que iban a pasar a recoger más tarde. Rubén se sentía eufórico. En los nueve años que llevaba ejerciendo el cargo de padre no recordaba que hubiera hecho algo junto a su hijo. Sin duda, armar el álbum había creado un nuevo vínculo entre los dos. Y estar a punto de llenarlo le producía una felicidad inédita, extraña y poco familiar para un hombre que lo había perdido todo. Saludó al ventero que apenas lo miró y le entregó la hoja de cuaderno con los números restantes. El hombre viejo le fue pasando cada lámina que iba encontrando en su caja. Después las volvió agarrar y las contó. 


  • Son 1.600 pesos- 

  • Pero son nueve- respondió Rubén-

  • No, son ocho, no le pude conseguir la Higuita, lo siento- 


“¡No puede ser!” se desesperó. 

  • ¿Y no hay manera de conseguirla?-

  • Es imposible y cómo le dije, si por alguna razón llega a conseguirla, guardela y no se la deje ver de nadie. Y si llega a tener una repetida, usted es un hombre rico. 


Dejó salir por la boca una columna de aire pesado que se había alojado en su estómago. “Necesito esa lámina, se lo ruego, ayúdame”. Suplicó. El ventero se encogió de hombros y tomó a Rubén por el hombro.


-Yo lo quiero ayudar amigo, pero la verdad no sé cómo. De verdad-


Le dijo eso y le dio una palmada en el hombro.


Una alternativa sería llevar el álbum sin esa lámina. O pintarla. Antes del carrobomba, tenía la particularidad de pintar retratos como si fueran fotos vivas. Sin embargo tendría que hacer un esfuerzo sobrehumano con la mano que le había destrozado la explosión. Aunque estaba dispuesto a todo, pensó que debía haber otras opciones antes de obligar a su apéndice muerto moverse contra su voluntad. “Vengo mañana a ver si me sale el milagro”. Rubén enfiló hacia Ayacucho para tomar el bus, pero antes de alcanzar la esquina lo interrumpió un hombre más viejo y malencarado que el ventero. Le hizo un gesto de entrar a uno de los locales donde vendía ropa interior para mujer. 


-Usted está buscando una lámina de Higuita, ¿No?- preguntó el hombre con una voz aguardientosa y opaca.

- Sí- respondió asustado

- Yo se la tengo- le dijo el tipo- Deme cuatro mil pesos y es suya. 

-Primero la tengo que ver-

El hombre se metió las manos al bolsillo y sacó la lámina: ahí estaba el rostro del portero colombiano, con un saco gris, con el pelo agitado por el viento y los ojos medio cerrados por el efecto del sol. 

-Entonces qué caballero- interrumpió 

-¿Cuatro mil pesos? Pero señor, yo no tengo todo ese dinero y mucho menos para una lámina.

- Bueno, ¿le interesa o no?, porque seguro va a venir alguien que me pague ese precio.


Rubén se quedó mirando a los ojos de aquel hombre. Tenía dos mil pesos para pagar los servicios. Al involucrarse en la aventura del álbum también había obviado el pago de la factura de EPM. Pero este era el tercer mes, así que si no los pagaba se los cortaban.  El señor comenzó a dar media vuelta.


-Espere- le dijo Rubén- Yo no tengo ese dinero. Le ruego que me de una mano. Vea mi mujer la mató un carrobomba y desde entonces estoy a cargo de mi hijo. Trabajo de vigilante  y ese niño ve por los ojos de Higuita, ¿Usted sabe del concurso? 

-Sí, he escuchado a varios clientes hablar de eso-

- Es este fin de semana y ya me gasté el sueldo en este bendito álbum. Se lo ruego que por favor que me ayude, hágalo por mi hijo- 

- ¿Cuánto tiene?- refunfuñó. 


Se metió el bolsillo y solo encontró los dos billetes de 1.000 pesos. Se quedaba sin nada. Sin plata para mercar, para los servicios. Ni para los pasajes. 

  • Dos mil pesos- 

  • No, olvídese. Hay gente que está pagando cinco mil pesos-

  • Señor, se lo suplico. Si quiere vengo en quince días y le doy los otros dos mil-

  • No caballero, yo no soy un banco-

  • Ya le dije, no quiero romperle el corazón a un niño que se quedó sin madre-


A Rubén se le llenaron los ojos se inundaron de lágrimas. El hombre hizo un gesto de resignación. 


  • Ahí está- 


Ambos miraron hacia la entrada del lugar donde había surgido la voz.  La frase la había pronunciado un hombre alto, bien presentado, vestido de saco y corbata que emanaba una fragancia de lavanda fresca. Apenas vio al viejo se le acercó.


  • ¿Don Mauricio?- preguntó

  • Sí, yo soy- le dijo el viejo extrañado. 

  • Mucho gusto, Gustavo Piedrahita- respondió y le extendió la mano- un joven me comentó que era posible que usted tuviera la lámina de Higuita y me gustaría comprársela, ¿A cuánto la está vendiendo?


El viejo  miró a Rubén y se encogió de hombros. 


  • Cuatro mil pesos-

  • ¿Qué?- dijo Rubén. 

  • Perfecto - dijo el hombre, se metió la mano en el bolsillo y extrajo una billetera rectangular de cuero negro y reluciente. De allí retiró dos billetes de dos mil y se los dio al hombre viejo. Él le entregó la lámina, mientras Rubén miraba toda la escena sin poder reaccionar. 


El hombre alto miró a Rubén y le dijo con una sonrisa: “Mi hijo me va a amar esta noche” y salió del local. “Lo siento”, le dijo el hombre viejo y también salió del local. Una de las jóvenes que atendían se le acercó a Rubén que parecía haberse congelado en el tiempo en medio de aquella tienda llena de calzones y sostenes. “¿Se le ofrece algo señor?”. Reaccionó y apenas le respondió a la jovencita mientras salía de aquel lugar y se enfrentaba al centro de Medellín a las siete de la noche. Caminó aturdido por lo que acababa de presenciar en el local hasta tomar el bus de Milagros que lo dejaba a dos cuadras de la casa. Mientras el vehículo ascendía por las calles empinadas, Rubén buscaba las palabras precisas para contarle a su hijo que no había sido posible conseguir la figura de René. Se tomó el rostro con la mano disponible y entonces se quedó mirando su mano derecha: estaba allí, inmóvil, inerte, un pedazo de carne seco que a duras penas podía manipular. Pensó que de no haberse estropeado, le hubiera sido posible dibujar a mano alzada aquella fotografía de René y hacerla pasar como la original. Pero era tarde. El plazo estaba vencido. 


  • Las láminas papi-

  • Qué te he dicho, primero se saluda - lo reprendió. 

  • Hola Papi- respondió. 


Rubén sacó las láminas que estaban envueltas con el papel del cuaderno que contenía la lista y se las entregó a Matías. El niño desenvolvió el paquete con ansiedad y comenzó a revisar que estuvieran todas. 


  • ¿Y la de Higuita?- 

  • No la tenía el señor. Me dijo que mañana la conseguía sin falta. No te preocupes- mintió. 



Matías comenzó a llorar. 


¿Quién consuela a un niño que no tiene madre? 


Ni puta idea. 




viernes, 21 de agosto de 2020

Champions League: Bayern Munich vs. PSG ¿Fútbol cuántico?

El fútbol es, algunas veces, extraño. Y mucho más sin público. 


Bayern y PSG se miden este domingo en un desolado Estadio da Luz de Lisboa, para quedarse con la corona de Europa.  La última vez que una final tuvo menos espectadores de en sus tribunas de lo normal  fue después de que una barricada de hooligans aplastaran a 38 tifosi contra las rejas del estadio en el 84 y los asfixiaron hasta morir. Circunstancias especiales. Y eso cambió el fútbol para siempre. 


¿El covid-19 tendrá el mismo efecto?



Bayern llegó a esta instancia después de varios partidos notables, pero sobre todo uno que lo inscribió en el talonario de la historia: el 8-2 frente al Barcelona de Messi. Y ese fue un partido bisagra. Cuando el fútbol retomó su curso tras el parón por la pandemia del covid-19 en aquel partido entre el Dortmund y el Schalke 04, lo que más hizo ruido fue el silencio de las tribunas vacías. Imposible concentrarse en la cancha, cuando lo que no pasaba en las tribunas atraía más nuestra atención. Y siguió así durante varios días: cada partido parecía un entrenamiento. Y ciertamente era triste, poco. Caro. Tanto espacio desperdiciado. La única recompensa al gol, antes amplificada por miles de voces, ahora se reducía a unos tímidos aplausos de los compañeros que estaban en la banca.. No había esa presión de elefante sobre los árbitros después de una falta dudosa, un agarrón de camiseta ignorado, una amarilla inmerecida. Y ciertamente ese vacío no influyó en las tendencias habituales del fútbol: una investigación reciente reveló que los árbitros seguían siendo localistas incluso sin público y los equipos seguían ganando local, a pesar de no contar con el jugador número 12. 


O sea, todo seguía igual, pero más aburrido. 


Pero ese disturbio en la fuerza se esfumó cuando Lewandosky y Muller comandaron el asalto contra el Barcelona en cuartos de final de una forma tan contundente  que parecía el bombardeo aliado sobre Dresden. El vértigo de su juego nos hizo poner los ojos de nuevo en la pelota y lo que pasaba con ella y que sobrepasó al Barcelona de tal manera que incluso lo superó en un ítem que por lo general se reserva para los equipos perdedores: el número de faltas. Y tal vez ese es el mayor mérito de este Bayern Múnich que dirige el ex supervisor bancario Hans-Dieter Flick: aplasta con una dinámica cuántica. Y como todo en el mundo subatómico, el tiempo y el espacio se miden con otras distancias y otras velocidades, y los artefactos análogos que presentaron los catalanes eran obsoletos para desconfigurar esa máquina. 


Bienvenidos al siglo XXI. 


El PSG, por su parte, llega de la mano de otro alemán: Thomas Tuchel, cuyo éxito se debe a que aplicó una lección que aprendimos de Carlos Salvador Bilardo en México 86: el PSG son Neymar y Mbappe y nueve más. Durante años las toneladas de dólares no podían lograr que Neymar dejara ese vicio de tirarse al piso por todo y se dedicara a jugar fútbol, por lo que cada año el PSG termina eliminado y con Jr. bailando en el sambódromo de Río. Pero el aterrizaje en 2018 de Mbappe, el ciudadano ilustre de la comuna parisina de Bondy, pobló de malos presagios la cabeza del exSantos. Si no hacía algo, la historia solo lo iba a recordar como un decente malabarista que acompañó al adolescente francés a la cumbre. 


Y cuando Neymar juega en serio es Maradona. 


Tuchel solo esperó a que eso ocurriera. El extécnico del Dortmund que lleva años intentando descifrar cómo se puede jugar al fútbol a la velocidad de la luz, fue más práctico que sus antecesores en el banco parisino: un equipo sólido y dinámico donde se juega para que Neymar y Mbappé definan los partidos. De los 75 goles que el PSG marcó para quedarse con la Ligue 1, la mitad fueron aportes de sus dos estrellas. Estrategia que sustentó en la fase final de Lisboa de la Champions League: en un partido enredado frente al Atalanta, solo le bastó meter a la joven maravilla para que entre él y el brasileño desataran un flujo de energía que  les arrancó de las manos el sueño europeo a los italianos con dos golazos. 


Entonces la tradición y lo plástico se reúnen este domingo. Por un lado un Munich que tras la salida de Arjen Robben y Frank Ribery renovó la casa con dos joyas que le costaron menos de  US$20 millones. Uno, el lateral izquierdo Alphonso Davies, que lo fueron a buscar a la Columbia Británica en Canadá y dos, el alemán de origen ghanés Serge Gnabry, que se lo sacaron al Arsenal por menos de cinco millones de libras. Eso junto a la reaparición de un habitual de la casa como es Thomas Muller, devolvió al Munich al carril de los vencedores. Al frente, el PSG y los US$1.200 millones que lleva gastados para al menos estar en una final europea, con Mbappé y Neymar como las opciones para desarticular esa licuadora de neutrones que es el Bayern Munich. 


sábado, 24 de diciembre de 2016

Los primos

Nos encerraron a todos en el cuarto de la abuela diez minutos antes de la medianoche. Teníamos que simular que dormíamos, que nada de lo que ocurría afuera de ese cuarto nos interesaba, porque si no todo se arruinaría. Pero era  imposible conciliar el sueño, incluso cerrar los ojos y quedarse callado con la información que nos habían dado: al otro lado de la puerta estaba arribando el mayor proveedor de felicidad de la temporada, el niño Dios. De alguna manera, todos nos quedamos en silencio y percibimos algunos ruidos que parecían cajas que se acomodan en algún lugar de la casa. Alguna de las tías tuvo que subir el volumen del equipo de sonido del abuelo y tras algunos segundos de incertidumbre, alguien abrió la puerta y nos dejó salir.


-¿Y el niño Dios?- preguntamos todos al unísono.
-Se fue- dijo uno de los mayores-. Tenía que entregar otros regalos.


Casi 30 años después y con la claridad de que el Niño Dios son los papás -y finalmente, uno mismo- aún sigo creyendo que esa noche, a esa casa del barrio Buenos Aires, efectivamente el niño Jesús recién nacido se había teletransportado desde su gruta en Belén y nos había hecho la visita. Cuando arribamos en manada a la sala de la casa, estaba colmada de regalos de distintos tamaños y colores, rodeados de las luces del árbol y del pesebre. Yo creo que cada uno de nosotros, antes de destrozar los envoltorios y descubrir si efectivamente habíamos pasado el examen de disciplina, caímos en la cuenta de que algo especial había ocurrido esa noche.


Este 24 de diciembre me he levantado temprano. Hace poco hice un viaje largo y estoy pagando a cuotas eso que llaman “jet lag”. Pero en medio de mi insomnio no he dejado de pensar en mi abuela Carmen, pero esta vez, en este 2016, pienso sobre todo en mis primos. Sobre todo porque en mi caso no es una palabra lejana. Es tal vez, la más cercana de todas: mis primos son mis hermanos.


Yo tengo en total 28 primos por ambos lados de la parentela. Son muchos, casi un exceso de la naturaleza, porque por alguna extraña razón seguimos siendos tan cercanos como si viviéramos en la misma casa. Uno de los mayores temores de mi infancia (y de mi adolescencia y adultez) era cuándo iba a dejar de verlos. Nuestra reuniones infaltables de los domingos, donde se forjaron nuestros recuerdos más sublimes (una torta marmolada, romper la maceta del abuelo, jugar a la fórmula 1 con el pedal de la máquina de coser Singer de la abuela), tenían por explicación que nosotros íbamos a donde nos llevaran nuestros padres y siempre tuve la certeza que el día en que nos pudiéramos pagar la buseta para irnos a donde se nos antojara, el último lugar del mundo que íbamos a elegir era verse con los primos. Pero no, mientras crecíamos nos seguíamos viendo cada viernes o sábado aleatorio para continuar recreando historias increíbles, esta vez no con juguetes sino con música, amores, playstation y otras tribulaciones de la adultez.


Y esa rutina de encuentros ha creado unos lazos irrompibles. Yo las veo a mis primas pasearse un sábado por la noche y tomarse las mismas fotos que se tomaban cuando eran niñas disfrazadas de rockeras. Y hablo de política con la que antes me revelaba sus secretos de amor. Y me emociona hasta las lágrimas ver cómo crecen sus retoños y cómo se reúnen de la misma manera en que nosotros lo hacíamos en la finca del abuelo o en la casa de Buenos Aires.


A nosotros no nos criaron en la misma casa, pero sí nos crió la misma casa. Es como un club exclusivo. Yo personalmente tuve que llevar a la que ahora es mi esposa al escrutinio general de mis primos para que la recibieran en ese club. La senté en el centro del comedor y allí tuvo que sortear las preguntas. Por ahí pasaron varios, que siempre huían hacia el balcón, donde inevitablemente terminaban rodeados de primos que le ofrecían su cariño contagioso y esa alegría que no se acaba jamás.

Hace algunos años, con el temor de quedarme con todo hecho porque hacía rato no los veía, los invité a casa. No faltó ninguno y es uno de los recuerdos más bellos que llevo en el alma. Llegaron a tiempo, trajeron comida, trago, nos reímos, nos tomamos fotos y a pesar de nuestras vidas tan distintas, y sobre todo de que ya no éramos unos niños, nos quedamos hasta tarde, como en nuestras mejores épocas, encerrados dentro de un cuarto, aguardando cosas mejores de afuera, pero con la certeza de que estando todos allí, juntos, reunidos, iba a estar todo bien.



jueves, 24 de diciembre de 2015

A mi abuela, en Navidad

¿Qué lugar es más cálido que el corazón de una abuela?

 La mía murió hace poco. No recuerdo el día exacto. Solo sé que los días previos se iba apagando como una vela a la que se le acaba la cera, hasta el día en que se extinguió sonriendo, mientras todos cantaban a su alrededor. Mi padre me escribió un correo escueto: "Murió Mela. Dios la tiene en su gloria. Encomiende". Yo no recé. Yo me quedé vacío. Mi esposa me miraba con extrañeza y me preguntó si quería llorar. Nada. Yo no quería ni rezar, ni llorar. Lo único que no quería era sentirme así: como si un cuerpo entero de policías me hubiera desalojado a la fuerza de los recuerdos de mi infancia, de sus almuerzos con música, sus arepas amarillas, su aplausos sentada y hubiera quedado desnudo en la calle, mientras su rostro se borraba con la lluvia.

Yo a mi abuela Carmen la quería, y la quería mucho, sobre todo porque ella fue la única persona que seguí queriendo de la misma forma que lo hice desde cuando era un niño. Y tal vez por eso su muerte me duela así, tanto: era ella, con su presencia viva en este mundo el único pasadizo directo que conservaba de mi niñez. Al pensar en ella, en imaginarla en la distancia, volvía a sentir -no recordar- cuando fui pequeño y que fue descomunalmente feliz. En la extensión de mi infancia su generosidad y afecto de tolimense enorme edificaron una pila de años que todas las personas que compartimos aquellas décadas maravillosas no hemos podido replicar con éxito en ninguno de nuestros emprendimientos para revivir la nostalgia que habita nuestro cuerpo. Carmen Elisa supo implantar en sus hijos un espíritu de solidaridad y alegría que compensó con creces la evidente incapacidad de declarar su amor directo de abuela en sus 22 nietos y ninguno de ellos podrá negar que cuando pisó los terrenos dominados por su corazón fue excesivamente feliz y dichoso.

Por eso la extrañeza de mi reacción cuando recibí la noticia. Mi esposa me abrazó en el momento indicado antes de desbarrancarme por un precipicio de incertidumbre: era la primera vez en mi vida que necesitaba consuelo. Su muerte es mi primera muerte. Aunque el protocolo indicara que la depositaria del dolor era mi madre por su legítima ausencia, cuando leí ese correo de mi padre, sentí una opresión desconocida en el pecho.  Comprendí entonces que no solo había partido de mi ciudad por las razones del amor, sino también para huir de la posibilidad de que ella no estuviera más: su peso en mi vida era tan grande, fue tan fundamental en los cimientos de mi carácter su presencia que confieso que no tengo y nunca tuve el coraje suficiente para verla partir.
Ahora sus hijos y nietos nos abocamos a la primera Nochebuena sin ella -que bien supo preparar por siglos- y tal vez la primera lección que debamos aprender para evitar la desintegración familiar sea aprender de su mayor talento: la sabiduría terrenal de no juzgar, que le permitió crear una casa que siempre pensamos era de todos y nunca equivocarse conmigo ni con ningún otro miembro de los Valencia. Yo fui un desagradecido irresponsable y altanero que me retire con soberbia del cobijo de su casa en alguna ocasión y por solo eso merecería ser condenado a la hoguera, pero cuando tuve que regresar cabizbajo y apaleado por mis horas más desesperadas y agobiantes, ella abrió los brazos, agarró mis maletas y me dio un techo, además de darme una lección para siempre con una frase que me soltó apenas crucé el umbral de la puerta:

-Mijo, uno nunca escupe para arriba.

El tiempo fue injusto con su grandeza. Mela se fue encogiendo poco a poco: primero dejo de cocinar, después dejó de cantar y por último, comenzó a olvidar. Yo la vi descender hacia el abismo de su memoria mientras se recluía en una cama cercada de mucho cariño que ella no entendía. Me di cuenta entonces que la vejez es una caída libre en cámara lenta. Pero sería allá, en el limbo de los recuerdos donde me demostraría que el lugar más cálido del mundo es el corazón de una abuela. Alguna vez la fui a visitar y no recordaba nada: ni mi nombre ni mi origen. "Es Alejandro, el mayor de Rosa María", le ayudó una de mis tías. Se me doblaron las piernas. Se que otros nietos se habían robado su amor, pero yo estaba seguro de haber marcado con fuego sus recuerdos. Pero nada, ella exploraba los vestigios de su imperio, pero solo hallaba ruinas. Yo estaba a punto de llorar, pero entonces de nuevo Mela fue Mela por un instante y muy dentro de ella sabía cuál era la única receta para hacerme feliz siempre desde que era un bebé y preguntó con una sonrisa delatora:

-Mijo, ya me le dieron algo de comer?



Por eso en la víspera de la Navidad te recuerdo querida Mela, te añoro, te extraño y pienso en la distancia. Fuiste el principio de mis valores y una de las personas que me ayudó a conjurar los demonios de mis debilidades. Pero sobre todo, fuiste la fuente y el soporte del principal de mis tesoros: la familia que comparto con mi madre, mi hermana, mis tías, mis primos, los hijos de mis primos, a quienes les mando un mensaje en esta fecha tan especial para todos: Nunca nos olvidemos los unos de los otros, como ella a pesar de su memoria en sombras, nunca se olvidó de lo que habitaba en su corazón para recordar que a su nieto lo que más lo hacía feliz era deleitarse con lo que ella preparaba en la cocina mientras cantaba seguida de un coro de pájaros felices. 

jueves, 13 de junio de 2013

La carretera de los sentidos


 
La Pacific Coast o la famosa Carretera 1 a San Francisco es color amarillo. Amarillo tierra. Bajo esa niebla marrón, la costa de California se da un abrazo con el mar. Hace una hora salimos desde Los Ángeles hacia el norte. En carro. Nos esperan 841 kilómetros y diez horas de viaje en dos días. El sol hace su trabajo sobre el paisaje. El viento acaricia.

 
La imagen que se aprecia por el parabrisas es una postal.

 
Para ir a San Francisco no se necesita dar tantas vueltas. Por la 101 o por la interestatal número 5 se puede llegar en la mitad del tiempo. Sin embargo la elección de transitar la Carretera 1 no tiene nada que ver con la prisa. Es casi todo lo contrario: es un ejercicio de contemplación. Es tener la oportunidad de observar la placidez del mar mientras se maneja a casi 130 kilómetros por hora . Recorrer esta parte de los Estados Unidos es poder acariciar la brisa del Oceáno Pacífico. Aunque en un principio la Carretera 1 fue diseñada como una forma de comunicar a Los Ángeles y a San Francisco con la región del Big Sur (ya más adelante conversaremos por qué era importante hacerlo) en la década de los 30, con los años manejar por esta ruta se convirtió en un placer. En un sueño californiano. En un destino turístico.

 
La primera parada de este viaje podrían haber sido muchas paradas. Estaba Santa Bárbara y sus vinos o la perfección solitaria de San Luis Obispo. Nosotros veníamos con una recomendación a cuestas: Solvang. Aunque no habíamos visto una sola foto, la premisa era apetitosa: un pueblo enteramente danés en medio de California. Llegamos de noche y los árboles estaban llenos de luces, mientras las casas, que parecían sacados de los dibujos de Blancanieves o La Cenicienta de Disney, estaban palidamente iluminadas por bombillas que parecían de otro siglo. En medio de la calle principal, en el único local abierto a esa hora de la noche -las siete y media- la “Solvang Brewing Company” o la Compañía Cervecera de Solvang parecía de fiesta. El resto, dormía.

 
Solvang es realmente un enclave danés en Estados Unidos. No es para nada una ilusión turística. En 1911, un grupo de daneses que huían del crudo invierno del medio oeste norteamericano vinieron a parar a este remanso verde ubicado en la jurisdicción del condado de Santa Bárbara. Con el tiempo construyeron las casas, los parques, los templos y hasta los colegios a imagen y semejanza a los que habían dejado en Dinamarca. Y también  trajeron su repostería espléndida: los sombreros de Napoleón, que son galletas coronadas por mazapán y chocolate o el Rugbrod, más conocido como el pan amargo, entre otras delicias. Así que cuando amanece, Solvang cobra vida. Hay que seguir el viaje, compramos algunas galletas y un pan con queso.

 
A partir de San Luis Obispo, que está a una hora de Solvang, la carretera de verdad se encuentra con el mar. Lo de antes fueron solo coqueteos. Ahora sí, el paisaje famoso, los acantilados con sus precipicios enormes, el mar que golpea y le da forma a las rocas. El siguiente capítulo de este viaje es el castillo del magnate de los medios William Raldoph Hearst. Si no le suena el nombre, aquí un par de datos: Hearst  fue dueño de 28 medios de circulación nacional, entre ellos la famosa Cosmopolitan y fue el hombre en el que se inspiró Orson Wells para escribir Ciudadano Kane.

 
De hecho, Xanadú no es otra cosa que la recreación en el cine de este lugar.

 
El lugar, al que Hearts llamaba “El Rancho”, es impresionante. Es una casona gigantesca, mezcla de iglesia del barroco español con villa romana de 56 cuartos y 16 salones destinados cada uno a una actividad distinta: billar, ping-pong, cine, fumar, cartas, leer el periódico, etc. Los techos fueron extraídos de viejos castillos españoles, se demoró 30 años en construir este exapbrupto de la arquitectura, que ahora es un museo a la megalomanía. El recorrido por los salones, cubiertos de gobelinos franceses y alemanes, pinturas del renacimiento estancadas en el polvo y el tiempo, oprimen esta sensación de pequeñez que va con uno a todos lados y que es rematada cuando el guía explica que este solo era una de las “30 propiedades que Hearst tenía en el país”.

 
Después de proyectar una película en una sala de cine adornada con cariátides de madera, donde se ven cómo la pasaban de bueno en este lugar leyendas del cine como Charles Chaplin (que según cuentan estuvo a punto de morir por culpa de los celos de Hearst) Cary Grant y los Hermanos Marx, entre otros, nos llevan a los exteriores. Como estamos en primavera el espectáculo no puede ser mejor: sobre un mirador de flores se extiende el Pacífico en toda su grandeza. Más abajo, por unas escaleras se llega a la pisicina Neptuno, rodeada por esculturas de mármol. A pesar que es utilizada pocas veces en el año, es tan inmensa y sus aguas tan cristálinas que solo dan ganas de tirarse y quedarse allí el resto de la tarde.

 
El atardecer se demorará un rato, así que hay tiempo para otras paradas. Por la misma ruta, pocos kilómetros del castillo de Hearst, se encuentra Piedras Blancas, una playa repleta de elefantes marinos, que en este caso, es un matriarcado de elefantas. Una señora se acerca, con un pedazo de piel vieja en las manos, para explicarnos que en este momento las hembras son las dueñas de esta parte de la playa y que los machos están en otro lugar remoto. Están una sobre la otra, amontonadas, perniciosas, dormitando, algunas enchándose arena sobre el lomo, pero la mayoría con sus barrigas pardas y felices al sol. Una de ellas, curiosa, observa a los turistas que se detienen aquí. A lo largo de la costa de California no es extraño encontrarse con focas, leones marinos y otros mamíferos de este tipo. Más adelante, en Carmel nos encontraremos con otras más.

 

 
Big Sur, la región por donde más se puede apreciar la belleza de esta carretera, fue un lugar famoso por convertirse en el refugio de famosos artistas como Hunter S. Thompson, el fundador del periodismo gonzo, el novelista Jack Kerouac, el fotográfo Edward Weston que de alguna manera ayudaron a gestar el movimiento hippie, que nacería en la esquina de Haight y Ashbury en San Francisco durante de la década de los 60, a kilómetros de aquí. Lo que sigue en el mapa es de hecho una biblioteca, rústica, que esta tarde está de feria: venta de raíces, libros místicos, alguien pasa con una copa de vino y la gente se ubica sobre el césped que está a la entrada para escuchar a alguien tocar la guitarra. La biblioteca, que es más bien una librería, se llama Henry Miller, el autor de Trópico de Cáncer que vivió más de 20 años en Big Sur. Un par de canciones y una ensalada de frutas  no están nada mal para continuar.

 
La acción buena del día es, por supuesto, mirar el atardecer. Ver como el mar se va apagando bajo la luz naranja de un sol que no quema ni arde. El lugar debe ser Nephentes, un bar-restaurante-tienda, con el mismo ámbito de paz y amor que se respira por toda esta ruta. El lugar tiene un mirador y no se necesita más: el mar, en paz, plateado, eterno. El cielo, todo en silencio, apenas si se escucha el murmullo de los otros comensales. La placidez. La perfección de una atardecer.

 
El viaje termina en Carmel, la ciudad de la que alguna vez fue alcalde el actor Clint Eastwood (de 1986 a 1988). Es una ciudad limpia. Bella, donde no se hay un aviso mal puesto, las casas parecen de cuentos de hadas, frente al mar con un malecón hecho de árboles donde uno se puede volver a enamorar una y otra vez. Es un lugar para caminar, dejar el carro, y recorrer sus locales de repostería fina, cocholaterías, restaurantes y desgustaciones de vino, para despedirse de esta carretera increíble que después de unos vinos se puede comprender porque es tan histórica.




 

miércoles, 8 de mayo de 2013

Los frutos extraños en Kindle


Tengo dos frustaciones y tres pasiones: el fútbol, la literatura y el periodismo. A muchos les ha pasado, muy pocos -no recuerdo a nadie en este momento- han logrado cometer las tres cosas juntas. Yo soy un futbolista frustrado, un escritor a punto de rendirse, sin embargo, creo que todavía puedo apostar por el periodismo. De hecho eso es lo que hago para vivir. Y dentro de ese mundo inmenso del periodismo, la crónica es algo que me enamora profundamente. Leerla y escribirla. Percibir y construir. O en mi caso, muchas veces, destruir.


Leila Guerriero, uno de los referentes
de la crónica en Latinoamérica
Este prológo sirve para darle entrada a la pequeña recomendación de esta semana para los amantes de los libros y del periodismo que quieran tener algo en su Kindle- y que sea en español. Pero antes de hablar del libro, quisiera escribir sobre algo que ocurrió esta semana. Uno de mis lectores, pero sobre todo, uno de mis amigos más entrañables, el doctor Antonio Carlos Toro me escribió de dónde podía conseguir el libro que había recomendado la semana pasada, Las Armas Secretas de Cortázar. Yo, ingenuamente, respondí que en Amazon, como todo el mundo. Resulta que no lo podía bajar de allí y cuando lo envié al Amazon de España, no lo dejó porque evidentemente su IP llevaba la bandera colombiana y no la española. Esto, por supuesto, me puso a pensar varias cosas sobre la recomendación de los libros, pero sobre todo, de las limitaciones que tiene este aparato. Restricciones que creo valen una reflexión más profunda que un párrafo -y que serán parte de la nueva entrada de la semana entrante y se reciben consejos-. Pero ya hablaremos de ello.

Ahora, a los bifes.

“Frutos Extraños” de Leila Guerriero, es, como bien títula su autora, un libro de varias cosas, que por un acto de magia, se transforma en algo compacto que parece uno sola cosa. Me explico. Frutos extraños es un libro de crónicas que esta periodista argentina, ganadora del premio de Nuevo Periodismo Iberoamericano reunió durante nueve años de trabajo, pero que al final, parece una gran historia. Y aquí viene la razón por la que yo recomiendo ponerlo en el estante virtual: el estilo. Los que nos gusta escribir y especialmente, los que nos gusta escribir crónicas y reportajes de largo aliento, además de darnos en la jeta con las palabras para que cuadren cómo debe ser, tenemos otra pelea, mucho más interna y profunda, en mi concepto: el estilo. Que las cosas se escriban como uno es por dentro, único, irrepetible. Exacto. Y eso lo consiguen muy pocos. Pues bien, Leila Guerriero, a través de este libro, nos muestra su voz en la realidad, su visión de lo preciso, su cristal de la no ficción.


El libro tiene unas 20 crónicas y/o perfiles. Además de otras reflexiones sobre periodismo. De todas esas -aclaro, todas las historias valen la pena leerse- me quedo con cuatro. La primera es René Lavand: el mago de una sola mano. Guerriero, en mi parecer, es una de las mejores perfilistas del español. O sea, es a quien mejor le quedan los perfiles. Caparrós es un gran ambientador y sobre todo, observador infalible. Meneses, el chileno, es capaz de contar la historia de un clavo y hacerla una historia digna de abrir un periódico. Salcedo Ramos, como ya lo dije acá, hace fantasía con las palabras. Guerriero crea estatuas de mármol con sus textos. Sus perfiles son los que permanecerán en pie después de los terremotos. Y este es uno de esos casos. Esta es la historia, imposible, de un mago de una sola mano, el argentino René Lavand. El relato es sobre la visita a su casa. Solo eso y solo eso necesita para dibujarnos a este hombre. Lo hace con atrevimiento, describiendo como solo ella sabe describir, el ambiente que hace el personaje un ser humano. No le da pudor que el tipo haya perdido la mano en un accidente de infancia. Me parece en algunos rastros del texto, que ni siquiera siente lástima ni admiración. Simplemente lo ve y lo describe. Y lo investiga ¿Cómo logra ese texto enorme? Pues bien, ahí es donde se nota el estilo, como ubica sin desperdiciar una sola letra, cada palabra en su preciso lugar. 

Todo parece ficción. Y no lo es.

El segundo texto, que le mereció el Premio del Nuevo Periodismo, es la Voz de tus huesos. Guerriero no regala un adjetivo que no merezca su lugar y por lo general ocurre en el primer párrafo donde esa oficina gris en el barrio de Once necesita que las cosas tengan alma. El resto es una descripción quirúrgica de un horror que a nosotros los colombianos nos puede sonar familiar: el trabajo del equipo de antropología forense argentino que se encarga del recnocimiento de muchas de las víctimas de la dictadura que dirigió con sangre a la Argentina desde 1976 hasta 1983. Es una crónica perfecta: empieza donde debe comenzar y termina de la misma forma. Nada sobra, nada esta mal puesto, no hay una descripción de aire, no hay una sentencia que no deba ser citada. Y eso en periodismo, en narrativa, es como un 10 en gimnasia, un hoyo en uno que se repite párrafo tras párrafo. 

Jorge Busseto, el clon de Mercury
Las otras  dos historias recomendadas son un perfil -como no- y otra crónica. La primera es una de los perfiles de Guerriero más replicados o al menos, el más visible. Yo recuerdo que lo leí en Soho, hace ya muchos años: El clon de Freddie Mercury. Es tal vez la nota donde hay más humor en las notas de Guerriero, sobre todo -y esto es un valor de la narradora- el personaje principal, Jorge Busseto, es un personaje. La nota que va casi al extremo del ridículo de cuenta de este hombre que literalmente parece el clon del gran Freddie Mercury y que ha convertido su vida en eso, en dar conciertos que recuerdan a la banda inglesa y a su líder. Aquí el talento de Guerriero no es la precisión, es la observación y la transformación de eso en un perfil. Busseto es un hombre que está casi al borde del delirio y eso se percibe tras cada párrafo. Por eso, tal vez, este texto sea uno de los más conocidos de la argentina. Y es una delicia.

La crónica es Lazos de sangre. La historia es cómo una mujer se entera, de la noche a la mañana, que no es hija de su padre, un militar retirado, sino de uno de los 30 mil desaparecidos durante la dictadura. Guerriero, que bien podía enfocar la historia en ella, en la mujer que desorientada y sin identidad, recurre y apuesta al doble: cuenta la historia de cómo vive este proceso su nueva familía, su abuela nueva, sus tíos nuevos, sus primos, que son de otro mundo al que la mujer perteneció durante su crianza. Hay que tener pantalones para que en un relato uno quede con la sensación de que la victíma es la mala del paseo, sin emitir el menor juicio posible. Pues bien, eso ocurre. Pero mejor no les cuento el cuento y los dejo para que lo lean. 

Si siguen leyendo, escriban hombre. La próxima semana prometo que les cuento cómo es que funciona este incipiente mundo de los e-books en español o e-libros o libr@s, que es más complicado que comprar y esperar que se descarguen. 

Nos seguimos leyendo!!!