domingo, 21 de noviembre de 2010

Adiós al Esférico





El fútbol es una cosa tan generosa, que te regala amigos. Uno de ellos, que lo forje en las brasas de muchos partidos, memorables y desabridos, intensos y deschavetados, graciosos y efímeros, me contó que no volvía más, que se retiraba del Esférico FC. Lo dijo sabiendo lo que decía: se estaba retirando del equipo de nuestros amores, porque dejamos a nuestras mujeres, al que llevaríamos a ver a nuestros hijos, al que siempre le pagamos la boleta de entrada. El único equipo del planeta porque el valía la pena perderse un partido del mejor equipo del planeta.
Era eso, un dream team de esos que la vida le regala a cada uno de los que amamos el fútbol : un equipo de amigos. Nos conocimos todos en el mismo lugar. Éramos una promesa de hombres vestidos de estudiantes de comunicación social que una mañana de enero de 1998 nos encontramos en la cafetería de la Universidad Pontifica Bolivariana y sin necesidad de conversar una palabra, de juntarnos en una fiesta de integración, nos delatamos solos: llevamos camisetas de fútbol. Y solo hablamos de eso. Ah, de música también, pero ese es otro tema.
Y jugamos. Recuerdo la primera formación: En el arco, Jaime “El Mecánico” Barrientos, jugador profesional que hasta ese momento ostentaba el récord de ser el jugador más joven en debutar en el fútbol profesional colombiano. Todo un lujo. En la defensa estaban Alejandro “El Stand Up” Mejía, hombre de una voluntad defensiva que pocas veces se vio en la ya extinta cancha de arenilla de Bolivariana. De lateral teníamos a Mauricio “El pacificador” Villegas, hombre de pragmatismo asustador en el área equivocada, la nuestra, pero con una gentileza de caballero que le perdonaba su calma al marcar. El otro central era yo, Alejandro “No salgas jugando Por Dios” Millán.
En el medio estaban Santiago “El último de los petunios” Mejía, su hermano Felipe “Nunca me dan la visa”, quien llevaba, sin saber hasta ahora porqué la camiseta número once y la delantera estaba conformada por Sebastián “Soy chiquito, pero soy agrandado” Lopera. Y ahí se fueron sumando compañeros, que con los partidos se fueron convirtiendo en los pocos amigos que uno veía regularmente: Juan David “El prímiparo eterno” Correa, quien reemplazó a la leyenda. José “El Secreto de la Montaña” o “soy tronco, pero hago chalacas”, Camilo “El Tacle” Dimaté, Juan David “El Mara” Giraldo, El Cabe, El Ñol y el ñolcito, los amigos de José que él presentaba como los mejores jugadores del mundo, pero en realidad eran las mejores personas del mundo, Sergio “El misil sin dirección”, Andrés “nunca pongo problema” Carvajal. Como olvidar la participación de Daniel “El efímero” Botero, que las únicas veces que jugó en el equipo, una salió expulsado a los dos minutos por una patada alevosa a un contrario y la segunda, fuimos nosotros mismos los que tomamos la decisión al ver que jugar fútbol no era lo más saludable para los nervios de Daniel.
Con los años también hicieron parte de este equipo Felipe Medina, Felipe “El filosofo” Mejía, Juan Ignacio “El afro” García, que la única que intentó jugar se negó hacerlo porque la cancha estaba muy embarrada y se podían poner “bruscos” los jugadores. Julian “El Voleibol” Medina, Esteban “La adolescencia me dio durísimo, pero sobreviví” Mejía, que vinieron a ofrecer su talento y a ellos se unieron Juan “La rotonda” Pemberty y otros que no me acuerdo.
Jugamos en todas las canchas: en esa que era un desastre detrás de la facultad de derecho, en las calles de Zamora, en Alcázares, en la de arenilla de la universidad, en la de arenilla de Comfenalco, en la de San José, en las del templo. Y allí nos tocó presenciar cualquier cantidad de situaciones como aquella vez que nos tocó quitarle de encima a un árbitro a Sebastián Lopera, aunque todavía no sabemos si su reacción airada de boxeador se debió al catástrofe de arbitraje que nos costó la eliminación de un campeonato o al color de su piel. O la vez que Camilo Dimaté confundió las cosas y a un jugador del equipo contrario que se escapaba por su punta directo al arco no lo detuvo con un deslizamiento al mejor estilo de Mario Yepes, sino con un tacle al pecho digno del mejor partido de rugby. O la vez que un rival se dejó llevar por los ánimos del partido y le quería partir la jeta a Santiago el Mellizo, lo que obligó la intervención, también en caliente, de su hermano Felipe, quien al entrar a la cancha como si fuera un gallo de pelea, se le olvidó antes de que le partieran la jeta a él también, que dos días antes lo habían operado del tabique y que todavía llevaba el yeso de la intervención.
Como olvidar eso. Como olvidar el partido contra los Mores, que se perdía por tres goles y se remontó hasta conseguir un título que nunca volvió a las vitrinas. Como olvidar las chalacas imposibles de José Gil, o de la pinta de Juan David Correa en su debut en el campo de juego cuando decidió ser jugador de cancha y quitarse la sudadera que todavía conserva de sus tiernos años de colegio: Boxers y medias tobilleras, fondeadas por una piel blanca que poco o nada habían visto el sol. Como olvidar el subtítulo en el Templo. Como olvidar los penales errados por Lopera en los momentos decisivos, pero sobre todo, como olvidar los golazos de Sebastián Lopera en cualquier partido. Mis salidas sin talento desde el fondo de la cancha que terminaban siempre con un grito que se convirtió en un himno : Millaaaaaaaaaan!!!! Como olvidar las camisetas del Ley y después del Superley que nos sirvieron de uniforme. Como olvidar aquella vez que nos juntamos en la cafetería del TAC y entregamos la primera planilla del Cuca en enero del 99.
Pero no me quiero acordar más. Porque ahora pienso que tantas personas que vinieron, pasaron, se divirtieron un rato, hicieron parte del Esférico por una sencilla razón: nos caían bien. En el momento en que eso se perdió, que lo más importante fuera ganar, como si fuéramos un equipo profesional - que nunca pretendimos ser- dejó de existir el Esférico. Así me dieron la noticia, a kilómetros de aquí, el hombre que era el alma y corazón de ese equipo, el que se mataba haciendo listas, buscando fotos hasta de nuestra primera comunión, que muchas veces puso de sus propias monedas para pagar la inscripción, que sacrificaba cosas propias para organizar lo que para muchos es lo más aburrido del fútbol: convocar. Y él lo hacía, casi que por una vocación, un vínculo que uno hace con el fútbol, un acto de nobleza que se pierde en las brumas de la victoria: el fútbol no se hizo para ganar, se hizo para divertirse. Revisen la historia. Y él fue quien me dijo que ya no más. Que se iba a dedicar a jugar partidos de recocha.

Y entonces supe que ese era el final.

Alguna vez, en otro equipo, me enfrente con un grupo de señores que supieron darnos una clase de fútbol a unos posadolescentes primíparos . Yo los ví, con sus barrigas felices, con sus ojos de abuelos satisfechos, sus cabezas nevadas y peladas, y siempre pensé que así sería mi vejez, jugando fútbol, así no se me moviera un tornillo. Con mis amigos de la universidad, cada uno con sus propios juegos de titos, algunos con sus esposas habituales, otros con los privilegios que otorga la experiencia y delirios de juventud embolatada, pero cada uno con ganas de jugar. Pensé, fue un sueño que duró diez años y al que hoy, con esta pequeña carta le digo adiós. Muchas gracias, fue tan bueno mientras duró…

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Cristina



"Rostros de Hombres" Natalia Millán
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Frente a frente las cosas son distintas Cristina, te acuerdas muchacha de aquellos días de junio, cuando los charcos eran abundantes y te podías lanzar sin miedo a encontrar el fondo del río. La sombra de los árboles era un lugar común. Y jugamos a escarbar entre los cañaduzales la fuente de azúcar que los endulzaba, nos gustaba el olor de la panela caliente en el trapiche, amábamos el olor tostado del maíz en la mañana. Cristina que diferente son las cosas cuando no sos un niño. El campo era el universo que no tenía fin y estaba en constante expansión, encontrando cangrejos en el riachuelo, huyendo de los perros bravos de Anita y durmiendo solo con el sonido de las estrellas. Muchacha, los fusiles nos quitaron la libertad. El miedo que nos entregaron en municiones lo esparcimos en la tierra como semillas. Cristina, mujer, el lamento de tus hijos no se escuchó nunca, porque los desaparecieron. Te cuento una historia, ahora que camino en paz entre los senderos de tierra gris, te cuento al oído mi historia, escúchala en silencio, con una taza de aguapanela que no puedo compartir porque tengo sed y no me puedo saciar. Fuimos nosotros muchacha los que pusimos en el campo los metales que la incendiaron, fuimos nosotros los que estallamos los caminos con pánico, muchacha no te engañes mientras inicias tu búsqueda. Cristina somos números ahora, somos coordenadas enterradas en la tierra lejana del campo, que también era de ríos transparentes que ahora están secos, de cañaduzales amargos por la sangre, de cangrejos despedazados, el odio se nos anticipó a la razón y este campo enorme se encogió por la muerte. No te engañes muchacha, no digas que no es así, no niegues la aventura que se vivió en las parcelas para habitar con horror, nosotros fuimos héroes de una ilusión fatal. Y quise muchacha volver a correr tranquilo bajo el sol y los árboles y quise Cristina levantarme con tu aroma de pan recién horneado, pero siempre es muy tarde cuando escoges el camino de piedras que es la guerra. Una noche, lo juro, cerré los ojos y corrí para buscar tus manos de leche tibia y neblina y refugiarme de lo inevitable, pero solo logre que me sepultara una palada de barro mojado. Cristina me busca desde el corredor de la casa mientras me muevo entre la hierba, buscando mi cabeza para quedar tranquila y no me halla, pues ahora la tienes, ahora puedes besar mi calavera, ya la has reconocido, ya puedes regresar a casa, cerrar puertas, velar mi recuerdo antes que te alcance el rencor y dormir en paz, Cristina preciosa, madre querida.

jueves, 28 de octubre de 2010

Kirchner y su América



Es imposible apartarse de esta realidad, aunque no sea tu país. Es imposible abstraerse, retirarse y evitar lo que afuera hierve. Acaba de morir un hombre que hacía movilizar el país, polémico, pasional y con bastantes cosas pendientes en la vida. Ahora, solo, tal vez, un recuerdo, un concepto, una leyenda, y es imposible retirarse aunque este no sea mi país.
La Plaza de Mayo, ese lugar emblemático de Buenos Aires, donde miles de madres rodaron para pedir que alguien les diera información sobre sus hijos desaparecidos, se colmó para decir adiós. Parecía el entierro de Ladi Dy, miles de rosas quemadas por el sol de primavera, mensajes en cartulina, collage de fotogramas pasados de un Kirchner altivo y sonriente junto a su beligerante mujer. Y como solo pasa con el fútbol, los argentinos fueron a ofrendarle lo que es una de las cosas más sagradas para ellos: la bandera. Había miles, de todos los tamaños, con mensajes que le daban, sobre todo, apoyo y fuerza a Cristina: le daban su pedazo de patria para que ella pudiera seguir liderando la suya.
Pero quien era este hombre, el primer Caballero de la historia de la democracia argentina, que el día de su muerte, como si fuera una urgencia continental, reunió a los presidentes de todo el continente y fue más allá: obligó el abrazo entre ellos. Ahora, lo pienso yo, Kirchner era el hombre que podía unir a Latinoamérica. El sueño de la integración que idealizó Bolívar, que tergiversó Chávez, era posible con Kirchner. Su capacidad de gestión política, no me queda duda, era capaz de juntar bajo el mismo sentido las visiones de los variopintos estilos de gobiernos que ocupan los sillones presidenciales.
Eso que se mostró cuando logró que dos enemigos acérrimos y que solo tenían en común que hablan español como Juan Manuel Santos y Hugo Chávez se dieron ese abrazo en la preciosa Santa Marta y se confirmó con esta prisa de todos los mandatarios en declarar días de duelo, atravesar el continente y venir a darle un abrazo de pésame a Cristina, cuando bien podían quedarse en sus palacios y seguir el transcurso de sus vidas, porque sencillamente, Kirchner era el primer caballero de la nación y nada más.
Evidentemente, era mucho más. Aunque en el interior, esa salvaje forma de de hacer política había logrado dividir el país en fragmentos de disidencia que poco o nada le ayudan a esta gran nación, afuera, esa apasionada forma de enfrentar los retos, era traducible en la más admirable de las audacias. Y eso, aunque no se note mucho por ahora, era lo que necesitaba esta región: alguien que fuera capaz de ser amigo de Chávez y de Santos, sin que ninguno de los dos se enoje y todos sigan tan tranquilos. Que sea capaz de convocar a una reunión en la capital más alejada del continente y sin reparos, todos los presidentes se monten en sus aviones y lleguen lo más pronto posible. Y él sabía del potencial de esta región. Ya lo había escuchado de un economista hace algunos meses “Cuando América Latina se integre, será la tercera economía del planeta”.
Ahora, aunque la gran incógnita corona al ámbito político de Argentina, la región debería preguntarse quien va a ser el hombre que reemplace a este animal político en la Secretaría General de Unasur. Por ahí están rondando nombres que no alcanzan para llegar a su gran perfil, en especial con esa capacidad de hacer amigos hasta en el desierto: Ricardo Lagos, Alejandro Toledo, Lula –que debería quedarse con el puesto desde ya-, Álvaro Uribe –que debería olvidarse del tema desde ya- y Michelle Bachellet. Alguno de ellos, por un servicio con el futuro de los latinoamericanos de hacernos el favor y mantener los hilos de unión e integración que este lánguido, pero encendido personaje argentino había logrado, antes que un infarto inesperado se lo llevara antes de tiempo.

lunes, 18 de octubre de 2010

Florencio, su destreza y las cámaras



Artículo en el diario Reforma de la ciudad de México

Florencio Avalos no sabía que su destreza lo pondría de frente a su peor miedo: las cámaras. Uno de los más experimentados de los 33 mineros de la mina San José en Chile, fue el escogido para ser el primero en salir, después de 69 días de encierro, cuando todo el mundo, con los ojos de las cámaras de televisión, lo estaría observando.
Fue claro, cuando llegaron las primeras imágenes de abajo y no había una sola de él: no quería salir en televisión y por eso había decidido ser la cámara de ese instante histórico. Se debía a su timidez, confesaría después su esposa, Mónica Ayare. Pero tal vez, lo diría la misma mujer, cuando salga tal vez eso no le importe.
Y no le importe nada a los que vienen después como Mario Sepúlveda, o Yonni Barrios que tuvo que lidiar con el amor de dos mujeres en la superficie o a Franklin Lobos que todos lo conocían por sus goles de tiros libres cuando jugaba en Cobresal. Solo les importara salir, abrazar a sus familias y regresar a la vida que tenían antes de ese funesto 5 de agosto cuando a las dos de la tarde, un accidente, les cambió la vida para siempre.
Este martes, a diferencia de todos los martes que se han vivido durante estos 68 días tuvo un sabor distinto. Las familias de los mineros ya no esperaban encomiendas por la paloma, cartas agónicas de espera, aguardaron a cambio a sus mineros, a su padre, a su madre, a su hermano. Se vinieron con las mejores pintas, se pusieron los mejores vestidos. “Es como si fuéramos a un matrimonio”, dijo Guadalupe, la madre de Carlos Bugueño.
No es para menos. Era una fiesta. Una fiesta con algunas incertidumbres. El Ministro Laurence Golborne, el funcionarios que recibió aquel mensaje en letras rojas “Estamos bien en el refugio, los 33” salió a la mitad del día, habló con los periodistas y les dijo que no se sabía la hora de salida. Que todo estaba listo y sentenció “Al finalizar el día, tendremos a un minero en la superficie”.
No dijo cuál. No lo podía decir en ese momento. En estas familias que lo han esperado todo, desde la desesperante situación de saberlo desaparecido por 17 días, encontrarlos y esperar a que un martillo perforara la roca hasta llegar a ellos, conocer el orden de salida por una rueda de prensa, podría ser el caos. Había que decirlo con delicadeza, suavidad, con tacto y para eso vino Piñera.
Entonces se encontraron con el Presidente Sebastián Piñera. Les dio el último aliento, el orden de salida, empezando con Florencio Avalos y terminando con el jefe de turno –como lo dicta la tradición minera- Luis Urzúa. “Esta noche, ojalá podamos tener una explosión de alegría en todo el país. Han sido 69 días de un largo camino”, afirmó
Para evitar que se los tragara la ansiedad, apelaron a seguir la rutina. Hicieron la fila en el casino, un lugar que demostró con cifras el crecimiento demográfico de este campamento en el último mes: pasó de servir 30 almuerzos bien caseros a realizar la multiplicación de los panes y los pescados sirviendo 2.300 almuerzos a familiares, funcionarios y periodistas. Pasó de platos de lenteja con longaniza bien prolijos a la pastas de tomate de ayer, pero eso sí, no se dejó nada en el plato.
Hacia las tres de la tarde, los familiares comenzaron a recibir las últimas palomas, que fueron los mensajes que se utilizaron para comunicarse con los mineros a través de un tubo. Eran cosas que los mineros devolvían, como el equipaje de este viaje hacia la superficie. Mandaron camisetas, pantalones, linternas, recuerdos de una proeza bajo la tierra que tendremos que escuchar algún día.
También decidieron quienes iban a recibir a los mineros. Solo permitieron tres por cabeza, así que las disputas no se hicieron esperar. Muchos acudieron a los sorteos para no pecar de injustos y otros lo simplemente se eligieron a dedo, como muchas veces funciona la democracia.
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El rescate
El helicóptero tardó 12 minutos para llevar a Florencio hasta el Hospital de Copiapó, donde permanecerá junto a sus 33 amigos de aventura. Allí, los ubicarán en los pisos 2 y 3. Estarán en cuartos de dos camas cada uno en el piso segundo y en el tercero, una fila de camas alrededor de un servicio de enfermería, en los que serán sometidos a los más rigurosos análisis, con el fin de determinar qué daño les hizo tanto tiempo, como ningún ser humano de la era moderna, estar debajo de la tierra.
Ese proceso durará unas 48 horas, o como ha sido todo hasta este momento, tal vez menos. Es posible que los que estén en perfectas condiciones puedan estar el viernes en sus casas, celebrando.
Porque eso ni se pregunta. Las fiestas serán bíblicas, es la celebración de la vida, de que pueden volver a abrazar a sus hijos, a sus mujeres, que podrán ver la luz del sol que se extiende sobre este desierto y se sabe porque los pueblos originarios lo tenían como su rey.
Por ejemplo, al menos dos mineros ya prometieron una fiesta sin reservas. Claudio Acuña confesó que se gastará parte de los 10 mil dólares que les regaló el millonario Leonardo Farkas a cada uno, en su fiesta de matrimonio con la que ha sido su compañera, Fabiola Araya, quien siempre había soñado con su traje de novia. “Yo solo quiero que salga. Cuando esté afuera hablamos”, fue la respuesta de la fiel mujer.
Entonces el jubilo aguantado durante 16 minutos explotó: las campanas de las iglesias, los globos del bicentenario, los aplausos de los vecinos, los rezos de los pastores, las oraciones del mundo entero, todo se unió en ese momento en que el mundo se paralizó a las doce y ocho minutos de la madrugada para ver como Florencio Avalos abría la rejilla y nos me permitía creer de nuevo en la vida.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Tres horas de nuevo en Colombia


La patria es un pedazo de papel, ya lo decía Serrat. A mi me queda clarísima la metáfora después de estar dos horas frente al mapa de Colombia del consulado en Buenos Aires. Afuera, esa noción tan intangible que es la patria se convierte en eso, en un pedazo de papel pintado de colores pastel.
Antecedentes judiciales. Esa era la diligencia que me ponía de nuevo, por algunas horas, en suelo colombiano. Hace tres meses que vivo en Argentina, en Buenos Aires. Me pidieron ese papel, porque no bastan los juramentos ante el Santísimo, Biblia en mano, que uno no ha cometido ningún delito, que uno es un ciudadano decente, que la prueba fehaciente es que estoy acá,que me dejaron salir y además poniendo la cara -usted cree (estuve a punto de decirlo mientras me explicaban por teléfono lo que me tocaba hacer) que uno fuera un criminal, daría la cara, ah?, pero ya han sido tantos los pillos que también han dado la cara en el extranjero, que los dejaron salir o se volaron, que a los países del mundo no les quedó otra que pedir los antecedentes judiciales, al menos, para lavarse las manos ante el planeta de que si dejaron entrar a un colombiano paria y le dieron la residencia, fue por culpa del tropical, desordenado y corrupto sistema de control Nacional y no de ellos.
Yo, que le debo a mucha gente, pero nada a la justicia, me embarqué en estas aventuras. Y lo hice animado con la convicción que por estas latitudes del planeta, esa burocracia gris, confusa, casi melancólica y pesada de mi amada Colombia no me alcanzaría. Que la desmesura de nuestras capacidades para el asombro no tenía cabida en esta ciudad gris de invierno que apenas despierta para la primavera. Que equivocado estaba. La primera muestra fue solo al llegar ¿Cómo se identifica la entrada del consulado colombiano en una serie de puertas que se parecen entre sí como si fueran hechas por la misma persona? Porque en la entrada hay una señora vendiendo arepas. Una señora que no sé de qué país vino, porque me habló en un español que parecía portugués con mezcla de otra cosa. Pero ahí estaba, con las mismas maletas con la que los santuarianos cargan sus mercancías, estaba ella con sus arepas de queso y maíz.
Adentro, Colombia entero: una oficina igual a un juzgado como los de Paloquemao o los juzgados del tribunal superior de Antioquia en 1973. El mapa de Colombia, gracias a Dios no estaba ni la foto de Uribe, ni la de Santos ni mucho menos la del embajador García. Las tarifas de rigor, la nueva publicidad de turismo con el mensaje que no surte un buen efecto con los estamos afueras del país: “El único riesgo es que te quieras quedar” ¿Quedar dónde, en este consulado? Ni por el putas. Si fuera por eso, me quedo en mi casa.
Mi turno. Por fin para un diligencia colombiana se respeta mi turno. Me atiende una señora y se inicia el típico comportamiento de la empleada pública: preguntarle a la más vieja qué es lo que tiene que hacer “Y aquí que pone” Pregunta la una “Donde dice el nombre, el nombre”, responde la otra . Y asi, diez minutos, donde me embadurnan de tinta los dedos, como si ya no tuvieran mi impresión dactilar hasta en el carné de Comfama. Pero ahí estaba yo y mis garras, con una señora pasándome el rodillo por las manos, como si estuviera haciendo pan de 200. No pude evitar pensar que somos tan colombianos, que hasta la burocracia la tenemos que importar, porque esta señora me hablo en ese delicioso acento de esa cálida zona del país que llaman Bogotá.
Pero hasta ahí, díganos, todo bien. Gracias al horario o a la cultura, en el banco no hay que hacer fila, ni a la entrada, a excepción de la mujer y sus arepas, no hay una fila de intermediarios que como mosquitos se lanzan sobre la humanidad de aquel desdichado que se le ocurre preguntar dónde se paga el apostillado de envío. Lo entretenido pasa al regreso, cuando se devuelve el recibo de consignación, y el consulado esta repleto. Hay de todo, la parejita en orden que viene a registrar a su hijo, sin importarle ponerle esa marca para toda la vida, los estudiantes que pululan, el sanandresano que requiere un permiso especial para poder cantar, uno que otro extranjero que viene a pedir la visa de trabajo y no puede con la densidad de “realismo mágico”, como dice uno a modo de chiste malísimo.
Aquí, solo falta la música. A las señoras del consulado –porque el único varón es el señor cónsul- se les comienza a salir de las manos la cantidad de gente, porque una señora que viene a renovar la cédula –Yo apenas veo la fecha de nacimiento, pienso que ya para qué señora, al fin al cabo eso se le va a vencer pronto- no tiene la menor idea de las cosas que le preguntan en el formulario como su nombre, su lugar de nacimiento y otros datos fundamentales, mientras el otro le pide “comedidamente” que lo atienda que lleva media hora esperando a que alguien le reciba los papeles para renovar el pasaporte, a lo que una dulce caribeña le responde que eso lo tiene que hacer por internet, seguido de un disgusto que solo logran solucionar, de nuevo, la decana de las funcionarias que le recibe los papeles y le explica con una dulzura maternal que que pena con usted joven, pero las cosas son así.
A todas estas llega una señora, con una cara de indignación diciendo “Yo saqué el turno por internet y veo que no sirve para nada”, Yo no se si esta señora no se da cuenta que el turno no era para la embajada británica, sino para el consulado colombiano. Sin embargo, las logran ordenar este despelote: despachan a los que vienen por la cédula, ponen a esperar a los que vienen por los antecedentes y atienden a los que van llegando con su turno de papel en la mano, en un asombroso orden matemático. Y cuando todo está normal fluyendo, eso sí a la velocidad de la burocracia colombiana, aparece un ella, de cabellos dorados, piernas como agujas, falda de florecitas, pero con voz de pescador reclamando la intermediación del consulado en un caso de estafa perpetrado por un ciudadano de nuestro país (cuándo no). Él o ella, no lo sé bien, reclama indignada que un ciudadano de este país, la/lo dejó sin documentos con la promesa de conseguirle trabajo en Colombia. Tristemente, a nadie se le hace raro, a nadie le llama la atención semejante irrupción tan pintoresca.
Pero ya me entregan el sobre, con la dirección perfectamente mecanografiada del DAS en Bogotá y cuando pensé que estaba alejado de esas “recomendaciones” para tomarse la foto, sacar la fotocopia y otros menesteres, la señora con un gesto maternal irrefutable me entrega un papel que me recomienda para el envío. “Usted lo puede enviar por donde quiera, pero este fijo le llega”. Yo no me arriesgo, salgo de la calle y cruzo las dos cuadras donde Fernando me ayudará a enviar los papeles, mientras confirmo que el suelo de las embajadas y consulados, es como si uno estuviera pisando la misma tierra y me da una alegría, a pesar del desorden, el caos, los escándalos, haber vuelto a Colombia, aunque fuera por tres horas.

martes, 20 de julio de 2010

Se viene el estallido



Con la aprobación del matrimonio gay, en la Argentina se espera que la celebración de casamientos impacten en la economía regional. La flamante ley confirma el carácter de Argentina como “país amigable” para la comunidad homosexual, y abre el juego para explotar un potencial hasta ahora desconocido para el turismo.

Alejandro Millán Valencia

A las cuatro de la mañana de ese jueves 15 de julio en el que el matrimonio entre personas del mismo sexo fue aprobado en el senado, muchos gritaron, se abrazaron y agitaron la bandera arcoíris en medio del frío polar de la Plaza del Congreso. Otros, en tanto, comenzaron a hacer cuentas: son los empresarios que atienden la demanda del sector de consumo gay y que anticipan que la flamante ley abrirá el camino para nuevos y prósperos negocios.
No es que la ley inaugure una tendencia: muchas parejas homosexuales celebraron a toda fiesta sus uniones civiles o sus convivencias de hecho. Pero, ahora que Argentina se ha convertido en el primer país latinoamericano en avalar el matrimonio gay a nivel nacional, muchos anticipan que las fiestas para marcar “el gran día” lógicamente serán muchas más.
En el último año y medio, Carolina Robino se ha dedicado a organizar las bodas de 15 parejas de homosexuales en la Argentina y es el alma máter del portal de internet Quetodoslosepan.com, un espacio para resolver hasta el último detalle de bodas, uniones civiles y todo el concepto.
Para Robino, es muy prematuro vaticinar lo que vendrá en cuestión de mercadeo, pero lo que es cierto es que las cosas van a cambiar.
“Lo que habíamos hecho hasta ahora eran uniones civiles, que eran, por decirlo de alguna forma, un ‘premio consuelo’ para las parejas. Ahora sí se pueden casar de verdad y esto significa un aumento en el gasto, en especial de las celebraciones. Nosotros esperamos duplicar la cifra de parejas que atendimos en 2009”, afirmó.
Para una boda estándar - donde se cubre el salón, la comida, la música, el video, la fotografía, el auto, la decoración y la luna de miel-, el precio no baja de los 50 mil pesos. Y en esta cifra no se incluye ni el traje ni los anillos y no se puede cuantificar cuánto se gastan en regalos los invitados al convite.
“Ese precio es por una boda que no exige souvenires, shows especiales, bailes o disfraces temáticos, que están en la oferta pero tienen un cargo adicional y que las parejas gay muchas veces quieren asumir”, dijo Robino.
Lo que es evidente es que habrá un boom. Para poner un caso cercano a la Argentina, por cultura y tradición, en el primer año tras la aprobación del matrimonio gay en España, en 2005, se realizaron 4.500 bodas en todo el territorio, que tiene una población gay similar a la de Argentina, calculada en unas 300.000 personas.
Además, una investigación realizada en Estados Unidos encontró que, de aprobarse allí el matrimonio gay en todo el país, el impacto económico sería de 9.500 millones de dólares, donde solamente los regalos podrían suponer un incremento de 3.400 millones de dólares en ventas. Y estos son sólo algunos datos.


El viajar es un placer
Al día siguiente de que el “matrimonio igualitario” se convirtió en ley, la Ciudad de México –la única capital latinoamericana donde ya estaba vigente el casamiento entre homosexuales- le ofreció a la primera pareja de contrayentes que diera el “sí” en la Argentina una luna miel gratuita en el país manito.
La oferta, que no deja de ser un guiño entre ciudades presuntamente progresistas y tolerantes, pone a la vista otro asunto fundamental: el viaje de bodas o simplemente, viajar, que se traduce en el ámbito de la economía como turismo rosa. Un sector próspero y de altos niveles de gasto por viajero, que ahora podría experimentar un “boom”.
Con el ánimo de explotar ese potencial, hace un año se creó en la Argentina la Cámara de Comercio Gay y Lesbianas (Ccgl) con el fin de unificar los esfuerzos por crear un mercado gay en el país
La entidad, que comenzó con doce empresas, ahora reúne a 40 y espera que con la aprobación del matrimonio gay esa cifra al menos se duplique.
Para Pablo De Luca, presidente de la Ccgl, aparte del inminente impacto que tendrá la ley en el tema de las fiestas de matrimonio, hay una importancia aún más global: que la Argentina sea considerado un país “gay friendly” o amistoso para la comunidad homosexual de todo el mundo, que elija llegar a Ezeiza… y traer sus dólares para una estadía memorable.
“Con la trascendental decisión, el mercado se abre mucho para los visitantes extranjeros de la comunidad homosexual que quieran hacer turismo en la Argentina. Un turismo que tiene comportamientos que no son de tacañería y ahorro”, afirmó De Luca.
En 2008, el turismo rosa hacia el país dejó en ganancias 1.100 millones de pesos, aportados por unas 500 mil personas homosexuales que visitaron el país y se estima que dos de cada diez turistas que llegan son homosexuales. Ahora, se espera que la cifra se duplique.
“Esta decisión pone al país como un destino amigable para la comunidad gay, al igual que Holanda, Bélgica, Sudáfrica y España, entre otros, que se añaden a la serie de atractivos de una oferta turística bastante interesante de por sí y al cambio de moneda que beneficia al extranjero, especialmente al europeo”, agregó el empresario turístico
De Luca está listo para que la otra semana comience Gnetwork360, una serie de conferencias sobre la actualidad del mercado gay y las estrategias que llegan de distintos países como Estados Unidos y España. Y en los últimos dos días las solicitudes se incrementaron con respecto al año pasado para tener presencia en la feria.
“Lo que es cierto es que después de la aprobación de la ley las solicitudes aumentaron mucho con respecto a lo que pensábamos que iba a ser. Yo creo que con esta decisión, más allá del impacto económico en este momento, lo que viene es una nueva forma de hacer mercadeo en la comunidad gay argentina”, concluyó de Luca.
Esas nuevas expectativas están a la vista. Para Fidel de Riva, director de investigaciones de la firma de consultas Mindshares, se abre el camino incluso para generar una nueva segmentación en el mercado.
“Empresas que antes no se atrevían a ofrecer productos con énfasis en el tema gay ya lo podrán hacer porque ya se formalizó el tema. No creo que haya un impacto en la economía, sino que se verán tendencias, como nuevos paquetes de servicios financieros, el turismo segmentado, etcétera”, afirmó De Riva.
Todo es expectativa. Por más especulaciones que se puedan hacer, o comparaciones con las experiencias de otros países, la ley sólo fue aprobada hace cinco días. Aunque la cautela entre empresarios es notoria, ya se ven los primeros cambios. Por ejemplo, el de la primera agencia de turismo gay en Bariloche, que ya comenzó a ofertar el paquete “Honeymoon Patagonia” para los recién casados, que no es otra cosa que ponerle nombre a lo que hace rato es una realidad.
Para hacer los números y calcular ganancias, habrá que esperar un poco más.



Recuadros

1.
El empresario Carlos Meliá lleva unos diez años al frente de Pride Travel, una agencia de viajes dedicada a la comunidad gay y orientada sobre todo al mercado extranjero. Desde su perspectiva, la aprobación de la ley va a abrir el mercado en el exterior: el rótulo de “primer país latinoamericano” donde el casamiento es posible es en sí mismo una buena herramienta de marketing.
“Lo que es cierto es que la Argentina afianzará mucho más el concepto de que es un país amigable para el turista gay. Un concepto que ya se tiene en el mundo, por muchas razones, pero que con decisiones como ésta toma mayor fuerza”, afirmó.
Sin embargo, no ve muy claro el asunto de las lunas de miel como potencial, porque a pesar de que los derechos están adquiridos, no son muchos los clientes que se animan a viajar en ese plan, en especial por el temor que les genera ser identificados como pareja.
“De los clientes que he tenido, puedo decir que apenas un 30 por ciento viajan en parejas y, hasta ahora, ninguna pareja de extranjeros ha llegado para celebrar su luna de miel. No que yo sepa… Imagino que habrá parejas que quieran hacerlo ahora que el país lo aprobó, pero lo importante es que somos un país amigable”, anotó.
Finalmente aclaró que sí queda claro que se tendrán de pensar nuevas estrategias de mercadeo, porque todo tiende a cambiar, en especial en una comunidad que viene luchando por unos derechos que eventualmente marcarán su comportamiento de consumo.
“Hace algunos años hablamos de las parejas Dink (Doble salario sin hijos, por sus siglas en inglés), pero con las leyes de adopción y matrimonio gay, ese concepto va cambiando hacia uno un poco más familiar. Lo cierto es que es inevitable pensar nuevas estrategias, porque lo que sí es cierto, es que habrá nuevos clientes”, explicó.

2-
Ernesto Salazar trabaja en el Axel hotel de Buenos Aires, uno de los tres de la cadena que se promueve como “heterofriendly” porque tiene entre los gays a su principal público objetivo.. Consultado por BAE, afirma que todavía es muy prematuro saber cómo va a impactar en las cuentas de la compañía la aprobación del matrimonio gay en la Argentina.
“Yo pienso que hay que tener mucha cautela. No vaya a ser que nos encontremos con un boom que después se desvanezca por completo. Lo importante es que se han otorgados los derechos y que la lucha todavía continúa de otra forma”, explicó Salazar.
El Axel hotel se convirtió en los últimos años en el lugar para militar por el matrimonio: allí se alojaron Alex Freyre y José María Di Bello en una noche de bodas fallida, después de intentar contraer matrimonio en la ciudad de Buenos Aires También en sus salones se lanzó la Cámara de Comercio de Gays y Lesbianas (Ccgl).
“Lo que nosotros empezamos a hacer en el Axel es pensar nuevas estrategias. Somos el único el hotel orientado hacia la comunidad gay y el 80 por ciento de nuestros clientes son homosexuales y evidentemente tendremos un fuerte mercado interno que querrá tener los servicios para la noche de bodas o simplemente alojarse para disfrutar su luna de miel en Buenos Aires”, explicó.
Sin embargo, después de cada época de bonanza puede seguir una de sequía tremenda. Por ejemplo, en Andalucía, España, se redujeron en un 30 por ciento los matrimonios entre homosexuales, dos años después de su aprobación.
“No podemos olvidar que también hay muchos homosexuales que no están interesados en este tema del matrimonio. Por eso, al buscar las nuevas estrategias, se debe pensar en lo que ya se conoce y no encender una euforia que no sabemos dónde nos pueda llevar”, explicó.

miércoles, 16 de junio de 2010

Estanislao



Foto: Natalia Millán Valencia. Manos.
taba-miarte.blogspot.com

A las dos y treintitres minutos de la tarde supo que se estaba muriendo. Lo supo porque se lo dijeron, el doctor Penagos le dijo, Estanislao usted tiene cáncer y se esta muriendo. Entonces, con un sabor raro en la boca, miró el reloj para saber a qué hora exacta había comenzado a morirse.

Decidió caminar. Decidió que era hora de dejarlo todo, que el ánimo de su vida se extinguiera en cada paso como una consecuencia natural a esa noticia, qué ganas quedan de vivir cuando ya se sabe que uno se está muriendo. Siguió el andén, primero fueron las lozas de concreto, después fueron los glúteos generosos de una mujer y después fue a un cura, pero él no creía en Dios. Se detuvo y miró a su alrededor para enterarse donde estaba. Estaba en ninguna parte. Era una calle larga, llena de tabernas y bares, sin putas y algunos borrachos bailando de felicidad sobre la vía. Pensó en su próstata y no le importó, que le iba a importar si ya se iba a morir. Eligió, eso sí, el bar menos ruidoso. Una pequeña fonda de colores tristes que parecía sobrar de la calle. En la entrada había un venado disecado y en el interior un cuadro de San Roque enorme y chécheres pegados del techo: cámaras fotográficas viejas, bacinillas usadas, muñecos de trapo y machetes. Le llamó la atención un gallo de plástico, emplumado, con ropa interior y un reloj colgando del pescuezo. Se quedó mirándolo un buen rato. Era un armazón de plumas azules y naranjas con calzoncillos verdes. El reloj, paralizado, marcaba las 9 y 42 minutos.

- Marisol- dijo

Mientras observaba el animal, alguien se le acercó. Era el mesero, que le ofrecía una silla para sentarse y una mesa contra la pared de espejos.

-Qué desea tomar? Tenemos perico, tintico envenenado o guaro?-
-Un aguardiente doble, por favor- respondió Estanislao.

Un guarito. La última vez de licor fue hace 20 años, 24 de enero. Lo recordó bien porque ese día una ex novia lo llamó para contarle que estaba embarazada y que ese hijo era suyo. Se lo dijo para informarle, porque le parecía que tenía derecho a saberlo y además lo exoneraba de cualquier responsabilidad. Estanislao, que nunca pensó mucho para decir las cosas, le respondió que eso no sería así, que él asumía la responsabilidad que le correspondía y que si ella estaba de acuerdo, quería estar al lado de su hijo desde el primer aliento que tomara en el nuevo mundo.

-Está bien Estanislao, si lo quieres así, yo lo acepto-

Después de la llamada, se fue a emborrachar. Se lo dijo a todos los amigos ocasionales que se encontró en esa velada inundada por las gaitas y los porros, que esa era la última noche de copas, que un hijo merecía el sacrificio de dejar esta vida dispersa y bohemia, para concentrarse en un oficio decente. Bebió aguardiente hasta la madrugada, hasta la última botella que se la vertió un compinche desconocido en la boca, mientras él deliraba en el suelo.

-Un guarito doble- le dijo el mesero, le puso la copa a punto de rebosar y una ensaladita de uchuva, coco y naranja.


Observó la copa por unos segundos Porque tenías que ser tan tirana tirana ya no más, mi pobre corazón ya no te aguanta más Darío Gómez, directo al corazón y la rockola no para de tirar canciones tristes. Marisol, 9:42 a.m., a esa hora nació. Lo supo porque cuando la enfermera le dijo que era papá de una niña, miró el reloj y pudo leer con nitidez nueve y cuarentidos minutos. Las horas se le convirtieron en una obsesión desde el momento que supo que iba a tener un hijo. Sospechaba que con ese anuncio se había iniciado el conteo regresivo de su vida. Que cada cosa que hacía era la última vez: el último día del trabajo, la última vez que le hacía el amor, la última vez que leía el periódico. Entonces comenzó a mirar su reloj. No solo el suyo, sino el de cualquiera que se parara a su lado. Era un movimiento que había logrado afinar con los años. Buscaba el final del brazo y hasta que no leía con claridad ocho y cincuentaicinco, siete y diecinueve o dos y treinta, no quedaba tranquilo. También buscaba las horas en los relojes de pared, en las torres de las iglesias y en las cajitas desangeladas de las oficinas. Una vez, cuando pasaba delante de una tienda de relojes se sintió tan abrumado que comenzó a llorar. Pensaba que cada reloj le robaba segundos a lo que ya no era una vida, sino un pedazo de algo que se agotaba sin remedio y que la única manera de conjurar esa sustracción de espíritu era detener el tiempo que marcaban mientras los miraba. Pero todo era una sospecha nomás, una especulación de su corazón, un rumor sin confirmar, hasta ahora, hasta las palabras del doctor Penagos, Estanislao usted se va a morir y supo que no era una suposición, ya era una certeza, sí se estaba despidiendo, sí se había iniciado el conteo regresivo de su vida diez, nueve, ocho...

Siete. Se tomó de golpe el contenido de la copa. Por unos segundos le ardió la garganta y estuvo a punto de quedarse sin respiración, pero se sobrepuso al efecto cerrando los ojos y apretando las manos. Se arrepintió de todo eso, se arrepintió de intentar detener el recorrido de su existencia, de mirar en cada reloj la forma de estancar el paso de la vida. El aguardiente terminó de pasar, le calentó el estómago y pidió perdón. A él y a Marisol. La vio crecer desde lejos, mientras cazaba horas para guardarlas y después disfrutarlas con ella, con su ángel de ojos castaños. Pero ya no le quedaba nada, los minutos almacenados se esfumaron con un diagnóstico. Marisol creció con la certeza de que su padre era una estatua de hielo que se paraba en la sala de su casa a verla pasar, primero con sus juguetes, después con sus amigos, después con su novio. Marisol pensaba, lo había escuchado de su mujer, que la presencia de su papá en la casa era inútil. Pero no era así y en eso siempre hacía énfasis la mujer, Estanislao, fiel a su promesa, respondió por ella desde el primer respiro en el nuevo mundo. Esa explicación, que se repetía cada cierto tiempo, bastaba, al parecer, para soportar la presencia de esa estatua de hielo que se paraba en la sala a verla pasar. Solo hubo un momento de ternura. Una noche Estanislao llegó tarde de trabajar y vio a Marisol dormida en el sofá de la casa. Su pequeño cuerpo tiritaba de frío. La contempló durante unos segundos. Subió hasta su cuarto, le trajo una sábana y la cubrió. Por último le rozó la cara. Fue un toque sutil, sintió por segundos la piel de su hija, ya cálida por la acción de la cobija. Una y cincuentraicuatro de la mañana, leyó en el reloj. Único momento de ternura. Ahora qué, ahora que se moría cómo iba a responder la mujer cuando Marisol reclamara por la presencia de Estanislao, ya no una estatua de hielo, sino un pedazo de carne pudriéndose ¿Tendría que irse?

-Muchacho – le gritó al mesero.
-Si señor, qué se le ofrece-

Estanislao lo observó detenidamente al mesero. Era un muchacho joven, de pelo corto, nariz larga, ojos castaños, delgado. Miró sus labios, tenían un tic nervioso, un movimiento lento, hacia adentro y hacia fuera, como si los estuviera amasando.

-Cómo te llamás-
-Velorio- respondió- Velorio Montoya, señor.
-Mucho gusto, Estanislao Flórez- le ofreció la mano. El mesero se secó la suya y se la dio.

Afuera se escuchó un grito. Era otro borracho delirando de amor Tirana ya no más, tirana malparida, Tirana te amo!! La rockola matizó el momento, Uno, del maestro Discépolo. Cuando lo tuvo al frente y dispuesto no supo que conversar. Quería hablar de muchas cosas. Quería contarle que se estaba muriendo. Que dos horas antes, en un cuarto blanco y frío, el doctor Penagos le soltó la noticia. “Solo me dijo eso, que me estaba muriendo, Velorio”, diría Estanislao y el mesero de pronto respondería que bueno, así son la mayoría de los doctores unos desalmados que no tienen en cuenta el ser humano, sino que cada vez somos tomados como un producto de la industrialización de la medicina, de la capitalización de los centros de atención, que todo era un negocio. Pensó que esa sería la respuesta y él le diría, con calma, “Velorio, no, el doctor Penagos no es así. Es un viejo conocido. Que sabe muy bien que me estoy muriendo y de qué me estoy muriendo”, diría Estanislao.

-Velorio, ¿usted tiene hijos?-

El mesero lo miró detenidamente. Estanislao era un hombre mediano, grueso, con el pelo canoso, de gafas y el color de su piel era moreno. Escuchó la pregunta y lo miró. Movió los labios.

-Sí, señor- respondió- dos angelitos.
-Y los quiere?-
-Por supuesto don Estanislao –le respondió así porque ya le había dicho el nombre y necesitaba denominarlo de alguna manera, porque de alguna manera ya habían cruzado el umbral de las formalidades.
-Y cuántos años tienen?- preguntó Estanislao-Si no es meterme mucho.
-No señor, para nada. A mi me gusta hablar de ellos. El mayor, Santiago, 13 años y el menor, Miguel, tiene cinco.
- ¿Y qué quieren hacer cuándo sean grandes?-

El mesero se rió.

-El mayor quiere ser futbolista y el menor todavía no se mucho, solo se que le encanta la música. Ooiiiga, le encanta la salsa-.

Nunca supo que quería ser Marisol. Muchas veces la vio jugar con un radio y pensó que sería ser periodista. Lo pensó no más, nunca se lo preguntó. Nunca se acercó y le preguntó, Marisol, angelito mío, qué quieres ser cuando seas grande? Después vino un novio por ella que decía que era publicista. Entonces volvió a pensar, recordó que cuando niña, Marisol jugaba frente a él con algo parecido a las ollas y los platos de la casa, pero en versión miniatura. Entonces lo recordó y lo pensó, ama de casa. Pero no le gustó la idea. No quería una mujer sometida. Nunca le gustó y nunca quiso vivirlo. Después que se le plantó esa idea en el corazón, por primera vez en la noche pensó en su mujer o en ese rastrojo de reclamos que pisaba cada vez que llegaba a la casa. Comprendió en ese preciso instante, como si pensar en ella estuviera la revelación de su vida, que no la había hecho feliz. Supo que ella estuvo allí, cada vez que llegaba a la casa, cada vez que él abría la puerta, ella estaba esperándolo sentada en la sala y lo miraba a los ojos, buscando una respuesta, buscando un mimo, buscando un beso extraviado, pero él se acuarteló en las cláusulas de ese pacto implícito de la convivencia sin amor, solo con responsabilidades. Pero comprendió que ella, a pesar de la lejana indiferencia, lo quería. Y aún peor, que él, Estanislao Flórez, siempre la adoró. Para ella también estaba guardando minutos preciados, segundos invaluables, que ya eran polvo y aire. Y pensó, otra vez, como un martilleo que no cesaba sobre la cabeza desde que había empezado la noche, que tenía que pedir perdón.

-Velorio tráeme otro aguardiente por favor-

Mientras el mesero iba hasta la barra para traerle una nueva copa, Estanislao buscó en sus bolsillos cuántos billetes tenía, para saber cuántos aguardientes más se podía tomar. Tenía tres billetes, arrugados, sucios y enredados con unos recibos del almuerzo de ese día, de cinco mil pesos. “Tres guaros y no tengo para nada más”, pensó. Nada más era cierto. Esos eran los últimos billetes de su último sueldo. Al principio de los dolores, Estanislao se hizo el pendejo. Iba hasta la farmacia y le preguntaba a Don Alberto por unas pastillas para el dolor testicular y los dos se reían a carcajadas “Viejo sinvergüenza” le decía don Alberto y le daba diez tabletas de ibuprofeno. Pero nada, el dolor seguía ahí y crecía. Un día no fue capaz de levantarse para ir a trabajar y sabía muy bien que algo se lo estaba comiendo por dentro, pero tampoco se levantó para ir a donde un médico y enterarse de una vez qué era ese hoyo negro que se lo estaba tragando desde los testículos. No quería saber que se estaba muriendo. Entonces cuando finalmente se pudo levantar e ir al trabajo, no pudo presentar una excusa válida para soportar su ausencia durante tres días y lo echaron sin más argumentos que usted es muy buen profesional Estanislao, pero las reglas son las reglas y hay que obedecerlas, gracias por sus 25 años de servicios. Suerte. Así que después de pagar las deudas, la casa y el mercado, le quedaban quince mil pesos, menos lo que costaran cinco aguardientes dobles.

-Don Estanislao son seis mil pesos- le dijo el mesero.
-Ya?-
-Sí es que aquí se paga cada tres guaritos, usted sabe, para evitar que se nos vayan sin pagar la cuenta.

Estanislao sacó dos de los billetes. Y supo, cuando el mesero le entregó un arrume de monedas viejas como devuelta, qué era la pobreza. Su pobreza. Miró el reloj Once y veintitrés de la noche, la hora de la miseria. No solo se estaba muriendo, estaba desempleado, sino que también estaba sin un peso, la levedad del ser, la liviana y miserable forma de acabar la vida. Su única propiedad tangible, lo único que le podían embargar era la copa llena de aguardiente que tenía servida enfrente. Era una copa de aguardiente, cinco mil pesos, unas monedas viejas y el resto era silencio. El mesero continúo su rutina por las mesas, que se llenaban a esa hora de la noche. Estanislao, entonces, sintió la necesidad de tener los bolsillos llenos. La única forma de tener confianza, la única manera con la que logró soportar tantos años de silencio, de dureza, de congelamiento frente a sus dos mujeres, era porque tenía billetes en los pantalones. Cada década de pago, él cambiaba de inmediato el cheque y se llenaba los bolsillos de dinero. No le importaba la seguridad porque en sus años la seguridad era lo de menos. Caminaba, eso sí, sin gastar un solo peso que no fuera en necesidades de la casa. Poco a poco fue acumulando los restos de cada sueldo en sus bolsillos, a cada rato se encontraba con restos de los fajos de la década pasada y se los entregaba a la mujer, el mismo día de pago, porque sabía muy bien que esa tarde tendría de nuevo el bolsillo inflado. Así que ahora, después de pagar todo, solo le quedaba un billete de cinco mil pesos y no tenía la confianza suficiente para llegar a la casa con un pantalón lleno de monedas.

Sorbió un poco de la copa y dejó que las notas de su tango favorito lo llenara mientras el aguardiente le quemaba el corazón …Verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que el mundo nada le importa, aunque te quiebre la vida aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una ayuda… Observó la mesa, intentó mirar más allá de la copa de aguardiente y solo vio el montículo de servilletas que le había dejado el mesero encima de la mesa. Eran varias y rectangulares, parecidas a los billetes que cada diez días metía en su bolsillo. Como siempre, no tuvo que pensar mucho las cosas: tomó las servilletas, las convirtió en un fajo y se las puso en su bolsillo derecho. Se tomó el aguardiente de golpe y salió.

En el camino a casa, metió varias veces las manos en el bolsillo para tener claridad de lo que tenía. No demoró en llegar a casa. Cuando abrió la puerta supo que ella iba a estar ahí, esperando, como siempre y que esta vez no tendría muchas razones para evitarla. Aunque había resuelto las necesidades de un mes, y a pesar de tener el bolsillo lleno, sabía que ella iba a notar su inseguridad, esa sensación de sentirse vacío, indefenso y moribundo. Recordó el día en que llegó a la casa, la única vez que lo hizo, con el peso de una infidelidad. Fue algo ocasional, algo que se le salió de las manos y terminó en los brazos de aquella morocha preciosa que vendía chontaduros al frente de la oficina. Al principio eran coqueteos de rutina, nada pasaba de un flirteo ocasional, hasta que una tarde salió del trabajo y ella estaba arreglando su negocio, con una cara de tristeza desoladora. Él preguntó qué le pasa señorita y ella le contó una historia sobre lo miserables que pueden llegar a ser los hombres, pero no lo incluyo Don Estanislao, usted es un caballero y el caballero la invitó a una gaseosa en el bar de la esquina. Entonces no se aguantó las ganas de atravesar esa barrera vulnerable por el engaño y se lanzó en un viaje que le duró dos horas de piel sudorosa, de labios tibios, de senos firmes, dulces, aunque sus movimientos fueron torpes e imprecisos, logró nivelar las cargas de fogosidad, recurriendo a los juegos que aprendió en la adolescencia y terminó sobre ella, exhausto, pero con la certeza del deber cumplido. Sin embargo, el peso de la culpa lo comenzó a macerar cuando salió del motel y se despidió con un beso en la boca de la morocha que se montaba en un bus para Manrique. Siete y veintiocho minutos, hora de la traición y del deseo. Esa noche, cuando regresó a la casa, cuando abrió la puerta, su mujer estaba allí y la miró a los ojos de una forma que no pudo evitar darse cuenta que ella sabría todo, porque esa mirada había sido la única forma de comunicarse entre ellos y la mujer, perspicaz como siempre había sido, sabría que esos ojos se habían posado en la piel de otra mujer. Ahora entonces, cuando estaba a punto de dar el primer paso para entrar en la casa, no sabía cómo la iba a mirar. Aquella vez se disculpó con una conjuntivitis y se la pasó con unas gafas oscuras que se quitó cuando se le borró la culpa del corazón. Ella no podía saber qué se estaba muriendo, la única razón por la que todavía tenía casa era porque él era un hombre rentable y ahora, desocupado y enfermo, no sería útil y ellas dos, sus tesoros, elegirían marcharse. Se tomó los ojos, entró en la casa y cuando subía la primera escalera para dirigirse a su cuarto, ella lo interrumpió.

-Estanislao-dijo en tono suave, sin ánimos de reproche. Al parecer.

Podría ser una trampa. Pero sería la primera vez. Sería la primera vez que ella lo traicionaría. Nunca cambió con él, nunca hubo una llamada perdida, salir a buscarla por las noches o aguardar su llegada. Ella siempre estaba ahí, firme, como si no hubiera otra felicidad en su vida que esperar a su hombre. Estanislao se detuvo en el segundo escalón y aguardó unos segundos hasta que fue capaz de mirarla. Se tomó el tiempo suficiente para saber con exactitud cuál iba a ser la expresión de su rostro cuando ella la escrutara con el rigor rutinario. En la sala se percibía el rumor de la noche, ese vacío que se forma en la mitad de los silencios de las casas, de la calle, de las conversaciones cuando se acaban las palabras, esa presencia invisible. Miró el reloj y se dio cuenta que estaba más tarde de lo que esperaba, pero no se extrañó, siempre le pasaba. Antes de mirar el reloj hacía un cálculo previo, como una adivinanza, como un juego, su única forma de divertirse. Pero siempre fallaba, cada hora que suponía en la cabeza estaba considerablemente atrasada con respecto a la hora real. Pensó que serían la una y veinte. Pero eran ya las dos y diecisiete minutos de la mañana. Hacía frío. Estanislao levantó la mirada, buscó el rostro de la mujer, la examinó cada centímetro y se dio cuenta que a pesar de los años, ella conservaba la belleza de su juventud, la piel blanca sin arrugas, el cabello oscuro y suelto y sus ojos plateados. Ella lo miraba con indulgencia, perdón de todos tus pecados Estanislao, solo debes tocarme otra vez.

-Qué pasa mujer-

Ella respiró profundo. Era la primera vez en años que le preguntaba por algo. Su comunicación se había reducido a gestos. Por las mañanas él se levantaba temprano, antes del sol y se alistaba antes de cualquier otro movimiento en la casa. A duras penas se encontraban en el cuarto o en la sala. Por eso ella lo esperaba al regresar, porque ese instante, cuando él ingresaba a la casa, era la única forma de que se encontraran con una mirada, con un gesto, con su cuerpo vivo. Cuando lo llamó ese 24 de enero para avisarle de su embarazo, habían pasado más de dos meses desde el último encuentro y hacía mucho tiempo que sabía que iba a tener un hijo. Nunca comprendió con exactitud porque lo llamó, por qué levantó el auricular y marcó a su casa. Sabía que en el fondo esa relación ocasional fue tal vez, su única relación. Estanislao no la conquistó con canciones de amor ni flores de jardines vecinos, Estanislao la conquistó con una seriedad infranqueable, que la desbarató sin remedio desde la primera vez que hablaron en un salón de clases. Las dos semanas siguientes fueron un trepidante viaje a la pasión y el desenfreno que ella nunca volvió a vivir. Estanislao se entregó por completo, con besos, con caricias precisas, con miradas perfectas. Nunca más en su vida, volvió a saber que era sentirse amada, tocada, delineada por las manos de un hombre. Algunas veces, mientras iba a la tienda, sabía que era mirada por los hombres desempleados del barrio, que la observaban con un deseo tan intenso que ella sentía que la rozaban con suavidad en la distancia, pero nada más. Solo un hombre la cortejó con valentía. Se llamaba Mario y había llegado al barrio después de un matrimonio desastroso. Desde que la vio se sintió atraído por ella, sin embargo desde el primer día se encontró con un muro impenetrable. Ella tenía claro que sus deberes de mujer debían ser atendidos por Estanislao y por nadie más. Pero el hombre no le bastó la explicación y averiguó con los vecinos que ella y Estanislao nunca se habían casado, que esa relación no la había bendecido Dios ni la había legalizado un notario e insistió durante varios días que no había ninguna atadura legal para que ella lo aceptara, pero la mujer fue clara por última vez cuando lo sacó de la casa con la explicación de que no se necesitan papeles ni celebrar una ceremonia para tener ataduras morales, pendejo. Sin embargo, hasta esa noche y desde la vez en que concibieron sin querer a Marisol, Estanislao nunca más la volvió a tocar. Ella temblaba de ansiedad cuando sentía las llaves de su marido entrar en la cerradura. Cada noche sentía que podía ser una nueva oportunidad, por eso se esmeraba en arreglarse y que los años no le pasaran por encima, a lo sumo, por un ladito.

-Usted está bien?- le preguntó

No lo estaba. Lo sabía desde hace rato. Por un segundo tuvo la intención de devolverse y sentarse al lado de la mujer. Explicarle todo lo que había ocurrido, contarle las palabras del doctor Penagos, quien ya lo había sentenciado a muerte. Quiso un abrazo. Durante muchos años había necesitado que alguien tuviera la piedad de abrazarlo, acogerlo con cariño durante unos segundos para volver a sentirse de alguna parte, que pertenecía a un lugar. Sabía que la mujer no dudaría en recibirlo en sus brazos, pero sería arriesgar mucho, sería caer derrotado para siempre. Si él bajaba las escaleras, se acercaba a la mujer y le pedía un abrazo y contaba los sucesos recientes, entonces perdería su fuero de padre de familia, su inmunidad de poder. Decidió entonces que no era una buena idea, se volteó y continúo subiendo las escaleras mientras le decía No pasa nada mujer, me voy a dormir.

Cuando llegó al cuarto, antes de que subiera la mujer, sacó el fajo de servilletas y buscó un lugar donde ponerlas. A pesar de la prudencia de la mujer, tenía claro que no podía dejarlas por ahí, sino en un rincón inexplorado, un lugar que ella no vigilara constantemente. Sin embargo, al pensar en el lugar adecuado cayó en la cuenta de otra desgracia: no tenía la menor idea del lugar donde vivía. Se había pasado todo estos años caminando de la sala hacia el cuarto, sin determinar los pequeños detalles que en este momento le serían de gran utilidad. El único lugar privado que logró encontrar con la cabeza fue el cajón de su ropa interior, pero tampoco era un lugar seguro, todas las mañanas desde que lo recordó, su mujer le dejaba, mientras se bañaba, con lo que se iba a vestir y eso incluía los calzoncillos. En el fondo de la oscuridad, escuchó que ella apagaba los bombillos de la sala y comenzaba a subir las escaleras y supo entonces que cuando estuvieran los dos en el cuarto le sería imposible guardar el fajo de servilletas. Siguió sus instintos y salió del cuarto hacia el de su hija. Caminó por el corredor oscuro y se acercó hasta la puerta que estaba entreabierta. El cuarto de Marisol respiraba una luz tibia que ella había dejado encendida mientras estudiaba y se quedaba dormida sobre la cama, vestida y sin cobijarse. La miró por segundos, pero la urgencia lo hizo espabilarse y buscar un lugar para su fajo de servilletas. Buscó con la mirada una zona segura y observó la parte alta del clóset donde se guardaban las cosas de navidad. Todavía faltaba más de dos meses para que se iniciaran las celebraciones. Así que decidió que ese era el mejor lugar, a menos de forma provisional, para guardar las servilletas en ese momento. Después, con tiempo, cuando la mujer saliera a mercar o algo parecido, buscaría otra forma de guardar las servilletas. Caminó con sigilo hasta el clóset, abrió la puerta más pequeña y puso allí el fajo, debajo de una de las bolsas.

Cuando salió del cuarto, Estanislao se sintió aliviado por primera vez en la jornada. Era el primer instante que sintió que sus problemas, todos unidos en uno solo, se habían resuelto. Sin embargo, al dar el siguiente paso sabía que no era así, supo de nuevo, como cuando se lo dijo el doctor Penagos, que se estaba pudriendo de verdad. Caminó hacia su cuarto, con la sensación molesta que de nuevo tendría que lidiar con las inquietudes de su mujer. Pero cuando llegó, todo estaba apagado y su mujer comenzaba a roncar. Se desvistió, se lavó los dientes y cuando tocó la almohada cayó como una roca en un sueño profundo que a la mañana siguiente no recordaba muy bien.

Los días pasaron con la misma rutina de todos los días, pero falsa. Estanislao salía de la casa a la hora de costumbre, sin rumbo fijo. Al principio, intentó buscar trabajo, pero todos le exigían una condición física que ya no tenía y que se iba acabando de a poco. Con los días se resignó y comenzó a merodear los parques de jubilados en el centro y a tener conversaciones sobre religión y política que no cambiaban nada, pero a esa edad, decía, qué vale la pena cambiar. Se fue acostumbrando a las fiestas para abuelitos, a los juegos de tute, a leer el periódico, a las tardes de vacío, como si tuvieran algo que recuperar y fuera imposible. También regresó al bar y allí se quedaba toda la tarde. Hablaba con el mesero sobre fútbol y familia. Por la noche regresaba a la casa, con la expresión cansada de no hacer nada y subía sin saludar a su mujer y a su hija. Arriba, cuando nadie lo veía, descargaba las servilletas que había logrado apropiarse en el bar del mesero. Nunca había mucho tiempo, subía, guardaba en el clóset de Marisol y volvía a su cuarto. Un par de veces, debió esperar hasta la madrugada para poner las servilletas, porque su hija se quedaba hasta tarde estudiando. Aunque su mujer notaba un comportamiento extraño, no dijo nada porque no había forma.

Una noche, cuando regresó del bar del mesero, su mujer estaba en la sala, pero él no la determinó. Siguió su camino, pero ella lo interrumpió “Estanislao”, dijo con autoridad. Cuando él se volteó y la observó, debió contener la respiración: estaba ella, en la mitad de la sala con una bolsa transparente llena de servilletas en las piernas.

-Hace una semana me llamó Velorio, mesero de un bar, para pedirme de la mejor manera que le dijera a Don Estanislao que por favor no se le lleve las servilletas del bar. Yo le dije que no sabía de qué me estaba hablando, porque tengo entendido que usted no entra a esos luegares y de la mejor manera le dije que me dejara en paz- dijo la mujer con suavidad pero con una firmeza inédita.

A Estanislao le hirvió el rostro. No tenía la menor idea de cómo su mujer había encontrado las servilletas. Estaba en el borde, en el filo del abismo de repente. Ahora era la mujer la que tenía el poder. Todo lo que había rejuntado para no perder su dignidad de hombre, se desmoronaba como la arena en sus manos. Estanislao Flórez estaba cercado por su propia soberbia, su debilidad fatal la había disfrazado con una rutina tan triste que habría sido mejor decir la verdad, tal vez. Estanislao no fue capaz de recuperarse con facilidad de la sorpresa y la expresión de la mujer era tan llena de autoridad que sabía que no había alternativa, había que bajar las escaleras, acercarse y contar la verdad. Lo hizo, con dolor, bajó cada escalón dejando un pedazo de alma en cada paso. Cuando estuvo frente a ella y solo los separaba un espacio de aire que habitaba el silencio, sabía que tenía que decirle todo, que se estaba muriendo, que hace más de un mes que no tenía trabajo, que sus rutinas ahora eran la de un desempleado enfermo y desahuciado y que el recursos de la servilletas solo fue una lamentable forma más que utilizó para alimentar la falacia sobre lo que era evidente hacía muchos años, que no era inmortal e invulnerable, que era un viejo decrépito y ávaro que espero el final para ser feliz, sin saber que el final no se espera, se recibe y se acepta. Todo eso se lo tenía que decir y lo iba hacer, pero antes quiso saber cómo se había enterado de la ubicación de las servilletas.

- En esta casa, Estanislao, todos los 30 de noviembre se hace el pesebre y el árbol de Navidad. Y hoy es 30 de noviembre-

Se resignó. Miró el reloj por última vez. Nueve y cuarentaidós minutos de la noche. La hora de la verdad.

domingo, 13 de junio de 2010

Nos volveremos a ver, en el Luna Park




Ya me lo había encontrado una vez. Sucedió en el 2008, durante una rueda de prensa. Mi encuentro con él duró segundos, el flash de una foto, un abrazo efímero y corto, donde solo alcancé a decirle bienvenido maestro, gracias por ser el curador de mis heridas de amor. No lo entendió, solo sonrió y siguió su camino de cabellos ensortijados como alambres que se elevaban hacia el cielo desde su cabeza. Era el Salmón, el compañero en el alma de la grabadora que no me permitía extinguirme a pesar de tantas derrotas. Al otro día del efímero abrazo, embriagado, con 30 años y junto a mis grandes amigos, fui al concierto que tanto habíamos soñado, pero no escuché nada. Todo se fue en mi propia euforia, que comenzó a ser el inicio de mi revancha.

Cuando te enamorás, Calamaro deja de ser almíbar para el dolor y pasa a ser un perfume de recuerdos que te siguen acompañando. Crímenes Perfectos, Paloma, Socio de la Soledad, Mi propia Trampa, Tuyo Siempre, etc y etc, acaban de ser motor de euforia y pasan a ser un álbum de fotos, de buenos momentos. Yo me enamoré. Y me enamoré mal. Esa dulce sensación de la perfección, que solo te la puede dar una sonrisa, una sola, me volvió a poner al lado de Andrés, del físico, del que abracé en octubre de 2008, de Andrés, como le digo a partir del viernes 11 de junio de 2010. Ese día, lo volví a ver y esta vez no fue un encuentro de segundos, de instante rutinario para la foto, fueron 27 minutos, así lo marcó la cámara con la que se le hizo la entrevista, en un camerino del Luna Park, en Corrientes, junto a Puerto Madero, cerca de Plaza Francia, en Buenos Aires, ese lugar que el busca en muchas de sus canciones. Nos recibió una hora antes de la oficial del started el primero de tres recitales, uno de ellos incluido a última hora debido a la demanda de fanáticos, que dio -brindó, regaló, ofrendó- en Buenos Aires el 11, 12 y 14 de junio. Nos recibió en su camerino, mientras dejaba su abrigo de mujer cheta, su bolso Lois Vitton o algo parecido en un sofá de cuero negro y buscaba la camiseta negra que tenía estampada el nombre del último trabajo de Gustavo Ceratti “Fuerza Natural”, para quien tenía preparado un pequeño homenaje. Nos recibió después de brindar con Candy Caramelo, su bajista y amigo de cabecera, un trago de tequila. Nos recibió después de ponerse unas gafas que debían ser de la misma dueña del saco de peluche caro. Nos recibió para ser Andrés Calamaro. Estaba más gordo que sus legendarias imágenes de pelo sin normas sobre su cabeza, gafas de sexy y barrigón y los estragos de sus trasnochos y vigilias que parecían iban a acabar con su existencia, pero seguía teniendo esa aura de dios de los despechados sin fortuna y los enamorados sin razón que habitamos el mundo bajo su amargo amparo.

Habló de todo. De la intención de su disco, de rememorar los años de cuando las empresas públicas eran públicas, habló que su música es una búsqueda constante, pero que cada disco tiene muy claro lo que se va a producir “No venimos a experimentar: Residente sabía lo que iba a cantar, al igual que el Cigala, y demás colaboradores”, explicó con su voz ronca y sobreviviente de años de traumatismos. Su último disco, Calamaro On The Rocks, es una especie de viaje por un Andrés que todos conocemos, pero con ayudantes inéditos, Residente, el polémico vocalista de Calle 13, Diego El Cigala, uno de los grandes de España, Langui el leader voice de La Excepción -un grupo español-, y hasta su hija Charo, que lo espera afuera del camerino con su hermosa madre, Julieta Cardinallí (La rubio bailarina del video Mi Gin Tonic). Dijo cosas que no puedo reproducir, porque son copyright de quien hacía las preguntas y yo me limitaba a llevar la cámara. Pero puedo decir que se sentía vigente a pesar de los 49 feliz cumple que cantará el próximo 22 de agosto, que estaba feliz por regresar a México y a Colombia (5 de julio Bogotá, 7 de julio Medellín). Y que en Caracas iba a provocar al Chávez. Y en esa nueva lucidez que le otorga estar lejos de los venenos que lo hicieron vomitar ese desangre musical -pero que en la perspectiva diez años después parecer convertirse en un disco notable- que es El Salmón, pensaba editar esta vez sí, un disco donde podría experimentar lo que estos años de música le han dejado.

Después, cuando la cámara hizo off, hablo de Botnia y el papel para hacerse un porrito y que mientras defendía la fiesta de los toros, le preocupaba la furia con la que lo atacaban desde el bando antitaurino “Con esa furia, no me entiendo”, remató. Entonces se levantó, se puso el abrigo de pieles y le dije que nos tomáramos una foto Andrés, pero esta vez me quedé en silencio, porque esta vez quien me había curado las heridas de amor estaba a dos metros, haciendo click y sonriéndome. Esa era mi feliz revancha, mi sonrisa redentora.

Pero mientras salíamos, y el Luna Park reventaba con sus canciones, escuché esa parte de esa canción “Y no existen los destinos, ni siquiera los divinos…”. Y pensé que tal vez esta vez Andrés no tenés razón. Ya ves, nos volvimos a encontrar.

martes, 20 de abril de 2010

Los girasoles de mi esperanza

Una sola vez en mi vida he visto a Antanas Mockus. Fue en la universidad, en la UPB. Él salía de una conferencia de unos los tantos auditorios que hay en Bolivariana y caminaba con su sencillez de ermitaño hacia la salida. Cuando atravesaba la cafetería de nuestra facultad, alguien que estaba allí lo saludó. Él se acercó, le dio la mano a los que estaban presentes y después de un par de preguntas, explicó a todos los que quisieron sus ideas sobre la política y buen gobierno. Después se despidió y caminó hacia la salida de la universidad, apenas escoltado por un par de asesores.
Ahora que me han llegado un par de girasoles cibernéticos de compañeros que también estuvieron en esa memorable charla, pienso que por fin, después de muchos años de gobiernos gráciles y obstinados, el país tiene la opción de tener un gobierno a la altura de sus circunstancias. Las posibilidades reales de las encuestas para que Antanas Mockus llegue a la presidencia de la República, demuestran que lo quiere el país no es una zona de guerra, sino un territorio de paz, educado, donde la integridad y la honestidad sean los principios de gobierno y no solo la seguridad y la confianza inversionista.
De producirse el milagro que Antanas Mockus llegue a la presidencia, el país, después de muchos años de incompetencia en muchos estamentos públicos, podrá confiar que las personas que rodean al candidato podrán ocupar con altura los cargos del estado. Es más, esta no será la presidencia soberbia de un solo hombre que nunca se equivoca, sino la de cuatro hombres que han demostrado que saben gobernar con honestidad, humildad, visión y sentido social.
Esta garantía nos permitirá creer que los mejores hombres del país, escogidos por sus méritos, serán quienes dirijan los destinos de la patria. En ese sentido, el aporte de Fajardo será vital: él demostró durante sus cuatro años en Medellín que se sabe rodear. Ni qué decir de Peñalosa, y por supuesto de Mockus. Estoy seguro que no habrá cuotas políticas de ineptos ambiciosos o sin ambición, sino hombres y mujeres calificados para estar al frente del engranaje del país.
Además sueño que el gobierno de un maestro sacará la inversión de los cuarteles y la llevará a los salones de clase, a los laboratorios de investigación, a las tablas de los teatros y a los salas de música. Sueño que por fin el país caminará hacia la protección del medio ambiente y no despellejará los bosques para obtener más petróleo. Sueño que este maestro piense la economía como un proyecto solidario y de equidad y se disminuya por fin la brecha entre los ricos y los pobres de este país.
Los retos, por supuesto, son demasiados. Ahora que su campaña se ha disparado, Antanas debe aprender otra cosa de su vice: recorrer el país. En estos dos años, Fajardo comprendió que los problemas de Colombia no eran de seguridad, sino de equidad, solidaridad y justicia. Y esa lección no se puede dictar en los tableros de los cuarteles bogotanos, sino que se aprenden en los campos baldíos, en los tugurios de madera, en el país saqueado.
Ahora que veo a mis compañeros de clase, a mis amigos de otras ciudades entusiasmado con que Antanas llegué a la presidencia, me aferró a la esperanza que me dan los girasoles que me envían todos los días, de que esta nación, por fin, va a tener un Presidente que se sienta, sin escoltas, a charlar con los estudiantes y les enseña a tener un mejor país.

viernes, 9 de abril de 2010

Rosario




Fotos de Natalia Millán "Color y Diseño" 2010 http://taba-miarte.blogspot.com/2010/03/exposicion-color-y-diseno.html


Mamá se murió de repente un jueves a las tres de la tarde. Ese día se levantó temprano como era su costumbre y caminó hacia nuestro cuarto. Aunque solo Tita, mi hermana mayor, era la que tenía que madrugar, después de la muerte de papá no lograba reconocer cuál cama era la de cada una, así que nos despertaba a las dos. Yo me hice la desentendida y seguí en la cama. Ese jueves me levante tarde, con el tiempo preciso para bañarme y salir para la universidad. Ella estaba en el patio de la casa, con los ojos cerrados sentada en la mecedora de mimbre, bajo un toldo playero que había mandando instalar a la semana de la muerte de papá. Cuando salí del baño me la encontré allí. La cabeza estaba levantada hacia el cielo y en su mano derecha tenía una camándula que había traído de su viaje a Roma. Me quedé mirándola un rato, contemplando ese estado en el que caía todos los días por la mañana. Pienso ahora que ese era el momento en que se encontraba con papá y conversaba con él. Le contaba cosas sobre ella, sobre lo bien que iba Tita en el trabajo y que yo también marchaba sobre ruedas en mi carrera de medicina. Lo extrañaba. Pero no tenía mucho tiempo. Volví al cuarto, me cambié y salí apurada. Cuando iba llegando a la esquina la escuché gritar por el balcón de la casa: “Rosario, no se le olvide traerme la leche”. Yo le hice un gesto con la mano y mientras me ubicaba en el bus alcance a ver como me mandaba la bendición con la mano de la camándula.

Cuando regresé, por la noche, la casa estaba llena amigas de mamá vestidas de negro, sentada alrededor del patio. En ese momento, de esa espesura de encajes salió Tita, con los ojos rojos y me dio la noticia: mamá había muerto en el patio de la casa mientras rezaba el rosario. Cuando me lo dijo, debo aceptarlo, yo no sentí nada, solo un vacío que se extendió hasta los pies y allí desapareció. No paso nada más. No me entró el desespero. Fui hasta mi cuarto y me cambié. En esas abrió la puerta la tía Inés. Ella estaba de verdad conmovida y me abrazó con fuerza mientras me decía que ella siempre iba a estar con nosotras. No sé si necesitaríamos su compañía, pero era bueno que estuviera allí en esos momentos y que me diera ese abrazo. Yo salí al patio y me ubiqué en una de las sillas del centro. Apenas me acomodé, comenzó la procesión de pésames. Era una fila india de señoras oscuras y viejas que se acercaban, me daban un abrazo, me decían que lo sentían o cosas por el estilo y me daban la novena de las ánimas. No se cuántas eran, pero se acercaban, unas me daban un beso babiado en la mejilla y me decían que no me preocupara, que Carmencita estaba en el cielo, que todo cabía en la misericordia del Señor. Una mierda. En eso me parezco a mamá. Ella detestaba los velorios. Ella decía que esos momentos ya eran bastantes difíciles para tener que aguantarse a la gente en la casa diciendo tonterías acerca de Dios, de la fuerza y del futuro. Lo decía con objeto de causa: Hace dos años había enterrando, sin velorios ni desfiles a mi papá. A ella que alguien se muriera en Milagros no le daba tristeza sino que le daba pereza. Sacar el vestido, ir hasta la casa del finado, ponerse a rezar y rezar y tomar tinto. Por eso nos dijo a Tita y a mí durante una procesión de Viernes Santo, que nada de entierros ni de velorios, que la cremaran y regaran sus cenizas en el patio de la casa. Tita casi se cae de la impresión y le reclamó, pero ella era irreductible en ese sentido, así que ya no lo deseó sino que lo ordenó, que la cremaran y punto. Ahora puedo ver lo indignada que se sentiría observando el espectáculo después de su muerte. Odio los velorios, odio ver la gente llorar y odiaba este, en el que la principal damnificada era yo; no soportaba el lamento de Tita que estaba inconsolable, no aguantaba un pésame más, así que me levanté de la silla y comencé a sacar a todo el mundo “Para la casa señoras, este velorio se acabó, muchas gracias por su visita”, les dije a todas. Esa fue la única manera que mi hermana dejara de llorar porque se levantó rápidamente y me increpó “Rosario, por amor Dios, qué te pasa ¿Cómo vas a sacar la gente así? No ves que son nuestros amigos”. Yo le respondí que quería llorar y quería hacerlo en paz, sin que nadie me jodiera la puta vida. Apenas lo dije, Tita se calló. La tía Inés permaneció en el centro del comedor y me observó como si no me conociera. Yo me fui para el cuarto de mamá y busqué la manera llorar, pero fue imposible. En cambio tenía un dolor insoportable en el cuello. Pensé en ella, pero su rostro no aparecía por ninguna parte. No había nada, absolutamente nada de ella en mi cabeza. Intenté recordarla en el patio, con sus ojos cerrados y apacibles, pero solo me encontré con la bendición de la mano con la camándula, como una carga en la conciencia.

Tuve un sueño raro. Sentía que atravesaba una sustancia espesa, pegajosa y azul y me quedó la sensación que estuve luchando para salir de allí toda la noche. Quería abrir los ojos pero una opresión en mi cabeza no me dejaba. Después de bregar mucho, logre abrirlos. El cuarto de mamá parecía una iglesia, llena de santos y velas encendidas. Las cortinas cerradas y eran tan gruesas que no permitían la entrada de la luz. Me levante como si llevara otro cuerpo pegado en la espalda, además de un dolor en las manos y los brazos. Observé el lugar como si fuera la primera vez que estaba allí. De alguna forma lo era, desde hacía muchos años que había dejado de dormir con ella, y mientras iba creciendo, mamá se empeñaba más en convertir la pieza en un pequeño templo medieval. La cama era vieja y pesada y sobre ella colgaba un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. En cada una de las mesas de noche habían velas e imágenes de San Nicolás de Tolentino, el santo de su devoción. Me acerqué hasta el closet y lo abrí. Estaban todos sus vestidos, colgados, limpios y bien planchados. Comencé a moverlos como si estuviera buscando algo. Después continué la cacería por el resto del closet. Fue un escrutinio minucioso de cada una de sus cosas para ver si la podía encontrar en alguna parte, pero nada. Toqué los vestidos, saqué su ropa interior y la esparcí sobre la cama, abrí los álbumes de fotos, cuando papá y mamá eran unos bebes, pero no estaba el rostro de ella, al menos como lo quería recordar. Deje todo así y caminé hasta la cocina. No tenía hambre, pero era siempre lo que hacía desde que dejé de dormir con ella; despertarme e ir hasta la cocina por un café o algo de la nevera. Allí estaba la tía Inés. “¿Qué hubo tía?”. “¿Qué hubo mija? Cómo siguió de esa loquera de ayer”. Yo quise contestarle que no había sido ninguna loquera, simplemente que quería estar sola, pero era mejor quedarme callada. La tía Inés siguió en los suyo, creo que estaba cocinando algo para el almuerzo, pero extrañamente había perdido también el olfato, el gusto, las manos, los ojos. La memoria. “Y Tita? ¿Dónde anda?”, le pregunté y ella contestó que se había ido para la funeraria por las cenizas de mamá. Yo me dirigí al patio trasero, donde estaba la ropa tendida que mamá había lavado antes de morirse. Eran las sábanas de la casa. Intenté encontrarla allí. El viento comenzó a bailar con ellas y sentí una extraña placidez. Al fondo, un trueno prolongado anunció la tormenta. Después escuché la puerta, debía ser Tita, así que salí hasta el comedor y allí estaba ella con la cajita en las manos “Dios Santo, no somos nada”, pensé. Mi hermana me miró sin saludarme y mientras ubicaba la caja en la parte alta del bidé, me hizo la misma pregunta de la tía, pero con un tono de reproche impotable “¿Ya se le pasó la bobada?”, A ella sí le iba a responder pero la tía Inés salió de la cocina y le dijo qué como se le ocurría poner a Carmen donde la puso si ella odiaba las alturas. A mi me pareció ridícula la observación y lo dije: “Es una caja de cenizas, mi mamá está muerta. No se dan cuenta (señalé la caja y dije con un mayor énfasis) M-U-E-R-T-A”. Tita no aguantó el comentario y comenzó a llorar de nuevo. Se acomodó contra la pared y lloró de la forma más silenciosa posible. La tía inés se acercó al bidé, bajó la caja y la puso sobre la mesa. Tita intentó calmarse, pero no podía, así que dijo entre lágrimas que a las ocho de la noche nos esperaba para regar las cenizas de mamá en el patio, como ella lo había ordenado y se marchó para nuestro cuarto.

A las ocho de la noche estábamos las tres en el patio. Tita ni me determinaba. El viento de la tarde continuaba y me acariciaba la cabeza con suavidad. Me encanta esa sensación de ser acariciada en la cara. Algunas veces solía ponerme en las piernas de mamá y ella pasaba sus manos secas por mis mejillas. Yo cerraba los ojos y me transportaba a otro lugar. En ese momento era la misma sensación, pero no eran los dedos de mamá, sino la brisa. Tita sacó la bolsa de terciopelo que contenía las cenizas de mamá de la caja de madera, mientras la tía Inés comenzaba a leer el Te Deum “A ti, oh Dios, te alabamos, a Ti, Señor, te reconocemos/ A Ti, eterno Padre, te venera toda la creación...”. De repente sentí que una carcajada comenzaba a subirme desde el estómago. Era inconfundible, era una carcajada grotesca en un momento inoportuno. Lo primero que hice fue cerrar los labios, pero se instaló en el fondo de la boca. Era una especie de aire comprimido que me apretaba el cuello y presionaba para salir. Era imposible, no me podía reír cuando estaban disponiendo los restos de mi mamá, no podía dejar escapar esa bomba de risas burlonas que se parqueaban en la parte posterior de mi cabeza. Apreté más los labios. “Los ángeles todos, los cielos y todas las potestades te honran. / Los querubines y serafines te cantan sin cesar:/ Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los ejércitos...”. No sabía qué hacer. Mamá odiaba ese tipo de actuaciones espontáneas. Siempre iba en orden, con las palabras precisas, adecuadas, ni una más ni una menos. Así había educado a Tita durante muchos años, sin embargo conmigo fue mucho más indulgente: me dejaba al libre albredío de mis impulsos en cualquier reunión familiar, mientras que Tita debía permanecer quieta, cumpliendo con todo el rigor del protocolo. Pero yo comprendí que tampoco podía dedicarme a hacer tonterías porque terminaba castigada de peor manera que ella, que nunca se permitió un acto soberano de sus deseos. Por eso Tita, solemne y rígida como una piedra, estaba en la mitad del patio con la bolsita de terciopelo, mientras yo me quería cagar de la risa. La bomba de aire apretó aún mas y comenzó a empujar detrás de los dientes. Cerré las manos, crucé como pude los dedos y entonces no fui capaz de resistir y la solté. Fue un “ja” que interrumpió la solemnidad de la celebración y la concentración de la tía Inés. Sin embargo me tranquilizó por que no fue una fuente interminable de carcajadas que me hubiera causado un problema mayor. Tita me miró peor que nunca y le dije “Perdón”. Entonces la tía Inés retomó la lectura, mientras Tita comenzó a regar las cenizas en el patio. Lo hizo de una forma dolorosa, que entendí muy bien por ese amor casi enfermizo que sentía ella por mamá. Fue su única autoridad y el ídolo a emular. La seguía a todas partes, le obedecía sin pensar en las consecuencias. Tita nunca tuvo novio, no porque ella no se lo permitiera, sino porque sentía que nunca podría haber alguien por encima de su amor filial. En cambio, para mí, mamá fue una mujer cariñosa que estuvo a mi lado y que ahora no podía recordar. Entonces podía comprender el dolor que le producía Tita regar lo que quedaba de ella en el suelo del patio. fue allí cuando tuve la certeza que el dolor le estaba quemando las entrañas cuando perdí la noción de mi cuerpo, porque me invadió una sensación incontenible de risa que llegó a mi garganta y antes de que pudiera detenerla en mi boca, se escapó liberando una carcajada vulgar que me paralizó por completo y se convirtió en mi amo, porque no fui capaz de dejar de reír. Primero me sentí espantada porque era consciente que estaba insultando de frente y sin estupor la ceremonia de una forma evidente, pero no tenía control de ese cataclismo de risas que no se detenían, a pesar de los gritos de Tita y los regaños de la tía Inés. Las carcajadas eran imparables, una detrás de la otra, como si en mi estómago existiera una fuente inagotable de risotadas jajsjajaja ajajajajaja jaajaja me salía y salía como si escupiera sapos y a la vez de una forma tan intensa que ya no fui capaz de sostenerme en pie, caí en el suelo del patio y allí continuó el frenesí, revolcándome, como si fuera un cerdo en su muladar, en las cenizas de mamá.

Cuando volví abrir los ojos estaba en el cuarto de mamá. Traté de incorporarme, pero el abdomen estaba bastante adolorido. Me recosté de nuevo para tomar energías, mientras intentaba recordar qué había pasado. No recordaba mucho después de que caí al piso. De hecho no tenía la menor idea de cómo había llegado a la cama de mamá. Me revisé las manos y el cuerpo para comprobar si estaba cubierta de cenizas, pero me sorprendió que además de estar limpia, estaba en pijama. Tita debió cambiarme. No recuerdo cuándo lo hizo. No recuerdo mucho después de caer en el piso. Sólo tal vez el sueño, que fue muy extraño: caminaba por una duna de arena, interminable. Tenía sed y el sol me quemaba la piel. Fue en ese momento en que desperté. Después de unos minutos, me levanté como pude, agarrándome el estómago. Caminé hasta la cocina. La casa estaba vacía y en penumbras, apenas mecida por una brisa crepuscular. Busqué en el patio trasero las sábanas, pero al parecer la Tía Inés las había retirado, así que el viento lamía ahora las esquinas de las ventanas. Comprendí que había dormido más de la cuenta, porque esas eran tinieblas de la tarde. Me asomé en el comedor y observé con vergüenza los vestigios de mi revoltura. El resplandor de un relámpago interrumpió el ámbito estacionado de esa tarde y el estruendo que le siguió anunció la proximidad de una tormenta. A pesar que Tita me había limpiado con rigurosidad, porque estoy segura que la Tía Inés me habría dejado allí tirada, desprotegida para castigar mi oprobio, me sentía sucia. Sentía que el pecado era algo que me cubría físicamente, Todo me dolía y me dolía por mamá. Nunca se me había permitido una sola grosería contra ella, en eso papá era bastante claro, quien se metía con ella se metía con él, sin importar que fueran sus hijas. Pero ahora ninguno de los dos está, miro hacia el frente y solo encuentro vacío, no tengo quien me de órdenes, quien me diga qué tengo que hacer, cómo debo corregir mi camino. Siempre me enseñaron que la familia era lo más importante, pero yo ya no tenía una. No tenía nada. Un segundo resplandor iluminó por segundos el patio y el comedor y sacudió las ventanas. Decidí bañarme. Fui hasta la cocina, arrastré el bulto de azúcar hasta el baño y allí lo vacié en la tina. Me desnudé lentamente, dejando que la brisa me acariciara un poco. Después cerré la puerta y me sumergí en la pileta de azúcar. Fue una caricia para mi piel maltratada por los días y la muerte. También supe, por el contacto de los granos de azúcar en mi vagina, que llevaba mucho tiempo sin hacer el amor. Recordé que mi último beso había sido con Clarisa, en el primer semestre. Era recurrente que estudiáramos juntas, pero una noche, nos quedamos hablando y después que el movimiento de sus labios me hipnotizara por completo, la besé. Ella no dijo nada, sino que me siguió la corriente. Fue un intercambio de piel curioso, placentero, pero que no quise repetir jamás, a pesar de lo insistente de Clarisa. Después muchos hombres me han pretendido, pero nada me ha así que comencé a acariciarme, sin intenciones de excitarme, solo de sentir que estaba cubierta de algo que respondía al contacto físico. Recorrí lentamente con mi índice derecho el cuello, la cara, bajé rodeando mis senos buscando mi abdomen. Cerré los ojos y en mi cabeza sentí una placidez ajena al luto, pensé en muchas cosas, en papá, en mamá, mientras sobre el techo comenzaban a caer las primeras gotas del aguacero, que finalmente se precipito en una forma continúa y simétrica. Entonces tuve ganas de salir corriendo, desnuda, bajo la lluvia, gritando mi canción favorita. Fue un deseo tan intenso que lo tuve que reprimir tocándome cerca de mi centro de gravedad. Cerré los ojos, mientras la mezcla de sensaciones y deseos irreprimibles me inundaban la cabeza y me dejaban dormida.
Cuando desperté estaba envuelta en una sábana blanca, mojada, desnuda en el centro del patio, mientras Tita y la tía Inés me observaban con estupor. Estaba agitada y en desorden “¿Qué me pasó Tita?”, le pregunté muy asustada. Tita, de nuevo, comenzó a llorar. Fue la tía Inés que se me acercó y me contó que no sabe cómo yo salí del baño, de la casa y alcancé la calle, desnuda, bajo la lluvia y comencé a cantar a los alaridos que Viva Colombia Cabrones mientras corría por todo Milagros. Tita me alcanzó a ver cuando llegaba del trabajo y fue hasta la casa, agarró lo primero que se encontró que fueron las sábanas que estaban sobre el sillón de la sala y me persiguió por varias cuadras, hasta que me atajó cuando yo cantaba en medio de la banda marcial del barrio que no había interrumpido su ensayo a pesar del aguacero y de mi espectáculo atroz. Pero yo continué en mi delirio y cuando Tita logró levarme hasta la casa, de nuevo me lancé sobre las cenizas de mamá, que debido a la lluvia, se habían convertido en una argamasa gris que ahora, cuando recobraba la conciencia, me cubría totalmente. Estaba cubierta por mamá. Algo me apretó la garganta e hizo que mi rostro temblara. Miré a Tita y comencé a llorar sin consuelo. Ella se acercó y me abrazó fuerte, sin importar lo que me cubría. Lloré con ella, me levanté, fui hasta mi pieza, me limpié, me cambié y todavía seguía llorando. Comprendí por fin que mamá se había muerto de repente y que no habíamos tenido el tiempo suficiente para despedirnos, pero que esa no era razón para ese comportamiento errático de mis últimos días. Comprendí por primera vez el concepto de la soledad, de la ausencia y que en mi condición de hermana menor, había bloqueado porque no soportaba ninguno de los dos conceptos. Estaba sola y no tenía la menor idea de cómo continuar, siempre había seguido órdenes, indicaciones, orientaciones, consejos. ¿Ahora qué? Debía aceptar que la única orientación posible era la que me diera la atribulada Tita y mis maestros de la facultad. Llore el resto de la noche y los días siguientes hasta que me recuperé y me despedí de ella con lo poco que quedaba de cenizas sobre el suelo del patio.
A los días decidí regresar a la universidad. La mayoría de mis compañeros me preguntaba sobre mi estado y me sentí en paz y serena sobre todo lo que había ocurrido, entraba a la clase de anatomía, me ponía el traje verde, el profesor acercaba la camilla con el cadáver de turno, lo destapaba ante todos, mientras yo me tenía que sostener en mis compañeros para no desmayarme de la impresión al ver ese rostro de nácar alisado y cabellos cenizos y brillantes.

Era mamá.