jueves, 24 de diciembre de 2015

A mi abuela, en Navidad

¿Qué lugar es más cálido que el corazón de una abuela?

 La mía murió hace poco. No recuerdo el día exacto. Solo sé que los días previos se iba apagando como una vela a la que se le acaba la cera, hasta el día en que se extinguió sonriendo, mientras todos cantaban a su alrededor. Mi padre me escribió un correo escueto: "Murió Mela. Dios la tiene en su gloria. Encomiende". Yo no recé. Yo me quedé vacío. Mi esposa me miraba con extrañeza y me preguntó si quería llorar. Nada. Yo no quería ni rezar, ni llorar. Lo único que no quería era sentirme así: como si un cuerpo entero de policías me hubiera desalojado a la fuerza de los recuerdos de mi infancia, de sus almuerzos con música, sus arepas amarillas, su aplausos sentada y hubiera quedado desnudo en la calle, mientras su rostro se borraba con la lluvia.

Yo a mi abuela Carmen la quería, y la quería mucho, sobre todo porque ella fue la única persona que seguí queriendo de la misma forma que lo hice desde cuando era un niño. Y tal vez por eso su muerte me duela así, tanto: era ella, con su presencia viva en este mundo el único pasadizo directo que conservaba de mi niñez. Al pensar en ella, en imaginarla en la distancia, volvía a sentir -no recordar- cuando fui pequeño y que fue descomunalmente feliz. En la extensión de mi infancia su generosidad y afecto de tolimense enorme edificaron una pila de años que todas las personas que compartimos aquellas décadas maravillosas no hemos podido replicar con éxito en ninguno de nuestros emprendimientos para revivir la nostalgia que habita nuestro cuerpo. Carmen Elisa supo implantar en sus hijos un espíritu de solidaridad y alegría que compensó con creces la evidente incapacidad de declarar su amor directo de abuela en sus 22 nietos y ninguno de ellos podrá negar que cuando pisó los terrenos dominados por su corazón fue excesivamente feliz y dichoso.

Por eso la extrañeza de mi reacción cuando recibí la noticia. Mi esposa me abrazó en el momento indicado antes de desbarrancarme por un precipicio de incertidumbre: era la primera vez en mi vida que necesitaba consuelo. Su muerte es mi primera muerte. Aunque el protocolo indicara que la depositaria del dolor era mi madre por su legítima ausencia, cuando leí ese correo de mi padre, sentí una opresión desconocida en el pecho.  Comprendí entonces que no solo había partido de mi ciudad por las razones del amor, sino también para huir de la posibilidad de que ella no estuviera más: su peso en mi vida era tan grande, fue tan fundamental en los cimientos de mi carácter su presencia que confieso que no tengo y nunca tuve el coraje suficiente para verla partir.
Ahora sus hijos y nietos nos abocamos a la primera Nochebuena sin ella -que bien supo preparar por siglos- y tal vez la primera lección que debamos aprender para evitar la desintegración familiar sea aprender de su mayor talento: la sabiduría terrenal de no juzgar, que le permitió crear una casa que siempre pensamos era de todos y nunca equivocarse conmigo ni con ningún otro miembro de los Valencia. Yo fui un desagradecido irresponsable y altanero que me retire con soberbia del cobijo de su casa en alguna ocasión y por solo eso merecería ser condenado a la hoguera, pero cuando tuve que regresar cabizbajo y apaleado por mis horas más desesperadas y agobiantes, ella abrió los brazos, agarró mis maletas y me dio un techo, además de darme una lección para siempre con una frase que me soltó apenas crucé el umbral de la puerta:

-Mijo, uno nunca escupe para arriba.

El tiempo fue injusto con su grandeza. Mela se fue encogiendo poco a poco: primero dejo de cocinar, después dejó de cantar y por último, comenzó a olvidar. Yo la vi descender hacia el abismo de su memoria mientras se recluía en una cama cercada de mucho cariño que ella no entendía. Me di cuenta entonces que la vejez es una caída libre en cámara lenta. Pero sería allá, en el limbo de los recuerdos donde me demostraría que el lugar más cálido del mundo es el corazón de una abuela. Alguna vez la fui a visitar y no recordaba nada: ni mi nombre ni mi origen. "Es Alejandro, el mayor de Rosa María", le ayudó una de mis tías. Se me doblaron las piernas. Se que otros nietos se habían robado su amor, pero yo estaba seguro de haber marcado con fuego sus recuerdos. Pero nada, ella exploraba los vestigios de su imperio, pero solo hallaba ruinas. Yo estaba a punto de llorar, pero entonces de nuevo Mela fue Mela por un instante y muy dentro de ella sabía cuál era la única receta para hacerme feliz siempre desde que era un bebé y preguntó con una sonrisa delatora:

-Mijo, ya me le dieron algo de comer?



Por eso en la víspera de la Navidad te recuerdo querida Mela, te añoro, te extraño y pienso en la distancia. Fuiste el principio de mis valores y una de las personas que me ayudó a conjurar los demonios de mis debilidades. Pero sobre todo, fuiste la fuente y el soporte del principal de mis tesoros: la familia que comparto con mi madre, mi hermana, mis tías, mis primos, los hijos de mis primos, a quienes les mando un mensaje en esta fecha tan especial para todos: Nunca nos olvidemos los unos de los otros, como ella a pesar de su memoria en sombras, nunca se olvidó de lo que habitaba en su corazón para recordar que a su nieto lo que más lo hacía feliz era deleitarse con lo que ella preparaba en la cocina mientras cantaba seguida de un coro de pájaros felices.